“Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”

Publicado el 10/01/2014

 

En su corta existencia llegó a un elevado grado de santidad. Por sus inmensos deseos y su vida de sacrificios, fue misionera sin salir del convento y se convirtió en Patrona de las Misiones. Inauguró una nueva senda espiritual y fue proclamada Doctora de la Iglesia.


 

SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS

 

Era un 30 de septiembre de 1897. Cerca de las 16 horas, la comunidad del Carmelo de Lisieux, en Francia, se reunió en torno al lecho de una religiosa que, con tan sólo 24 años de edad, parecía entrar en agonía. A la hora del Ángelus, miró largamente a la Virgen de la Sonrisa, que siempre la había protegido en su breve existencia. Sujetaba con firmeza el crucifijo.

 

Notando que la enferma parecía tardar un poco más en esta tierra, la superiora dispensó a la comunidad. Pero enseguida sonó la campana de la enfermería y las religiosas regresaron a toda prisa, a tiempo para presenciar una sublime escena.

 

Con los ojos puestos en el crucifijo, la agonizante pronunció esta breve frase: “Dios mío… yo… ¡Te amo!”. Su semblante se iluminó, parecía estar en éxtasis. Durante algunos instantes, su mirada se posó un poco por debajo de la imagen de María que tenía en la cabecera. Después cerró los ojos y, con una sonrisa en los labios, entregó su alma al Creador.

 

Santidad fulgurante y… desapercibida

 

Era costumbre que durante las exequias la madre superiora hiciera un pequeño discurso sobre la religiosa fallecida, exaltando sus virtudes y las obras que había realizado dentro de las paredes benditas del Carmelo. Sin embargo, la gran santidad de la Hermana Teresita había pasado desapercibida a tal punto, que dos monjas comentaban entre sí: “¿Qué irá a decir nuestra Madre de esta hermanita que llevó una vida tan inexpresiva entre nosotras?”.

 

“Tengo vocación de ser Apóstol… Quisiera recorrer la Tierra”

Eran incapaces de imaginar que estaba por comenzar la prodigiosa obra póstuma de esta desconocida carmelita, Santa Teresita del Niño Jesús y de la Sagrada Faz. Sin haber salido jamás del convento, fue declarada Patrona de las Misiones. Y hoy la maestra de la “pequeña vía” de santificación ha sido proclamada Doctora de la Iglesia.

 

Infancia impregnada de piedad

 

El 2 de enero de 1873 nació en Alençon, Francia, María Francisca Teresa Martin. De sus santos padres –Louis y Zélie Martin, que fueron proclamados venerables en 1994 y están a punto de ser beatificados– aprendió a amar a Jesús y a María. Quedó huérfana de madre a los 4 años. Pero en ese corto tiempo de convivencia recibió mucho cariño materno.

 

A los dos años escuchó decir que su hermana Paulina sería religiosa. A esa edad no sabía bien de lo que se trataba, pero decidió: “También seré religiosa”. Y añade en sus memorias: “Luego de esto, nunca más cambié de resolución”. Un poco más adelante, afirma: “Desde la edad de tres años, comencé a no rechazar nada que el buen Dios me pidiese.”

 

Tras la muerte de la madre, tomó a su hermana Paulina como su “mamita”. Ésta –junto al padre y a las otras tres hermanas– cuidó a la pequeñita con extremado desvelo, dándole una educación afectuosa y firme.

 

Una nueva vía: la “pequeña vía”, la vía del abandono en las manos de Dios.

 

La familia se cambió a Lisieux, estableciéndose en una casa denominada “Buissonnets” (matorrales). Cerca de ese lugar residía un tío de la santa, el Sr. Guérin, cuya virtuosa esposa se encargó de asistir a las sobrinas huérfanas de madre.

 

Una cura milagrosa

 

Reliquias de Santa Teresita Carmelo de Lisieux

Algunos años después Paulina entró al Carmelo, lo que significó una nueva pérdida para Teresita, entonces con nueve años de edad, pero fortaleció su convicción de ser también ella una carmelita. En esta época, la acometió una extraña enfermedad que, más allá de las molestias físicas, le causaba terribles sufrimientos psíquicos. “Yo decía y hacía cosas que no pensaba. Casi siempre parecía delirar, diciendo palabras sin sentido”, cuenta ella. Según los diagnósticos médicos, esa enfermedad podría trastornarla, si acaso no la hacía morir.

