Al llevar en su seno virginal al Salvador del género humano, la Santísima Virgen fue, de algún modo, ¡Reina del fruto sagrado de sus entrañas, el Mesías esperado por las naciones!
Plinio Corrêa de Oliveira
¿Cuál es el fundamento de la realeza de Nuestra Señora? ¿Por qué es Reina? ¿En qué consiste este título? Antes de más nada, cumple considerar que le conviene a un rey ser hijo de una reina. Ahora bien, siendo Nuestro Señor Jesucristo Rey de todos los hombres – ya sea en cuanto Dios, ya sea en cuanto hombre –, la realeza de Nuestra Señora resulta del hecho de ser la Madre del Rey. Sin embargo, también hay una razón más profunda.
Virgen concebida sin pecado original, cuyas oraciones trajeron el Salvador al mundo
Desde el pecado de Adán, hubo cuatro mil años de separación entre Dios y los hombres durante los cuales no se podía ir al Cielo; los hombres se quedaban en el Limbo, esperando el momento en que Nuestro Señor Jesucristo naciese y rescatase a la humanidad.
Se aguardaba, entonces, que Dios crease aquella Virgen excepcional, dotada de una santidad y de una perfección que los hombres jamás podrían imaginar, e de cuyo vientre nacería el Salvador.
Viendo el estado miserable de la humanidad, María Santísima le pedía a Dios que enviase al Salvador a la Tierra en sus días. Ella ansiaba, también, conocer a la Madre del Salvador y poder servirla como criada o esclava. Nos podemos imaginar el estremecimiento de alma de Nuestra Señora, cuando tuvo conocimiento, por la salutación angélica, de que esa persona era Ella misma. ¿Cuál fue el sobresalto virtuoso, santo y al mismo tiempo jubiloso de su alma, viendo que había sido escogida para ser la Madre de Dios?
Comprendemos bien, entonces, la perfección de la respuesta de la Virgen al Ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1,38). Es decir: “Juzgué que no merecía, que no estaba a mi alcance, pero, una vez que el convite viene de Dios, hágase en mí según tu palabra.” En ese momento, el Espíritu Santo actuó en Nuestra Señora y en Ella fue concebido Nuestro Señor Jesucristo.
Las relaciones de alma entre el Hijo y la Madre durante la gestación
Comenzaba entonces el período bellísimo en el cual Nuestro Señor Jesucristo vivió en María. Durante todo el tiempo de la gestación, Ella fue el sagrario dentro del cual Nuestro Señor le daba gloria al Padre Eterno.
Por el conocido proceso de desarrollo del niño en el claustro materno, El recibía de Ella, continuamente, los elementos necesarios para la formación de su cuerpo. Pero no debemos imaginar que esta relación tan íntima entre madre e hijo, cuando éste vive en el claustro materno, fuese tan sólo física y corpórea. También era una relación espiritual y sobrenatural.
A medida que Nuestro Señor iba formando su propio Cuerpo del cuerpo y de la sangre de María, se establecían relaciones de alma entre Él y Ella cada vez más íntimas, de manera tal que, en el momento del nacimiento, el proceso de unión de Jesús con Nuestra Señora también llegó a su término. Y en Belén, cuando Ella lo contempló con sus propios ojos por primera vez, había terminado un proceso intimísimo de unión, cuyo verdadero alcance sólo podremos comprender en el Cielo, en la medida en que no haya en esa realidad tan sublime misterios que sobrepujen cualquier comprensión.
Nuestra Señora fue, de algún modo, Reina de Nuestro Señor Jesucristo
Pero no debemos imaginar que, al nacer Nuestro Señor Jesucristo, su unión con Ella disminuyó; por el contrario, siendo la Virgen María cada vez más santa y perfecta, su unión con Él se desarrolló cada vez más, de tal forma que la unión que hubo durante toda la gestación de Nuestro Señor Jesucristo, después de su nacimiento fue creciendo aún más. Nuestra Señora tenía más unión con Él en el momento de la muerte de Jesús, que en cualquier otra ocasión de la vida, porque en ese momento las relaciones entre los dos habían llegado a un ápice.
