“Formamos un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor 12, 13). ¿Quién es el Espíritu Santo, cómo fueron las circunstancias y las principales gracias concedidas a María y a los discípulos con motivo de Pentecostés? Esas son las enseñanzas que la Liturgia pone a nuestra disposición en la fiesta de hoy, para que comprendamos dónde se encuentra la verdadera paz.
Evangelio
19 Al atardecer de aquel día, el primero de la se mana, estando los discípulos con las puertas ce rradas por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz sea con vo sotros». 20 Y dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 De nuevo les dijo: «La paz sea con vosotros. Como me envió el Padre, así os envío yo». 22 Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados, a quienes se los retengáis, les serán retenidos».
(Jn 20, 19-23).
Como tantas otras fiestas litúrgicas, Pentecostés nos hace recordar uno de los grandes misterios de la fundación de la Iglesia por Jesús. Ella todavía se encontraba en un estado casi embrionario –alegóricamente, podría compararse a una niña de tierna edad– reunida en torno a la Madre de Cristo. Ahí, en el Cenáculo, según lo describen los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura, sucedieron fenómenos místicos de excelsa magnitud, acompañados por manifestaciones sensibles en el orden natural: ruido como de un viento impetuoso, lenguas de fuego, los discípulos expresándose en dialectos diferentes sin haberlas aprendido. El alto significado simbólico de esos acontecimientos en su conjunto, y de cada uno en
particular, ofrece material para innumerables y consistentes comentarios de exégetas y teólogos de gran valor, como queda claro en anteriores observaciones que hemos hecho en un artículo publicado en el 2002 (1). Hoy nos cabe resaltar otros aspectos no menos importantes relacionados con el relato de san Lucas (Hch 2, 1-11), para entender mejor así el Evangelio en cuestión y, por ende, la propia festividad de Pentecostés.
María Santísima se destaca como figura ejemplar, predestinada desde toda la eternidad para ser Madre de Dios. Se diría que había llegado a la máxima plenitud de todas las gracias y dones, y sin embargo en Pentecostés se le concederían más y más. Así como había sido elegida para el insuperable don de la maternidad divina, ahora le cabía convertirse en Madre del Cuerpo Místico de Cristo, y, tal como en la Encarnación del Verbo, bajó sobre ella el Espíritu Santo por medio de una nueva y riquísima efusión de gracias, a fin de adornarla con virtudes y dones apropiados y proclamarla “Madre de la Iglesia”.
En seguida vienen los Apóstoles, que constituyen la primera escuela de heraldos del Evangelio. Guardaban las condiciones esenciales con que ser aptos para la alta misión que les había destinado el Divino Maestro, como relata la Escritura: “Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, en compañía de algunas mujeres, y con María, la Madre de Jesús, y sus hermanos” (Hch 1, 14).
Esa perseverancia en la oración se realizó de forma continua en el silencio, la soledad y la clausura del Cenáculo. La atmósfera era de máxima concordia, armonía y unión entre todos, de verdadera caridad fraterna. San Lucas cuida de realzar en su relato la presencia de María, ciertamente para dejar patente que ella misma se alegraba con ser una fiel participante de la comunidad. Un rasgo que marca es la sumisión y la obediencia al Vicario de Cristo tal como se refleja en los versículos subsiguientes, que describen el primer acto de gobierno y jurisdicción de san Pedro (Hch 1, 15-22).
En síntesis, la verdadera eficacia del apostolado ahí queda en evidencia, bajo el manto de la Santísima Virgen, en la unión efectiva y afectiva de todos con la Piedra sobre la que Cristo edificó su Iglesia.
La eficacia de la acción se encuentra en la contemplación
Ese gran acontecimiento no sólo estuvo precedido por diez días de oración continua, sino también por muchos otros momentos de recogimiento. El trauma de la dramática Pasión del Salvador exigía horas y más horas de aislamiento y reflexión; además, el temor a nuevas persecuciones y traiciones les imponía prudencia, junto al abandono de las actividades comunes de su apostolado anterior.