 

La Santísima Virgen la curó, como nos cuenta ella misma:

 

“Sin encontrar socorro alguno en la tierra, me volví hacia mi Madre del Cielo y le supliqué con todo ardor que tuviera por fin piedad de mí. De repente, la Santísima Virgen me pareció linda, tan linda que nunca había visto yo nada tan hermoso. Su rostro irradiaba una inefable bondad y ternura, pero lo que llegó a lo profundo de mi alma fue su sonrisa arrebatadora. Entonces se disiparon todos mis sufrimientos. (…) ¡Oh –pensé conmigo misma– la Santísima Virgen me sonrió! Qué feliz soy…” (Manuscritos, § 94).

 

Santa decidida y audaz

 

En lugar de jugar como las otras niñas, Teresita prefería colocar su alma frente a los panoramas de la contemplación. Le gustaba mucho la lectura, sobre todo ciertas historias de caballería. Leyendo el relato de las heroicas hazañas de Santa Juana de Arco, sentía en sí el mismo ardor y la misma inspiración celestial, con un fuerte deseo de imitarla. Con esas lecturas, recibió una gracia que consideró una de las más grandes de su vida: comprender que había nacido para la gloria de los Cielos, ¡había nacido para ser santa!

 

Decidió entrar enseguida al Carmelo de Lisieux, donde ya se encontraban sus hermanas Paulina y María. Habló con su bondadoso padre, que consintió pese al sufrimiento de la separación, considerándose privilegiado con que Jesús tomara por esposa a una más de sus hijas.

 

Pero no era muy común recibir a una novicia de 15 años apenas… Teresita no se desanimó ante la negativa del padre superior del Carmelo. Se manifestó decidida a recurrir al obispo, e incluso al Papa si necesario fuese.

 

¡Y lo hizo! Luego de un infructuoso recurso al obispo, se fue a Roma donde, arrodillada a los pies de León XIII, con los ojos inundados de lágrimas, expuso su deseo:

 

Una nueva vía:
la “pequeña vía”, la vía del abandono en las manos de Dios.

–¡Santísimo Padre, vengo a pediros una gran gracia!

 

Sorprendido, éste se inclinó para oír bien, sonrió al escuchar su pedido y le respondió que los superiores decidirían. Ella replicó que, a una palabra suya, todos consentirían.

 

–Vamos a ver… ¡Entrarás si el buen Dios así lo quiere! – dijo el Papa.

 

Luchas en la vida carmelita

 

Y el buen Dios así lo quiso. Tres meses después, la valiente joven traspuso los umbrales del Carmelo, adoptando el nombre de Teresita del Niño Jesús y de la Sagrada Faz, porque en su alma calaban hondo la infancia y la Pasión del Salvador.

 

En la confesión general que hizo antes de recibir el hábito de novicia, escuchó del confesor, Padre Pichon, esta consoladora afirmación: “En presencia del buen Dios, de la Santísima Virgen y de todos los Santos, declaro que jamás cometiste un solo pecado mortal”.

 

Pero como tantas veces le ocurre a los Santos, las otras monjas no se daban cuenta de la grandeza de alma de aquella carmelita que se hacía tan pequeña. En toda su vida religiosa dio siempre buenos ejemplos y aceptó con agrado todas las humillaciones. Sin nunca desanimarse, procuraba cumplir la voluntad de Dios prestando servicio a los demás, y siempre tenía una sonrisa para todas.

 

Trabó una lucha incesante para vencerse a sí misma, sobre todo en los problemas propios de la vida comunitaria. Por ejemplo, en el recreo buscaba conversar con las de trato más difícil; soportaba pacientemente el irritante ruido que hacía una monja mientras estaban en el coro; no se quejaba cuando una hermana de hábito le salpicaba agua sucia a la hora de lavar la ropa. Sin cesar, ofrecía a Dios esos innumerables pequeños sacrificios como oración y oblación.

 

De esta manera dio inicio a una nueva vía espiritual: la “pequeña vía”, la vía del abandono en las manos de Dios, la vía de la infancia espiritual, que todas las almas, hasta las más débiles, pueden recorrer para santificarse. Todo lo hacía por amor a Dios. Sabía que solamente con el auxilio de la gracia vencería las dificultades. Le gustaba decir: “¡Todo es gracia!”.