O sea, cuando vivía en Nuestra Señora, Jesús estaba con relación a Ella en una dependencia completa, como está el hijo en el claustro materno, que no tiene voluntad propia, sino que depende enteramente de la madre. Nuestro Señor no se iba a hacer independiente después de su nacimiento. Por el contrario, celebramos la obediencia, la unión de Él con sus padres. Es decir, Nuestra Señora tuvo una autoridad materna cada vez más enriquecida con relación a Nuestro Señor, hasta el momento en que Él murió.
Entonces, Nuestra Señora fue, a ese título, de algún modo, Reina de Nuestro Señor. Y quien es Reina de Nuestro Señor es Reina de todo, evidentemente. La realeza de María viene del poder y de la autoridad que Ella ejerció sobre Aquél que es el Poder y la Autoridad, y que Nuestra Señora conservó hasta el fin de sus días, y tiene en el Cielo.
Así comprendemos por qué Nuestra Señora es llamada la omnipotencia suplicante. Ella es apenas una criatura humana, una esclava de Dios. Pero, como Madre de Dios, su súplica es omnipotente. Por voluntad de Dios, todos sus pedidos son atendidos. Aquella que siempre es atendida por el Rey del Universo, evidentemente es la Reina del Universo. La realeza de María tiene como punto de partida la realeza de Ella sobre Nuestro Señor Jesucristo.
Por lo tanto, es una realeza que contiene en sí todas las otras realezas, todas las alegrías, todos los derechos, etc. Su autoridad sobre la Iglesia, sobre cada católico, resulta de ese hecho: Ella es la Madre de Dios y tiene esa relación con Dios. Por lo tanto, es la Reina.
Por ser la Medianera Universal, Nuestra Señora es la Reina de cada alma, individualmente
¿Qué significa la realeza de María, no vista desde ese ángulo altísimo, sino desde un aspecto más accesible a la consideración de todos nosotros, los hombres?
Todas nuestras oraciones, todos nuestros actos de adoración, de acción de gracias, de reparación, de alabanza, que queremos hacer subir al trono de Dios, deben ser hechos por medio de Nuestra Señora.
En sentido inverso, todos los dones que recibimos del Cielo vienen por medio de Nuestra Señora. De tal manera que Ella es el canal necesario entre nosotros y Dios. No es necesario por la naturaleza de las cosas, sino que Dios, por un acto suyo de libre voluntad, estableció que fuese así. Ella es, por lo tanto, la Medianera de todas las gracias.
Es una verdad de Fe que todo lo que todos los santos pidiesen sin ser por intermedio de Nuestra Señora, no lo recibirían. Sin embargo, todo lo que María Santísima pide, sin que ningún santo pida, lo recibe. Así comprendemos que, cualquier oración que hagamos, o es dirigida por medio de Nuestra Señora, o Dios Nuestro Señor la ignora. Ella es la Medianera Universal de todas las oraciones que se dirigen a Dios, el canal de todas las gracias que Dios concede a los hombres.
Esta gran verdad coloca a Nuestra Señora en la posición que Ella debe tener en el culto católico. Y está contenida, en gran medida, en el libro de San Luis Grignion de Montfort a respecto de la verdadera devoción a María Santísima. Es decir, el principio de la esclavitud a Nuestra Señora se fundamenta en gran parte en esa gran verdad, que va a la par de la verdad de que la Santísima Virgen es la omnipotencia suplicante.
En último análisis, mi vida es dirigida, ritmada y orientada según los designios de la Providencia, de acuerdo con las gracias que recibo. Así siendo, Nuestra Señora es mi Reina, y Ella dispone de mí como quiere. Mi vida espiritual tiene a María Santísima Como centro. Ella es, por lo tanto, Reina de cada uno individualmente, pues, al conceder esas gracias, Nuestra Señora gobierna las almas. Ella es, por lo tanto, Reina de todas las almas, Reina de los corazones.
La Reina de los corazones, por acción de la gracia
Esta es una linda invocación, cuyo sentido es necesario entender, y está muy relacionada con la devoción a Nuestra Señora según la escuela de San Luis María Grignion de Montfort.
¿Qué es ser Reina de los corazones?