Curiosamente, por lo general Cristo Resucitado elegía oportunidades como esas –de reflexión y compenetración por parte de todos– para aparecérseles, así como el Espíritu Santo para infundirles sus dones. Es una importante lección ofrecida por la liturgia de hoy: la verdadera eficacia de la acción se halla en la contemplación. El Apóstol por excelencia, el mismo que llegó a exclamar: Væ enim mihi est, si non evangelizavero! – “¡Ay de mí si no evangelizara!” (1 Cor 9, 16), pasó un largo período de oración en el desierto a fin de prepararse para la predicación.
Quien se tome el trabajo de analizar paso a paso las actividades de un varón ferviente y apostólico, puede equivocarse creyendo que son aquéllas puro fruto de su personalidad emprendedora, de su carácter dinámico o hasta de su constitución psicofísica. Abundan los hombres activos y provechosos que extraen de su ser lo inimaginable. ¿Dónde se encuentran, de hecho, las energías empleadas por esos leones de la fe y la eficiencia? Más aún; podríamos preguntarnos cómo logran conservar en medio de la avalancha de actividades, un corazón blando y suave en el trato con los demás.
Recordemos el consejo de san Bernardo de Claraval al Papa de su época, Eugenio III: “Temo que en medio de tus innumerables ocupaciones te desesperes por no poder llevarlas a cabo, y se endurezca tu alma. Obrarías con cordura abandonándolas por algún tiempo para que no te dominen ni te arrastren hacia donde no quieres llegar. Tal vez me preguntes: ‘¿Adónde?’ […] Al endurecimiento del corazón. Ahí ves adonde pueden llevarte esas ocupaciones malditas si sigues entregándote a ellas totalmente, como hasta ahora, sin reservar nada para ti” (2).
Se trata de un Doctor de la Iglesia aconsejando al Dulce Cristo en la Tierra de aquellos tiempos, en el ejercicio de la más alta función: el gobierno de esa institución divina. Pues bien, a su juicio, si tan elevadas ocupaciones no cuentan con el auxilio de la vida interior, son malditas. Esa fue siempre la posición de los santos, espiritualistas y Padres de la Iglesia. San Agustín, por ejemplo, afirma: “Todo apóstol, antes de soltar la lengua, debe elevar a Dios con avidez su alma, para exhalar lo que deba y distribuir su plenitud” (3).
Hechas estas consideraciones emergentes de la primera lectura (Hch 2, 1-11), nos encontramos más aptos para contemplar las bellezas del Evangelio de la presente liturgia.
II – EL EVANGELIO DE PENTECOSTÉS
19 “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz sea con vosotros»”
La prueba que habían atravesado los apóstoles excedía las fuerzas de la frágil naturaleza humana, y pese al testimonio entusiasta de María Magdalena, les costaba creer en la Resurrección; tal vez su abatimiento fuera el resultado de sentirse indignos de recibir una aparición del Señor, como lo pondera san Juan Crisóstomo, debido al horroroso abandono en que dejaron al Maestro en su agonía.
Jesús, en su bondad infinita, no dejó pasar mucho tiempo para manifestarse también a ellos. Eligió una excelente oportunidad: al atardecer mientras las puertas estaban cerradas, para hacer más ostensible la grandeza del milagro de su Resurrección.
La llegada de la noche es el momento en que crece la preocupación al interior de todo temeroso. Por otro lado, entrar a un recinto con puertas y ventanas cerradas es un prodigio que sólo podría realizar alguien con cuerpo glorioso.
No se sabe con exactitud en qué lugar se habían reunido. La hipótesis más probable recae sobre el Cenáculo.
Otra particularidad interesante es la posición escogida por Cristo para dirigirles la palabra. Podría haber preferido saludarlos en la misma entrada, pero caminó entre ellos y fue a ponerse bien al centro. Ese debe ser siempre el puesto de Jesús en todas nuestras actividades, preocupaciones y necesidades. Hacerlo a un lado, además de una falta de respeto y consideración, es condenar al fracaso cualquier iniciativa por mejor que sea. Su saludo también llama especialmente la atención: “La paz sea con vosotros”.
