Si Colombia es un jardín mariano, la Virgen de Chiquinquirá es la primera flor de ese vergel. Sus mercedes son prenda y promesa del auxilio restaurador de María Santísima.
Colombia, tierra de la Virgen; Colombia, jardín mariano!”.1 Esta bella exclamación de Pío XII adquiere todo su sentido cuando pensamos en las numerosas advocaciones de María que marcan a ese país y en los providenciales pormenores de la historia de muchas de ellas. Baste recordar a Nuestra Señora de la Peña, a Nuestra Señora de las Lajas, a Nuestra Señora del Milagro, a Nuestra Señora de Torcoroma…
La milagrosa imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá en su actual estado
|
Todas estas advocaciones marianas componen un maravilloso vergel, cuya primera flor fue la Virgen de Chiquinquirá.
Un sencillo y piadoso cuadro
Su historia comienza en 1560, cuando el caballero español Antonio de Santana recibe la administración de la encomienda de indios de Suta, actual municipio de Sutamarchán, situado a unos 170 kilómetros al norte de Bogotá y al oeste de la cercana Tunja, capital del departamento. El encomendero le tenía una enorme devoción a la Virgen del Rosario y por ese motivo le pide al fraile dominico Andrés de Jadraque que le consiguiera una imagen de dicha advocación para que presidiera la rústica capilla que había construido en el lugar.
Fray Andrés viajó hasta Tunja para encargarle el trabajo a un artista, también español, llamado Alonso de Narváez. La pintura fue realizada sobre un lienzo de algodón, tejido por los indios, utilizando una mezcla de tierra de colores y extractos de hierbas y flores, a la usanza indígena. Al no ser la tela del todo cuadrada sobraba espacio a ambos lados de la imagen; entonces a su derecha se incluyó a San Antonio de Padua, patrón del cliente, y a su izquierda a San Andrés, patrón del fraile.
En 1562 ya estaba lista la obra. El encomendero quedó muy contento al contemplar la figura de María Santísima, que vestía un manto carmesí y llevaba en sus brazos al Niño Jesús, el cual jugueteaba con un pajarito. Le agradaron asimismo los dos santos que acompañaban a la Señora del Rosario.
Pero las inclemencias del tiempo, la escasa protección proporcionada por el techo de paja de la primitiva capilla y la precariedad de los materiales utilizados deterioraron de tal forma la pintura que, unos años después, cuando el P. Juan Alemán de Leguizamón fue a celebrar Misa allí le entraron escrúpulos de rezarla ante un cuadro de tan desvaídos colores y desdibujadas figuras y encima lleno de pequeños y grandes agujeros y roturas; por lo que pidió que fuera sustituido.
Parecía que era el final de la historia de esta imagen de la Virgen del Rosario, que durante tanto tiempo había alimentado la devoción del encomendero, de su esposa y sus vecinos.
La pintura recobra su esplendor
Tras la muerte de Antonio de Santana, su mujer, Catalina de Irlos, se instala en un terreno junto al río Chiquinquirá, llevando consigo el cuadro. De ese incipiente poblado nacería el futuro municipio del mismo nombre.
Cierto día, una pariente suya llamada María Ramos, piadosa terciaria dominica, decide sacar el cuadro del lugar secundario donde se encontraba e instalarlo en la capilla. Tenía el bastidor despedazado y el lienzo a duras penas dejaba entrever los rasgos originales, pero allí rezaba ella; rezaba y rezaba, y de vez en cuando decía: “¿Hasta cuándo, Rosa del Cielo, habéis de estar tan escondida?”.
Sobre las 9 de la mañana del 26 de diciembre de 1586 una india, llamada Isabel, pasa con su hijo delante de la capilla y el niño percibe que del cuadro salen unos vivísimos resplandores, particularmente del rostro de la Virgen, y se lo dice a su madre, quien enseguida sale corriendo a buscar a María Ramos. ¡Los colores de la pintura habían recobrado su esplendor, las figuras sus contornos! Poco a poco iban llegando los demás: Catalina de Irlos, Juana de Santana, Ana Domínguez… El rostro de la Virgen quedó encendido todo ese día.
Las crónicas registran que en julio de 1588 hubo una nueva renovación luminosa del cuadro y otras más a lo largo de los siglos.
Sin embargo, las roturas permanecían en el lienzo…
Los agujeros desaparecen milagrosamente
Meses después, el 5 de enero de 1589, mientras el P. Fernando de Rojas se estaba preparando para celebrar Misa, él y algunos feligreses que lo acompañaban vieron admirados cómo una nube blanca y brillante cubría la imagen; y así estuvo todo ese día y el siguiente, hasta el final de la tarde.
A partir de ese momento los agujeros se fueron cerrando hasta que desaparecieron por completo y desde entonces se multiplicaron los favores espirituales y materiales obtenidos por intercesión de la Virgen de Chiquinquirá. Son ellos prenda y promesa del auxilio restaurador que María Santísima dedica a todos sus devotos.
1 PÍO XII. Radiomensaje, 16/7/1946.