Varón de fuego, consejero de papas y monarcas, denominado por el Papa Inocencio II como “muralla inexpugnable que sostiene a la Iglesia”, san Bernardo fue también un admirable heraldo de la Virgen María y uno de los primeros apóstoles de la mediación universal de la Madre de Dios
El ambiente era de expectación y gravedad. La multitud se apiñaba, silenciosa, en torno a un hombre todavía joven, de semblante austero, que predicaba a orillas del río. Su voz profunda y armoniosa transmitía una insondable paz de alma.
"Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca […] Preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas” (Mt 3, 2-3), afirmaba con severidad.
A continuación seguía suavemente, casi enternecido: “Tras de mí viene uno más fuerte que yo, ante quien no soy digno de postrarme para desatar las correas de sus sandalias” (Mc 1, 7).
Juan Bautista, el último y más grande de los profetas del Antiguo Testamento, anunciaba a la nación elegida la próxima aparición del Salvador del género humano. Y más tarde, cuando reveló la divinidad del Mesías al proclamar: “Este es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), la larga y grandiosa estirpe de los profetas, que habían predicho el advenimiento del Redentor y guiado al pueblo a través de los siglos de espera, llegaba a su fin. Todas las profecías se habían cumplido. > La Revelación terminó, pero Dios quiere valerse de causas secundarias para comunicar sus divinos designios a la humanidad. Por eso, siempre suscitará un puñado de hombres y mujeres que muestren el Camino, enseñen la Verdad y transmitan la Vida a la mayoría de los hombres. Esta realidad la explica santo Tomás en su “Suma Teológica”: “En todas las épocas hubo algunos que poseían el espíritu profético, no para dar a conocer doctrinas nuevas, sino para dirigir la vida humana".
En el siglo XII la civilización cristiana había alcanzado un apogeo que ningún santo hubiera imaginado en los albores duros y sangrientos de la Iglesia: “La filosofía del Evangelio gobernaba los Estados; la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraba las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil”, afirmó León XIII en la “Inmortale Dei".
Aquella sociedad sacralizada había encontrado su soporte, durante más de un siglo, en la santidad emanada de la abadía benedictina de Cluny. Habiéndose expandido rápidamente por todo el Occidente cristiano, estos hijos de san Benito influenciaban y orientaban la espiritualidad de los pueblos de Europa desde el interior de sus inmensos monasterios, ó desde lo alto de los púlpitos, desplegando una hermosísima y aristocrática liturgia y fascinando a las multitudes con el angelical canto gregoriano.
Entre tanto, luego de alcanzar su cenit, la grandeza de Cluny se disipaba lentamente, quizá por falta de almas generosas que en lo más alto del esplendor quisieran partir hacia nuevos confines de santidad.
Surgió entonces, no una institución, sino un hombre como el reformador de la disciplina eclesiástica, el modelo de todas las virtudes, la voz de Dios para indicar nuevos rumbos a una sociedad que comenzaba a vacilar: Bernardo de Claraval.
En el año 1091 nacía en un castillo de la Borgoña el tercer hijo del señor de Fontaines y de la virtuosa dama Alet. Poco antes de dar a luz, tuvo un sueño tan nítido y expresivo que su intuición materna vio en él un providencial aviso sobre el futuro del niño: se le apareció un perrito de piel blanquísima que ladraba fuertemente y sin cesar. Afligida por no alcanzar una clara interpretación que tradujera sus presentimientos, consultó a un siervo de Dios que le respondió: “El niño será un gran predicador y ladrará continuamente para guardar la Casa de Dios, y curará las llagas de muchas almas".
Descendiente de dos familias nobles y pendiendo sobre él ese misterioso vaticinio, su madre lo crió con especial esmero, y tan pronto como fue posible lo envió a una famosa es cuela en la ciudad de Chatillon-sur-Seine. Su gran talento intelectual causaba la admiración de los maestros y auguraba una brillante carrera. La índole afable y algo tímida de Bernardo tenía una nota de nobleza y amenidad que atraía a muchos.
En poco tiempo, sintió arder en su alma el deseo de la gloria de la ciencia y de una existencia mundana basada en la opulencia. El demonio, el mundo y la carne le tentaron en innumerables ocasiones para arrastrarlo a la perdición, pero a pesar de estos asaltos conservó siempre íntegra su inocencia bautismal.
En una ocasión, sintiendo una atracción especial por una bonita y poco virtuosa joven, y queriendo evitar la menor falta a cualquier costo, se arrojó a un pequeño lago de agua helada (era invierno) y allí permaneció, sumergido hasta el cuello, hasta que lo rescataron casi sin sentidos.