A primera vista nos sentiríamos inclinados a pensar que Él quiere calmarlos de las perturbaciones que los acometían desde la prisión en el Huerto de los Olivos. Y de hecho, bien podría ser uno de sus intentos, pero el significado más profundo no reside en esa interpretación. Para entenderlo mejor, preguntémonos qué es la paz.
“Paz es la tranquilidad del orden” dice san Agustín (4), o sea, un orden permanentemente tranquilo. Y santo Tomás demuestra que la paz es el efecto propio y específico de la caridad, pues todo el que está unido a Dios vive en perfecto orden, al armonizar todas sus potencias, sentidos y facultades a su causa eficiente y final (5). Esa unión hace brotar en el alma que la posee un profundo reposo interior, y ni siquiera los enemigos externos la perturban, porque nada le interesa salvo Dios: “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8, 31). Ahora bien, sabemos por la teología que el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y procede del Padre y del Hijo por vía del Amor. En Él está la raíz, o la semilla, de la que nace el fruto de la caridad. Al amar a Dios y al prójimo, la alegría y el consuelo hacen su entrada a nuestro interior. De ese amor y gozo procede la paz (6). Jesús, deseándoles la paz, les ofrecía uno de los principales frutos de ese Amor infinito que es el Espíritu Santo.
20 Y dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Esta actitud del Señor permite medir muy bien hasta dónde había calado el pavor en el alma de todos, a pesar de escuchar la voz del Divino Maestro deseándoles la paz.
Por eso se hizo indispensable mostrarles esas manos que habían curado a tantos ciegos, sordos, leprosos e innumerables otros enfermos, manos que tal vez ellos mismos habían besado en su momento. Esas manos que habían sido traspasadas hace poco por terribles clavos. Era preciso comprobar que se trataba del Redentor, viendo su costado perforado por la lanza de Longinos.
En ese momento sintieron que la alegría inundaba su alma, porque comprobaron que no era un fantasma el que estaba frente a ellos, sino el propio Jesús con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Así se cumplía la promesa: “Os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16, 22).
En esa actitud reluce su profunda intención apologética, al hacerlos ver sus santas llagas, al contrario de como había procedido con santa María Magdalena o hasta con los discípulos de Emaús.
Otra nota de bondad consiste en haber velado el esplendor de su cuerpo glorioso, pues de lo contrario la naturaleza humana de los apóstoles no habría soportado el fulgor de la majestad del Hombre-Dios resucitado.
21 De nuevo les dijo: «La paz sea con vosotros. Como me envió el Padre, así os envío yo».
Nuevamente Jesús les desea la paz, y deja entrever así qué importante es la tranquilidad del orden. Como objetivo inmediato, Jesús buscaba darles la indispensable serenidad de espíritu frente a las desavenencias y mortales persecuciones que los judíos moverían en su contra. Por otro lado, Jesús se dirige a los siglos futuros y, por lo tanto, a la propia era en que vivimos. También a nosotros repite el mismo deseo de paz formulado a los apóstoles en ese momento. Sí, especialmente a nuestra civilización que tiene sus raíces en Cristo –Rey, Profeta y Sacerdote–, cuya entrada en este mundo se hizo bajo el hermoso cántico de los ángeles:“Paz en la tierra”(Lc 2, 14). No fue diferente el don que ofreció antes de morir en la cruz, al despedirse: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). Entre tanto, la humanidad se suicida hoy en guerras, terrorismos y revoluciones. ¿Cuál es la causa? No queremos aceptar la paz de Cristo.
Tal como la caridad, la paz empieza por casa. Ante todo es preciso construirla dentro de nosotros mismos, dejando que la razón iluminada por la fe gobierne nuestras pasiones. Sin esa disciplina, entramos en desorden. Lo cierto es que cada vez se hace más difícil encontrar un ser humano que busque ese equilibrio basándose en el esfuerzo y en la gracia. La espontaneidad domina despóticamente en todos los rincones. Vivimos los axiomas de La Sorbonne 1968 (“Prohibido prohibir” – “La imaginación al poder” – “No pedir ni reivindicar, sino tomar e invadir”), los mismos que parecían ser para la humanidad como una piedra filosofal de felicidad, éxito y placer… ¡Qué desilusión!
