El lenguaje evangélico está hecho todo él de dulzura. Pensemos, por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano; en la imagen de la gallina con sus polluelos, la de los lirios del campo; en el sermón de la montaña: las bienaventuranzas…
No obstante, ese mismo Jesús tendrá en ocasiones unas palabras sorprendentemente duras, que a muchos les agrada menos considerar, como cuando llama al Templo profanado “cueva de bandidos” (Lc 19, 46) y a los fariseos, hijos del diablo (cf. Jn 8, 44); sobre todo cuando afirma, contra toda expectativa: “No he venido a sembrar paz, sino espada” (Mt 10, 34)… Él, ¡el “Príncipe de la paz” (Is 9, 5)! Además, Cristo enseña encima que “el Reino de los Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12).
En efecto, desde los gritos “¡No serviré!”, de Lucifer, y “¿Quién como Dios?”, de San Miguel, existe una lucha entre el bien y el mal que atraviesa la Historia de punta a punta y muchas veces se reviste de las apariencias de una constante victoria del mal.
De hecho, ¿no da la impresión de que el Antiguo Testamento narra el repetido fracaso de los planes de Dios? El proyecto inicial del paraíso se vio frustrado por el pecado de Adán, entre cuyos hijos se manifiesta el crimen… Después del Diluvio, a la alianza hecha con Noé le sigue una nueva infidelidad, en la tentativa de construir la torre de Babel… Con vistas a formar para sí un pueblo, Dios elige a Abrahán, cuyos nietos persiguen a José… Entonces surge una nueva alianza con Moisés, ¡cuántas veces rota con transgresiones idólatras, de las que el becerro de oro fue un mero preámbulo! Finalmente, parecía que David había alcanzado una alianza definitiva; sin embargo, con su hijo Salomón, los judíos volvieron a la idolatría. ¿Siempre el mal vencería al bien, la mentira imperaría sobre la verdad y lo feo ofuscaría la belleza?
No. Cada cosa tiene su momento (cf. Ecl 3, 1) y, desde toda la eternidad, Dios se ha reservado el tiempo en el que se restablecería la justicia y triunfaría la santidad: una lectura atenta del Apocalipsis nos muestra que ahí no está solamente una descripción del fin del mundo, sino también la revelación de un momento anterior en el que Dios vindica su propia santidad y demuestra el poder de su mano (cf. Ap 11, 17-18), seguido de un período en que Él reina (cf. Ap 20, 4-6) y en el cual el bien triunfa sobre el mal, la verdad aplasta al error y lo bello resplandece, disolviendo la fealdad.
Sólo entonces tienen sentido ciertas profecías, como las de Isaías (cf. Is 11, 6-16), que aún no se han cumplido.
Lejos de ser un Creador que, distante, observa la ruina de sus propios planes, entregados a los desvaríos de los delincuentes habitantes de la tierra, Dios gobierna todo en su sabiduría eterna, como “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19, 16). Nada escapa a su mirada vengadora y justísima, tanto para premiar el bien practicado como para castigar las malas acciones. Así pues, llegará la hora de su intervención que, aun siendo terrible, conllevará después el júbilo de la suprema era de la misericordia y de la paz de Cristo, en el Reino de Cristo: la paz de María, en el Reino de María.