 

Patrona de las misiones

 

Enclaustrada en los muros del Carmelo, deseaba conquistar el mundo entero para Jesús:

 

“Tengo vocación de Apóstol… Quisiera recorrer la tierra, pregonar tu nombre e implantar en tierra de infieles tu gloriosa Cruz. Pero, oh Bienamado mío, una única misión no me bastaría. Quisiera anunciar, al mismo tiempo, el Evangelio en las cinco partes del mundo, hasta en las más remotas… Quisiera ser misionera no sólo unos años, sino hasta la consumación de los siglos… Pero por encima de todo quisiera, oh mi amado Salvador, derramar por Ti hasta la última gota de mi sangre…” (Manuscritos, § 251).

 

Por sus ardientes oraciones y continuos sacrificios, convirtió en obras esos anhelos. Y fue proclamada por el Papa Pío XI, en 1927, patrona principal de todos los misioneros y de las misiones existentes en todo el mundo.

 

La víctima expiatoria en su lecho de muerte

“SIENTO EN MÍ OTRAS VOCACIONES”

 

Ser tu esposa, oh Jesús, ser carmelita, ser madre de las almas por la unión contigo, debería ser suficiente para mí… Pero no es lo que sucede… Sin duda que esas tres prerrogativas constituyen exactamente mi vocación: Carmelita, Esposa y Madre. Con todo, siento en mí otras vocaciones. Siento en mí la vocación de GUERRERO, de SACERDOTE, de APÓSTOL, de DOCTOR y de MÁRTIR. Siento, por fin, la necesidad, el deseo de realizar por Ti, Jesús, todas las obras, las más heroicas… Siento en el alma el valor de un Cruzado, de Suabo Pontificio. Desearía morir en el campo de batalla en defensa de la Iglesia… (Manuscritos, § 250)

Víctima expiatoria

 

Comprendiendo que podría realizar todos sus inmensos deseos de trabajar por la salvación de las almas y glorificación de la Santa Iglesia, y sobre todo de “vivir en un acto de perfecto Amor”, hizo en 1895 el sublime “ofrecimiento como víctima expiatoria al amor misericordioso de Dios”.

 

Y la Divina Providencia aceptó el ofrecimiento.

 

En la noche de Viernes Santo de 1896, luego de permanecer ante el Santísimo Sacramento hasta la medianoche, Santa Teresita se recogió a su celda. No bien había puesto la cabeza sobre la almohada, cuando sintió un borbotón de algo efervescente que le subía por la garganta y llegaba a los labios. No sabía lo que era, pero intuyó que se trataba de una hemoptisis. ¿Sería tuberculosis? Por la mañana verificó que su sospecha se confirmaba: era tuberculosa.

 

¡La alegría invadió su alma, pues el ofrecimiento había sido aceptado!… Sentía que Jesús, el mismo día de su Pasión y muerte, le daba la primera señal de que pronto la llevaría con Él.

 

Pasó un año de muchas pruebas y sufrimientos, sobre todo la “noche oscura del alma”, de la que hablan los autores místicos, la prueba de la Fe. Su alma estaba en completa aridez. Parecía como si Dios la hubiera abandonado. Pero nunca perdió la tranquilidad ni la alegría.

 

El 19 de agosto comulgó por última vez.

 

Un mes antes de su muerte, el sacerdote que la atendió en confesión comentó, muy conmovido, al salir de la enfermería: “¡Qué alma más hermosa! Por lo que parece, está confirmada en gracia.”

 

En 1895 hizo el sublime “ofrecimiento como víctima expiatoria al amor misericordioso de Dios”

Desde el Cielo, Santa Teresita cumplió su promesa de hacer el bien en la tierra.

 

Pocos santos tuvieron una irradiación tan grande en tan poco tiempo. Tal como Moisés abrió el Mar Rojo para el paso del pueblo elegido, así el Ángel del Carmelo abrió a las futuras generaciones, tan débiles y necesitadas, una esplendorosa senda hacia el Cielo.

 

La Iglesia celebra su fiesta el 1° de octubre. Por concesión de la Santa Sede, los Heraldos del Evangelio tienen el privilegio de recibir ese día una Indulgencia Plenaria, observando las condiciones de costumbre.

 

 

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