La paz debe ser la condición común y corriente para las buenas relaciones sociales, sobre todo en la célula madre de la sociedad, la familia. Este es uno de los grandes males de nuestros días: la autoridad paterna se autodestruyó, la sumisión amorosa de la madre se desvaneció y la obediencia de los hijos fue carcomida por el capricho, la falta de respeto y la rebeldía. Estas enfermedades morales, traspasadas a la vida social, redundan en lucha civil, de clases y hasta entre pueblos.
La humanidad sufre esas y muchas otras consecuencias del pecado de haber repudiado la paz de Cristo y adoptado la paz del mundo, o sea, el consumismo, el igualitarismo, el laicismo, la adoración a la máquina, etc.
La Escritura sentencia: “Los impíos son como mar proceloso que no puede aquietarse” (Is 57, 20). “Pretenden curar la desgracia de mi pueblo como cosa leve, diciendo: ‘¡Paz, paz!’, cuando no hay paz” (Jr 6, 14). Los milenios avanzaron y estamos otra vez ante el mismo panorama de antaño, con una agravante: corruptio optimi pésima (la corrupción de lo óptimo engendra lo pésimo). Sí, el rechazo a la paz verdadera traída por el Verbo Encarnado es mucho peor que la impiedad antigua, y con consecuencias todavía más drásticas.
El orden fundamental del edificio de la paz deriva esencialmente del Evangelio y del Decálogo, o sea, del amor a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él (7), de donde florece la paz interior del hombre y la armonía con todos los demás, amados con auténtica caridad. Este es el mejor remedio para todos los males actuales, desde la “epidemia” de las de presiones –enfermedad paradigmática de nuestro siglo– hasta el terrorismo. Es indispensable que reconozcamos a Dios como nuestro Legislador y Señor, pues, si a lo largo de la vida no existe la moral individual ni familiar, menos aún habrá un verdadero equilibrio social e internacional. El caos de nuestros días nos lo demuestra en demasía.
Dado que la paz es fruto del Espíritu Santo, sin estar en gracia y sin practicar la caridad no podremos encontrarla. Por eso, quien se halla empedernido en el pecado no puede gozar de paz: “Los impíos son como un mar proceloso que no puede aquietarse, y cuyas olas remueven cieno y lodo. No hay paz, dice mi Dios, para los impíos” (Is 57, 20).
El mismo Isaías canta la prodigalidad y la grandeza de la bondad de Dios para los justos: “Porque así dice el Señor: Voy a derramar sobre ella [Jerusalén] la paz como un río, y la gloria de las naciones como torrente desbordado” (Is 66, 20).
E Esa es la razón más específica para el hecho que Jesús haya deseado una segunda vez la paz a sus discípulos. Él es el autor de la gracia y, por lo tanto, el autor de la paz:“Cristo es nuestra paz”(Ef 2, 14);“La gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús”(Jn 1, 17).
Sólo después de ese segundo voto de paz, Jesús envía a sus discípulos a la acción, dejando en claro que jamás debemos dejarnos tomar por el afán de los quehaceres, perdiendo la serenidad. Uno de los elementos esenciales para el apostolado fructífero es la paz de alma de quien lo realiza.
Otro importante aspecto que considerar en este versículo es la afirmación del principio de mediación, tan agradable a Dios. Jesús se presenta aquí como el Mediador Supremo junto al Padre, y al mismo tiempo constituye a los apóstoles en mediadores entre el pueblo y Él. Eso nos permite medir qué engañosas son las máximas igualitarias al intentar destruir la noción de jerarquía.
22 Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo».
La fiesta de hoy celebra la venida del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles, que la primera lectura narra tan bien (Hch 2, 1-11). Este acontecimiento sucedió después de la subida de Jesús al Cielo; tal vez de eso deriva el hecho que algunos nieguen la realidad del gran misterio que obró en la ocasión descrita por el versículo analizado. Dicho error, más explícito a comienzos del s. VI, fue solemnemente condenado por la Iglesia en el V Concilio Ecuménico de Constantinopla, el 522:“Si alguien defiende al impío Teodoro de Mopsuestia, que afirma[…]que luego de la Resurrección, cuando el Señor sopló sobre los discípulos y les dijo ‘Recibid el Espíritu Santo’ (Jn 20, 22), no les dio el Espíritu Santo sino que tan sólo lo hizo figurativamente[…], sea anatema”(8).