El corazón no es, principalmente, símbolo de la ternura y del afecto. En el lenguaje de la Escritura, evidentemente – el sentido empleado por la Iglesia cuando habla de Nuestra Señora Reina de los corazones –, el corazón significa el ánimo, la mentalidad, la voluntad del hombre.
Ser Reina de los corazones significa que María Santísima tiene poder sobre la mente y la voluntad de los hombres. Ella puede desvencijar a los hombres de sus defectos y hacer el bien tan vivo y atrayente, que los lleve – no por una imposición tiránica, sino por la acción de la gracia – a donde Ella quiera. Por tanto, Nuestra Señora Reina de los corazones es, por excelencia, Nuestra Señora Reina.
Nuestra Señora también es Reina de la sociedad humana
Como María Santísima es Reina del corazón, de la mentalidad de cada hombre individualmente considerado, podemos decir que Ella es Reina de la sociedad humana, de la opinión pública, porque ésta no es sino la suma de todas las mentalidades, en cuanto relacionadas unas con las otras, influenciándose recíprocamente.
¿Qué quiere decir eso concretamente?
Dios no creó el universo al acaso; Él hace todo con cuenta, peso y medida. Consideremos el enorme número de camarones que existe en el mar, y el número que hubo desde el inicio del mundo y que habrá hasta el fin. Esa inmensa cantidad de camarones forma una colección que expresa la naturaleza “camarónica”, si así se puede decir, en todos sus aspectos, de tal manera que, cuando llegue el momento en que el último camarón creado se extinga, está constituida una serie admirable de camarones que desaparecieron, pero que quedan en las realizaciones de Dios y en la historia del universo como una perfección hecha por Dios.
Así también, cuando estén reunidos en el valle de Josafá para ser juzgados, los hombres notarán que son una colección, y que todo cuanto hay de posible en la naturaleza humana fue expresado, de algún modo, por cada hombre. De manera que en la obra de Dios faltaría algo si tal hombre no hubiese sido creado. Cada uno tiene un papel en un plano altísimo, que se revelará por ocasión del Juicio Final. Y después quedará revelado, para siempre, cuál fue el plan de Dios con el género humano, y cuáles personas fueron llamadas al Cielo porque merecieron, y cuáles fueron al Infierno.
Así, los hombres son susceptibles de ser vistos en una mirada de conjunto. Y el género humano visto en torno de Aquél que es su expresión más perfecta, y contiene y sublima todo cuanto hay de bello en el género humano: Nuestro Señor Jesucristo. E infinitamente después de Él, pero inconmensurablemente antes que todos los hombres, la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, Nuestra Señora.
Esa colección de hombres que hay, hubo y habrá, se llama género humano. Y dentro del género humano no existe un salto. Los grandes saltos no están dentro de la regla general de la obra del Creador. Entre el género humano y cada hombre individualmente, existen los grandes grupos humanos, que son las razas. Dentro de las razas, las naciones; dentro de las naciones, las regiones; de las regiones, las ciudades; de las ciudades, las familias; y dentro de las familias, los hombres. Es decir, forman un conjunto de grupos que unen el hombre al grupo supremo: el género humano; constituyen, entonces, desde la A hasta la Z, la estructura de la humanidad.
En este sentido, ¿qué es una nación, qué es un país? Es, a su vez, una especie de colección, uno de los aspectos de la humanidad que se revela de un modo determinado; un denominador común de todos los hombres que constituyen esa nación, y que expresan una virtualidad de la naturaleza humana. Ese todo repite de algún modo, dentro de sí, al género humano. Esa colección es como un mosaico, constituido por individuos vivos, pero que tiene una proyección en la Historia y una continuación en los que vivirán. Esto constituye propiamente, en su visión completa, la sociedad humana.
Nuestra Señora es, por lo tanto, Reina de esta enorme alma colectiva – si se puede usar esta metáfora – de la humanidad, que es la opinión pública, con todas las interacciones, las interinfluencias que la constituyen.
Una sociedad que acepta el gobierno de Nuestra Señora
¿Cómo obedece una sociedad a Nuestra Señora? San Agustín definió eso perfectamente, presentando una magnífica imagen de la sacralidad, del respeto, del orden, del bienestar del alma y del cuerpo.
