No fue párroco, sino formador de párrocos. No fundó institutos religiosos, porque su “fundación” fue la escuela de vida y de santidad sacerdotal, ilustrada con su ejemplo y su enseñanza.
Don Bosco intentaba describirles a los niños del Oratorio uno de sus sueños, en el que aparecía Santo Domingo Savio1 enseñándole el Paraíso:
“Si un sacerdote no es casto, no vale nada para sí mismo ni para los demás” San José Cafasso
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— ¡Qué hermoso estaba! ¡Parecía un ángel!
El santo fundador le había preguntado a su discípulo, ya en la gloria, acerca de su obra.
— En cuanto al pasado —le respondió—, la Congregación ha hecho mucho bien. ¿Ve aquel inmenso grupo de jóvenes?
— Sí, lo veo. ¡Qué felicidad se refleja en sus rostros! —comentó don Bosco.
— Todos esos jóvenes fueron salesianos, por tanto, educados en su obra o salvados por sus religiosos o por personas encaminadas desde aquí hacia la vocación.
¡Qué gloria más grande haber contribuido en la salvación de tantas almas! Pero también podría estar contemplando con gozo a la legión de los bienaventurados de la familia salesiana un hombre de quien San Juan Bosco había afirmado: “si he hecho algún bien, a este digno eclesiástico se lo debo, en cuyas manos puse todas mis aspiraciones, todos los estudios, todas las acciones de mi vida”.2
¿De quién habla? Dejemos que el mismo don Bosco nos lo presente.
Una amistad que se estrecharía a lo largo de los años
Agitado como un hormiguero se encontraba el pueblecito de Murialdo, perteneciente a Castelnuovo, en el Piamonte: era la fiesta de la Maternidad de María, en el año de 1827. Mientras unos terminaban de poner en orden la iglesia y los preparativos para la Santa Misa, otros participaban, en la plaza, en los entretenidos e inocentes juegos conmemorativos.
Un joven de 16 años, no obstante, permanecía alejado de todo ese movimiento y llamó la atención de un niño del pueblo, de tan sólo 12 años. Por la sotana se percibía que era un seminarista, “pequeño de estatura, de ojos brillantes, aire afable y rostro angelical”.3 Lleno de vivacidad y fascinado por tal figura, el muchacho decidió acercarse para invitarlo:
— Señor cura, ¿desea ver algún espectáculo de nuestra fiesta? Le acompañaré con gusto adonde quiera.
Lleno de bondad, el joven se interesó por los estudios y por la catequesis de su pequeño interlocutor.
Y como éste le repitió la invitación, le respondió:
— Querido amigo, para los sacerdotes los únicos espectáculos son las funciones de la iglesia, cuanto más devotas más agradables resultan; por eso hay que frecuentarlas con asiduidad. Sólo estoy esperando que abran la iglesia para poder entrar.
— Es verdad —replicó el chico, impresionado—, pero hay tiempo para todo: para ir a la iglesia y para divertirse.
Riendo por tan aguda contestación, el joven seminarista arguyó con palabras propias a consolidar en aquella alma infantil la admiración inicial:
Vista actual de la ciudad de Castelnuovo; en destaque, San Juan Bosco y San José Cafasso
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— Quien abraza el estado eclesiástico se entrega al Señor, y nada debe preocuparle de cuanto tuvo en el mundo sino aquello que puede servir para mayor gloria de Dios y provecho de las almas.
Muy admirado, Juan Bosco —así era como se llamaba ese niño— quiso saber el nombre de ese hombre de Dios, cuyas palabras y porte manifestaba tan a las claras su espíritu sobrenatural. Entonces supo que era José Cafasso, seminarista del que “había oído hablar en diversas ocasiones como de un espejo de virtudes”. 4
Había empezado una amistad que, con el paso de los años, no haría sino estrecharse. Más tarde, poco antes de ser ordenado sacerdote y sintiéndose poco preparado para ese paso decisivo, don Bosco encontró en su amigo la seguridad necesaria para no dudar de su llamamiento, como él mismo lo confiesa: “no habiendo quien cuidase directamente de mi vocación, me aconsejé con don Cafasso, que me dijo siguiera adelante y me fiase de su palabra”.5
Sin embargo, el gran fundador de los Salesianos no fue el único en beneficiarse de los inspirados consejos de San José Cafasso. Comprendía muy bien cómo un clero santo puede hacer nacer una sociedad santa y dedicó toda su vida a la formación de los que tienen la vocación de servir de ejemplo: los sacerdotes.
El Colegio Eclesiástico San Francisco de Asís
Nacido en Castelnuovo, en 1811, en el seno de una familia católica, José Cafasso inició el estudio de las disciplinas eclesiásticas con 14 años; y en 1833, con tan sólo 22 años, consiguió una dispensa para ser ordenado sacerdote antes de la edad canónica. La alegría de ese día la conservó perpetuamente: “Vivo feliz —repetía durante su vida apostólica—, de ser sacerdote; es éste el camino más seguro para subir muy alto al Paraíso, y conducir allí a tantos otros”.6
La sinceridad y radicalidad de su entrega al ministerio se manifestaron después de la ceremonia de ordenación, al postrarse a los pies de un crucifijo diciendo: “Señor, Vos sois mi heredad, mi delicia, la vida de mi corazón para siempre. Pero, oh Señor, no sólo deseo ser todo vuestro sino que deseo hacerme santo muy pronto. Busque en buena hora el mundo la vanidad, los placeres y las grandezas terrenas; yo no busco ni deseo otra cosa sino hacerme santo, y seré el más feliz de los hombres haciéndome pronto un gran santo”.7
Con el objetivo de adiestrarse, para ejercer dignamente tan alto ministerio, empezó a frecuentar el Colegio Eclesiástico San Francisco de Asís, donde —bajo la orientación del padre Luis Guala—, sacerdotes jóvenes profundizaban en su formación antes de asumir una responsabilidad pastoral. El alumno enseguida se convirtió en maestro y, en poco tiempo, director. Allí se quedó hasta su muerte, transformando ese establecimiento educativo en un foco de renovación espiritual.