Bernardo contaba 21 años de edad. De hacía mucho que la gracia divina golpeaba las puertas de su corazón ardiente: “¿A qué viniste a este mundo?” Esta pregunta acudía a su mente cada vez con más frecuencia.
La radicalidad de la vida monástica atraía esa alma hecha para grandes heroísmos: abandonar los honores, las riquezas y la familia, consagrarse para siempre al servicio del Rey Eterno, vivir de ese amor sobrenatural cuyas llamaradas crecían en su interior… Sin embargo, no le faltaban parientes y amigos que lo exhortaban a seguir un camino más amplio: las cualidades poco comunes del joven Bernardo le prometían grandes glorias mundanas; su precaria salud y débil complexión no soportarían las austeridades de la vida religiosa; se puede servir también a Dios sin enterrar en un claustro los talentos de tan gentil carácter…
Agobiado por estos pensamientos y combates, entró cierto día en una iglesia e imploró al cielo una luz que le diera a conocer, sin duda alguna, el designio de Dios para él. Y el Señor no tardó en socorrer a su elegido.
Se levantó Bernardo fortalecido y lleno de convicción sobrenatural, para ir a un monasterio casi desconocido, fundado no mucho tiempo atrás por el abad Roberto de Molesmes, situado en un bosque no muy alejado del castillo de su familia: Cister.
Sin embargo, no quiso irse solo al austero claustro donde nacía, entre innumerables dificultades, una nueva orden religiosa: ¡con inspirada elocuencia arrastró consigo a su tío materno, cuatro hermanos y treinta caballeros compañeros suyos! El último hermano de Bernardo, muy joven todavía, escuchó estas palabras: “Queda con Dios.
Nosotros vamos al monasterio y te legamos todos nuestros haberes” . Desolado, el chiquillo respondió: “¿Vosotros conquistáis el cielo y me dejáis la tierra? ¡Mala partida ésta!” Y pocos días después golpeó las benditas puertas que ya habían acogido a sus cinco hermanos mayores…
Si durante muchos años el número de monjes del Cister había sido exiguo, ahora, y gracias a Bernardo, sus ásperas paredes de piedra se hicieron estrechas.
Por orden de su nuevo superior, ahora san Esteban Harding, partió con doce compañeros a fundar una nueva abadía. Tenía solamente 25 años.
El paraje escogido fue un solitario y sombrío valle, temido por los ladrones que se refugiaban en él. En poco tiempo, sin embargo, el bosque cedió lugar a los campos cultivados; los muros comenzaron a elevarse; voces puras y varoniles hicieron resonar la laus perenni en aquellas soledades; y la luz divina reflejada por San Bernardo disipó la oscuridad del lugar, que pasó a llamarse Clara Vallis – Claraval.
La fama de santidad que en seguida aureoló al monasterio atrajo a numerosos jóvenes, nobles y plebeyos, cultos e ignorantes, deseosos de seguir a Cristo en la pobreza, obediencia y castidad bajo la dirección del joven abad. Y así, más de 700 monjes llenaron la abadía del valle de la luz.
Pero la luz no fue hecha para esconderla, sino para iluminar y brillar ante los ojos de todos (cf. Mt 5, 15-16). En vano buscaba Bernardo la soledad y el silencio de su amado valle. Contra su voluntad fue el consejero de Papas, obispos y monarcas, el director espiritual de la Europa medieval, el Moisés de la Cristiandad. No había predicador más ardiente ni personaje con más prestigio. Venerado como profeta y taumaturgo, su mera presencia, sus palabras y escritos despertaban un entusiasmo nuevo y combatían con éxito las herejías y los adversarios de la Iglesia.
Habiéndose producido en aquel tiempo un peligroso cisma en la Iglesia de Dios, casi todos los fieles titubeaban, desorientados, entre el legítimo Pontífice y un antipapa llamado Anacleto.
Teólogos y doctores discutían denodadamente argumentos a favor de uno y otro, sin llegar a resultados convincentes o definitivos. Los ojos de muchos se dirigieron entonces al santo abad de Claraval en busca de una palabra que decidieran la espinosa situación. Acudió Bernardo al Concilio de todos los obispos del reino de Francia, y con su inspirada y ardiente elocuencia, decidió el voto de la asamblea a favor del legítimo Papa Inocencio II.
Pero el incendio de la división no se extinguió inmediatamente. En la provincia de Gascuña, el orgullo de un obispo respaldado en la ambición de un conde porfiaba en contra del verdadero pastor de la Santa Iglesia.
El Papa envió a san Bernardo para zanjar esta triste situación, en la esperanza de que la sabiduría del santo triunfaría donde las razones de los teólogos habían fracasado. Sin embargo, en vano trató de llevar a la justa obediencia el tormentoso espíritu del obispo rebelde.