Contra la afirmación de los paganos de su tiempo de que la causa de tantos desórdenes en el mundo se debía al hecho de haber católicos, el Obispo de Hipona hizo la siguiente interpelación: “¡Imaginad un reino donde el rey y los súbditos, los generales y los soldados, los padre y los hijos, los profesores y los alumnos son católicos y proceden de acuerdo con la Doctrina Católica! Tendréis la orden humana perfecta. Orden de paz, de gloria, de sabiduría, de esplendor, de felicidad.”
Ese orden nace del hecho de que todo el mundo hace la voluntad de Dios y, por lo tanto, la de Nuestra Señora, Reina. Esa es la descripción del orden humano, completamente diferente del desorden que hoy reina.
¿Por qué razón reina ese desorden? En el libro “Revolución y Contra-Revolución” intentamos explicar eso. La humanidad rompió con Nuestro Señor Jesucristo y con Nuestra Señora, al romper con la Santa Iglesia, porque sólo está unido a Nuestro Señor Jesucristo y a Nuestra Señora quien está unido a la Santa Iglesia Católica. Al romper cada vez más con la Santa Iglesia, el desorden fue penetrando en el mundo hasta el auge en que nos encontramos actualmente
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Están, entonces, los llamados a restaurar ese orden, a implantar el Reino de María: la sociedad humana que hará la voluntad de Nuestra Señora. Porque Nuestra Señora es la Reina efectiva de cada alma, de los grupos humanos menores: familia, municipio, región, y de los grupos humanos soberanos: las naciones, porque es la Reina efectiva del género humano. De ahí debe nacer el orden perfecto, que algún día existirá en su plenitud, antes de que se acabe el mundo.
Reina de cada uno y del mundo entero
Nosotros no vemos apenas con nostalgia las épocas católicas que hubo, sino, y sobretodo, vemos con esperanza la época católica que vendrá, el Reino de María, donde todas las cosas serán así.
¿Debemos vivir apenas con una gran nostalgia y con una gran esperanza? No. Tenemos la posibilidad de, cada uno dentro de sí mismo, proclamar el Reino de María, diciendo: “En mí, oh, Madre mía, sois Reina. Reconozco vuestro derecho y procuro atender vuestras órdenes.
Dadme lumen de inteligencia, fuerza de voluntad y espíritu de renuncia, para que vuestras órdenes sean efectivamente obedecidas por mí. Aunque el mundo entero se rebele y os niegue, yo os obedezco.”
En este torrente de desorden y de pecado que hay en la Tierra, el alma de quien afirma eso es como un brillante puro y adamantino. Así Nuestra Señora continúa teniendo enclaves en el mundo: los que se consagran a Ella, reconocen todo su poder sobre ellos y dicen: “esté el mundo tan rebelado como esté, me levanto y declaro: a mí me manda María Santísima, y por esa causa comienzo la Contra-Revolución, para que Ella también mande a los demás.”
Es la realeza de Nuestra Señora vista de dos lados: en cuanto mandando en mí y, en segundo lugar, haciéndome un soldado de la Contra-Revolución. Es decir, un varón que lucha para hacer efectiva la realeza de Nuestra Señora en la Tierra.
(Revista Dr. Plinio No. 173, agosto de 2012, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias del 31.5.1972, 31.5.1974 y 31.5.1975)
Reina de los Apóstoles
¿Cómo ejercía Nuestra Señora su realeza sobre los apóstoles?
Era una situación delicada, bajo todo punto de vista; una de esas situaciones que la sabiduría divina, por así decir, se empeña en resolver con un brillo especial. La Santísima Virgen era Reina del Cielo y de la Tierra. Por lo tanto, Reina y Madre de la Santa Iglesia Católica. Sin embargo, no poseía un cargo especial de jurisdicción en la Iglesia.
