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Sacrificios por Jesús
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Entonces, pensó Pedro, ¿el dolor también puede estar presente en la vida de los niños? Y si Cristo, siendo un niño, sufrió tanto por mí, ¿qué puedo hacer para consolarlo?
Autora: Fernanda Cordeiro da Fonseca
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Anita y Pedro eran gemelos. Su nacimiento había sido un regalo de Dios para Procopio y Gabriela, pues sus hijos no trajeron sino bendiciones a su hogar, que había sido constituido hacía algunos años ya.
Los niños fueron bautizados enseguida y crecían saludables; eran tranquilos y muy alegres. Su extremosa madre les había enseñado, desde pequeñitos, a reconocer a Jesús y a la Virgen en las hermosas imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María entronizadas en su casa. Y siempre los llevaba a Misa con ella, en su carrito doble, donde permanecían silenciosos y comportados, prestando atención en todo, como si fueran capaces de comprender la profundidad del misterio eucarístico.
Dado que la familia tenía ciertas posesiones, los niños no conocían lo que era pasar por dificultades y en aquella tierna edad aún no se les había presentado ninguna ocasión para demostrar la generosidad de alma necesaria al enfrentarse a un sufrimiento.
Había llegado el tiempo de prepararse para la Primera Comunión.
A su regreso a casa después del trabajo, y tras haber rezado el Rosario en familia, don Procopio le tomaba la lección de Catecismo a sus hijos.
De esta forma, cuando llegaba el sábado, sabían responder de memoria todas las preguntas que el catequista les hacía, con lo que se ganaban innumerables estampitas como premio, que coleccionaban con verdadera piedad.
Ahora bien, más que memorizar la doctrina, los dos niños procuraban vivir según aquello que aprendían.
La fe crecía en sus corazoncitos y el deseo de recibir a Jesús, en el Santísimo Sacramento, aumentaba en ellos cada vez más.
En una de las clases de catequesis, Pedro ganó una estampita donde estaba representado el Niño Jesús crucificado, con una frase: “No pude hacer más por ti, para demostrarte mi amor”. Cuando la profesora se la entregó le explicó que Cristo, desde muy corta edad, conocía y aceptaba todo lo que tendría que sufrir en la Pasión por amor a nosotros. Y le exhortó a consolarlo en sus dolores, ofreciendo pequeños sacrificios por amor a Él.
El niño se quedó muy impresionado, pues siempre había visto a Jesús crucificado como un hombre maduro, nunca como un niño. Entonces, pensó, ¿el dolor también puede estar presente en la vida de los niños? Y si Cristo, siendo un niño, sufrió tanto por mí, ¿qué puedo hacer para consolarlo?
Durante el camino de vuelta a casa, le contó a su hermanita lo que llevaba en su corazón. También se quedó impresionada y juntos decidieron ofrecer algún sacrificio para aliviar los dolores del pequeño Jesús. Ya en su casa, Pedro le preguntó a su madre:
— Mamá, ¿qué es lo que sería un sacrificio para un niño como nosotros?
La buena señora, sorprendida por la pregunta, pensó un poco y le respondió:
— Ser obedientes y portarse bien.
Los dos hermanitos se extrañaron con la respuesta, pues ya eran obedientes y se portaban correctamente, y eso no les suponía ningún esfuerzo…
Anita dijo entonces:
— No, mamá, algo difícil, que nos cueste…
Doña Gabriela pensó un poco más y dijo:
— Pues entonces, podría ser que no gastaseis el dinero que la abuela os da para comprar helados y chocolates, y ofrecerla como limosna a algún necesitado.
Eso les pareció un poco más difícil…
Un día, antes de ir a la escuela, le llevaron el dinero a una señora inválida que se ponía en la puerta de la iglesia, viviendo de la caridad de los fieles. La alegría de la pobre mujer al recibir de los infantiles donantes aquella módica cantidad les llenó el alma de entusiasmo.
Sin embargo… cuando llegaron a casa, se encontraron con que había helado y chocolate de postre.
Los dos, decepcionados, pensaron: “¿Adónde ha ido a parar nuestro sacrificio, si no quedamos privados de comer lo que tanto nos gusta?”.
A la mañana siguiente, antes de ir a la escuela, su madre les preparó un sándwich caliente de jamón y queso, que era la delicia de los niños. Ese aroma de queso derretido impregnaba toda la casa. A pesar de ello, mientras se estaban arreglando, Pedro y Anita decidieron abstenerse del sabroso emparedado y llevárselo a la limpiadora de la escuela, que trabajaba mucho y nunca tenía nada que comer a la hora del recreo. Seguramente que pasaría hambre.
En la mesa, los niños se sirvieron el habitual chocolate con leche, pero limitándose a acompañarlo sólo con galletas. La madre estaba un poco decepcionada, sin entender el rechazo del manjar que había preparado con tanto cariño.
Entonces, Anita le pidió que envolviera los sándwiches y le explicó lo que habían pensado. Doña Gabriela, emocionada con esa generosidad de alma de sus pequeños, les dijo que con mucho gusto prepararía otros para la limpiadora de la escuela.
Y se podrían comer los suyos sin recelo.
— ¿Y dónde quedaría nuestro sacrificio para consolar al Niño Jesús?, preguntó Pedro.
Su madre, muy tocada con la respuesta, tuvo que contenerse para que no se le cayeran las lágrimas.
Cuando llegó el recreo, los dos niños se fueron corriendo hacia donde estaba la limpiadora y le dijeron contentos:
— Sra. Adelaida, hoy le hemos traído un regalo. ¡Mire!
Y le presentaron el paquete con los dos suculentos sándwiches.
Anita añadió:
— Como hemos visto que usted nunca come en la hora de nuestro almuerzo, pensábamos que se debe quedar con hambre…
La alegría de ver la gratitud de aquella señora tan sencilla y el apetito con el que apreciaba el obsequio, compensaba el pequeño vacío que sentían en el estómago por el frugal desayuno. Pero el hecho de estar demostrando con ese gesto su amor a Cristo, que se entregó por nosotros en la Cruz, los consolaba aún más.
Pasaron los meses y llegó, por fin, el gran día de la Primera Comunión.
Con estos y otros pequeños sacrificios, los niños se habían fortalecido para enfrentar las luchas de la vida, y sus almas inocentes, sin darse cuenta, se habían unido estrechamente a Jesús.
Así pues, cuando los acordes del órgano indicaban el comienzo de la ceremonia, los piadosos corazones de Anita y Pedro empezaron a latir con más fuerza: ardían en el deseo de recibirlo en cuerpo, sangre, alma y divinidad en el sacramento de la Eucaristía.
Durante la Misa se sintieron inundados de gracias, y éstas fueron in crescendo hasta alcanzar el auge en el momento de la Comunión.
Jesús, al entrar en esas almas puras y generosas, quería que este primer encuentro eucarístico con ellas fuera inolvidable, para que sintieran cómo le habían agradado sus sacrificios, pequeños en apariencia, pero de gran valor para Dios.
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