Procuró convencer entonces al despótico conde, demostrándole la locura de su posición. Ambos, sin embargo, ebrios de orgullo, se obstinaban en el error.
Apenado ante semejante malicia, pero decidido a hacer prevalecer la autoridad del Sumo Pontífice, convocó Bernardo a todo el pueblo en la catedral de la ciudad y celebró solemnemente el Santo Sacrificio del Altar. Después de la consagración, llevando en sus manos el Santísimo Sacramento sobre una patena, se dirigió hacia la plaza, donde se encontraba el conde, que, por estar excomulgado, no podía ingresar al templo. Mirándolo severamente, le dijo con voz amenazadora: “Nosotros te rogamos y tú nos despreciaste; muchos siervos de Dios te suplicaron y a ninguno hiciste caso.
¡Ahora el Hijo de la Virgen, Cabeza y Señor de la Iglesia que tú persigues, viene a tu presencia! Es un juez en cuyas manos un día caerá tu alma. ¡Veamos si también a Él le das la espalda, tal como nos la diste a nosotros!" Así como los vendedores del Templo de Jerusalén huyeron un día de la indignación del Maestro, el infeliz conde, al escuchar esas palabras, cayó por tierra lleno de espanto. Se levantó después, tocado finalmente por la gracia de Dios, se postró lleno de arrepentimiento a los pies del santo abad e hizo todo cuanto él le ordenó.
Entabló más tarde tan estrecha amistad con Bernardo que, siguiendo sus santos consejos, abandonó el mundo y acabó sus días en un monasterio.
El obispo, en cambio, recalcitrante y obstinado en su malicia, fue hallado un día muerto en su cama, sin confesión ni viático.
Pero este varón de fuego, denominado por el Papa Inocencio II “muralla inexpugnable que sostiene a la Iglesia” pasó a la Historia con el título de “Doctor Melifluo”, porque la unción de sus exhortaciones hacía decir a todos que sus labios destilaban purísima miel.
¿Quién no conoce en el mundo cristiano la incomparable y dulce oración “Acordaos”, a él atribuida?. Fue uno de los primeros en llamar “Nuestra Señora” a la Madre de Dios. Cuenta la tradición que, escuchando cierto día a sus hermanos cantar la “Salve Regina” (oración que también compuso), desde su corazón impregnado de admiración irrumpió la triple exclamación que hoy corona esta plegaria: “¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!" Fue también uno de los primeros apóstoles de la mediación universal de María Santísima, dejando esta doctrina claramente consignada en numerosos sermones: “Porque éramos indignos de recibir cualquier cosa, nos fue dada María para obtener por su intermedio todo cuanto necesitáramos. Quiso Dios que no recibiéramos nada sin haber pasado antes por las manos de María.
(…) Con lo más íntimo de nuestra alma, con todos los afectos de nuestro corazón y todos los sentimientos y deseos de nuestra voluntad, veneremos a María, pues ésta es la voluntad de aquel Señor que quiso que lo recibiéramos todo por Ella."
Volviendo de una misión apostólica, cuando ya contaba con 63 años de edad, curó a una mujer ciega, en presencia de una enorme multitud que corría a venerarlo. Fue el último milagro realizado en su existencia terrena.
Al llegar a su amado monasterio de Claraval se sintió desfallecer.
Pero su alma rebosaba la serena confianza del navegante que finalmente avista el puerto anhelado. Él mismo, en una carta, da cuenta de sus últimas molestias, poco antes de marcharse a la eternidad: “El sueño huye de mí, para que el dolor no se mitigue estando los sentidos adormecidos.
Casi todo lo que padezco son dolores en el estómago. Para no ocultar nada a un amigo que desea conocer el estado de su amigo, y hablando no como sabio, sino según el hombre interior, os digo que el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. Al Salvador, que no quiere la muerte del pecador, rogad no que demore más mi fin, sino que lo guarde y ampare".
Obispos, abades y monjes rodeaban el lecho donde agonizaba el profeta del Señor. Lloraban ellos al superior que aconsejaba, al doctor que enseñaba, al padre que los amaba, al varón de Dios que los santificaba. Bernardo, sin embargo, los animó y consoló hasta el último aliento, y con gran modestia decía que ya era hora de que un siervo inútil dejara a otro su cargo, y que un árbol estéril fuera arrancado…
El día 20 de agosto de 1153, a las nueve de la mañana, entregó su purísima alma a su Creador y Redentor. (Revista Heraldos del Evangelio, Agosto/2006, n. 56, pag 22 a 25) |
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