La jerarquía católica estuvo constituida desde el primer instante por el Papa, los obispos, y por los sacerdotes, encargados de participar, con los obispos y bajo sus órdenes, del gobierno de la Iglesia. Ahora bien, Nuestra Señora, siendo del sexo femenino, no podía pertenecer a la Jerarquía. Eso creaba una situación bonita y compleja: Ella era Reina de la Iglesia, pero dentro de la Iglesia era súbdita de aquellos de quien era Reina. María Santísima debía prestar, en cuanto miembro de la iglesia discente, homenaje, reverencia, obediencia, a aquellos de quienes era la Reina
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De otro lado, coloquémonos, por ejemplo, en la posición de San Pedro – el Jefe de la Iglesia, el Príncipe de los Apóstoles –: ¿dar órdenes a Nuestra Señora Reina? Él ordenaba y Ella obedecía. Pero, pensemos un poco… ¡Qué Reina!
Imaginemos – para tener una pálida idea de esa situación – que la esposa de un rey llegase de repente a una isla, dirigida por un pequeño gobernador de las tierras de su marido. La función de gobernador es suya, la reina reinante no gobierna propiamente. Pero, ¿qué va a determinar él con respecto a la reina?
Esa comparación no es enteramente apropiada. Porque Nuestra Señora no era apenas Reina, sino también Esposa del Espíritu Santo y Madre de Nuestro Señor Jesucristo, Rey de la Iglesia. Ella poseía una autoridad de otra naturaleza, de otro tipo, sobre la Iglesia Católica.
Ella obedecía a San Pedro con una obediencia efectiva, humilde, maravillada, llena de entusiasmo; nunca nadie obedeció mejor a la Sagrada Jerarquía que la Santísima Virgen, porque, siendo la obediencia a la Sagrada Jerarquía una virtud esencial, Nuestra Señora la practicó de un modo inconcebiblemente perfecto. Pero, por otro lado, Ella poseía ese reinado sobre las almas de los apóstoles, que a su vez ejercía de modo perfecto.
Es decir, Nuestra Señora tenía, antes que todo, un conocimiento profundo, bien entendido sobrenatural, de la mentalidad de todos los apóstoles, sacerdotes y discípulos de Nuestro Señor. Ella convivía y conversaba con ellos.
¿Qué era ese conversar? No pensemos que consistía apenas en unas pequeñas consultas. Debía ser normalmente un trato por el cual ellos y Nuestra Señora discurrían; ellos no iban a contarle novedades insípidas, banales, sino que hablaban de las cosas de Dios, y de tal manera, que había una comunicación de alma, una conversación.
Naturalmente, podemos comprender cómo sería la conversación de cualquier persona con Nuestra Señora: la persona balbucea alguna cosa y Ella se pone a hablar. El resto es encanto, veneración, admiración, absorción y todo lo que podamos imaginar.
Pero ellos también le decían alguna cosa. No eran soliloquios en los cuales apenas Ella hablaba. Ellos conversaban. Y, como buena Madre, a María Santísima le gustaba oír lo que le decían. Ella sabía cuál era la misión de cada uno en la Iglesia, porque conocía el pasado, el presente y el futuro. En la economía de la Providencia, Nuestra Señora conocía no sólo la función que ellos tenían o tendrían, sino también lo que Dios quería que hiciesen: de uno, que convirtiese un pueblo; de otro, que muriese lapidado; de otro, que construyese una iglesia; de otro, que transpusiese el mar y fuese a fundar una cristiandad en un lugar remoto.
Conociendo todo eso, en el trato que tenía con ellos iba predisponiendo el alma de cada uno de acuerdo con los designios de Dios. De ahí resultaba una convivencia lindísima, maravillosa, que los apóstoles y los que se acercaban a Ella sabían notar y respetar en el más alto grado.
Vemos entonces el efecto de Pentecostés. Los apóstoles, que habían convivido con Nuestro Señor, fueron tan fríos con el Redentor en la hora extrema; se diría que no lo entendieron. Pero después de haber recibido el Espíritu Santo, su vista quedó enteramente clara. Conociendo a la Madre de Dios, insondablemente perfecta, aunque infinitamente inferior a Nuestro Señor Jesucristo, no obstante, sabían admirarla, darle el aprecio y la veneración debida.
Así, en la Iglesia naciente Ella irradiaba, para un círculo inicial de personas, toda esa belleza. Hubo, entonces, un alto grado de devoción a Nuestra Señora. Y la primera expansión de la Iglesia fue intensamente iluminada por este fuego maravilloso: la presencia y la acción de María Santísima.
(Extraído de conferencia del 31.5.1972)