El Espíritu Santo no procede solamente del Padre sino también del Hijo. Es el Amor entre ambos. ¿Y cómo definir al amor? Es mucho más fácil sentirlo que definirlo. Dos amigos que se quieren mucho, al encontrarse después de un largo período de separación, se abrazan fuertemente y llenos de alegría. ¿Qué significa ese gesto tan espontáneo y efusivo, sino la manifestación de un amor recíproco? En ese momento, los dos casi desean una fusión de sus seres. El interior de las madres se deshace, pareciera que les arrancaran las entrañas, cuando ven partir a sus hijos. Los que se aman quieren estar juntos y mirarse. Y mientras más robusto sea el amor, más grande será la inclinación a unirse.
Ahora bien, cuando los dos seres que se aman son infinitos y eternos, ese impulso de unión jamás podrá contenerse en los estrechos límites de una mera tendencia emocional, como sucede muchas veces entre nosotros los hombres. Entre el Padre y el Hijo ese Amor es tan vigoroso que hace proceder una Tercera Persona, el Espíritu Santo.
Nuestros amores, no raras veces, son volubles. Dios, muy al contrario –porque se contempla a sí mismo, Bueno, Verdadero y Bello, eterna e irresistiblemente–, se ama desde siempre y para siempre, y tal como asevera san Agustín, de ese amor hace proceder una Tercera Persona infinita, santa y eterna, el Divino Espíritu Santo. El amor es eminentemente difusivo y por eso tiende a comunicarse, a entregarse. Es curiosa la diferencia de forma empleada por una y otra Persona para comunicarse con los hombres.
El Hijo vino a este mundo asumiendo nuestra naturaleza en humildad y oscurecimiento. Por el contrario, el Espíritu Santo, sin asumir otranaturaleza, marca su presencia con símbolos de estrépito y majestad. La faz de la tierra será renovada por Él; por eso las muestras de esplendor, fuerza y rapidez de los fenómenos físicos que acompañaron su infusión de gracias en quienes se hallaban reunidos en el Cenáculo (según la primera lectura de hoy), pues deberían ser apóstoles y testigos. Era preciso que fueran iluminados y protegidos, y que supiesen enseñar. En el Evangelio de Juan, esa donación del Espíritu Santo tiene en vista la facultad de perdonar los pecados:
23 «A quienes perdonéis los peca dos, les serán perdonados, a quienes se los retengáis, les serán retenidos».
¡Qué grande es el don concedido a los mortales por medio de los sacerdotes: el perdón de los pecados! De otro lado, qué inmensa es la responsabilidad de un Ministro de Dios, del que dice san Juan Crisóstomo:“Si el sacerdote hubo llevado bien su propia vida pero no cuidó con diligencia la de los demás, se condenará con los réprobos”(9).
III – CONCLUSIÓN
¡Cómo se habla de paz hoy en día, y cómo se vive al extremo opuesto! El interior de los corazones está lleno de tedio, preocupación, miedo, desánimo y frustración, cuando no de orgullo, sensualidad y falta de pudor. La institución de la familia va convirtiéndose en pieza de anticuario. El ansia de obtener, sin importar el medio ni tomar en cuenta el derecho ajeno, caracteriza a todas las naciones de los últimos tiempos. En síntesis, no hay paz individual ni familiar ni al interior de las naciones.
He ahí por que deben volverse nuestros ojos hacia la Reina de la Paz, a fin de rogar su poderosa intercesión para que su Divino Hijo nos envíe un nuevo Pentecostés y así se renueve la faz de la tierra, como la mejor solución para el gran caos contemporáneo.
(Revista Heraldos del Evangelio, Mayo/2005, n. 41, pag. 6 a 11)
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Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas.
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