De hecho, el Papa Benedicto XVI, en una catequesis dedicada a nuestro santo, afirmó que aquel no era sólo un colegio donde los jóvenes sacerdotes “aprendían a confesar y a predicar; también era una verdadera escuela de vida sacerdotal, donde los presbíteros se formaban en la espiritualidad de San Ignacio de Loyola y en la teología moral y pastoral del gran obispo San Alfonso María de Ligorio. […] Una feliz expresión de San Juan Bosco sintetiza el sentido del trabajo educativo en aquella comunidad: ‘En el Internado se aprendía a ser sacerdote’ ”.8
Pastores de profundo celo y rica vida interior
San José Cafasso puso empeño en formar virtuosos y experimentados presbíteros que supiesen dirigir las almas en el confesionario y, especialmente, edificarlas con el ejemplo de su conducta. “Desgraciado el día en que el pueblo pueda decir: el sacerdote es como yo; nuestro párroco, mi confesor es como yo… Predicad, gritad, tronad, si queréis, pero vale más el ejemplo que toda la lógica del mundo”.9
“El tipo de sacerdote que José Cafasso encontró en el Internado —añade Benedicto XVI— y que él mismo contribuyó a reforzar, sobre todo como rector, era el del verdadero pastor con una rica vida interior y un profundo celo en el trabajo pastoral: fiel a la oración, comprometido en la predicación y en la catequesis, dedicado a la celebración de la Eucaristía y al ministerio de la Confesión, según el modelo encarnado por San Carlos Borromeo y San Francisco de Sales”.10
Insistía el P. Cafasso que el alma de un sacerdote no puede permanecer indiferente ante el Sacrificio Eucarístico. Y aconsejaba a los sacerdotes que no sólo celebrasen diariamente su propia Misa, sino que asistieran a una segunda en la medida de lo posible.
Les inculcaba también la necesidad del examen de conciencia y de la frecuencia del sacramento de la Penitencia, de los que se nutre la vida espiritual. Para estimularlos mejor a la Confesión semanal, les hacía ver la lección de humildad que con ello daban a los fieles, cuando veían arrodillarse como reo al que hacía poco era juez.
“No aumentemos su disgusto dudando del perdón”
En aquella época en que el jansenismo trataba de apartar del Paraíso a las almas, haciéndolas ver en Dios un tirano y no un Padre, la mejor arma para combatir el error era inculcar la confianza en la misericordia y en la bondad divina.
Nadie estaba más convencido de tales atributos del Salvador como San José Cafasso, que de manera suave y segura sabía infundir en todos esta certeza: “Si hemos ofendido al Señor, no aumentemos disgusto sobre disgusto dudando del perdón; hemos vilipendiado su santidad y justicia, honremos al menos su misericordia; y mientras el mundo entero canta a su bondad, ¿nuestro corazón será el único que dude tributarle esta alabanza?”.11
Para incentivar a los sacerdotes a ser muy cuidadosos en la práctica de esas virtudes solía contarles el siguiente hecho. En la víspera de su ejecución, un condenado a muerte se negaba a recibir los auxilios de la Iglesia. Cuando le interrogaron sobre las razones de ese rechazo, el infeliz explicó que, siendo joven, había oído un sermón en el cual el predicador — comentando el Evangelio acerca de la pregunta que le hicieron a Jesús si son pocos los hombres que se salvan (cf. Lc 13, 23-24)— afirmaba que, entre los numerosos fieles allí presentes, probablemente dos o tres alcanzarían el Cielo. Al ver a su alrededor a gente mucho mejor que él, el pobre hombre se sintió excluido de ese reducido grupo de predestinados y por eso se había entregado a sus pasiones, acabando en la cárcel a la espera del patíbulo, pensando que estaba condenado no sólo por los hombres, sino también por Dios.
Y si algún alumno objetaba que, según las palabras del Señor, la puerta del Cielo es demasiado estrecha y su camino muy angosto (cf. Mt 7, 14), el profesor le respondía con su característico buen humor: “con tal de que podamos pasar, me parece suficiente, no hay necesidad de que quepan dos al mismo tiempo”.12
Virtud que se reflejaba en su exterior
La fama de santidad de San José Cafasso creció desde su juventud y nunca fue manchada. De temperamento vivaz, supo adquirir completo dominio de sí, hasta el punto de mantenerse en paz en medio de las contradicciones y tribulaciones de la vida. La tranquilidad era su secreto. No obstante, reía con gusto entre sus alumnos y sabía gastar bromas e improvisar frases graciosas, porque la virtud no perjudicaba para nada su espíritu alegre, sino que lo sublimaba.
“Si un sacerdote no es casto, no vale nada para sí mismo ni para los demás”.13 Así expresaba su convicción profunda y su amor a la virtud angélica. En las clases de Moral trataba con bastante recato los pecados contra esa hermosa virtud, dejando entrever su repugnancia incluso al mencionarlos.
Únicamente una intensa vida de oración y la devoción a María Santísima podían sustentar una vida tan santa. Tenía especial fervor en el rezo del Breviario, y formulaba una intención particular en cada hora litúrgica: “en los Maitines las necesidades actuales de la Iglesia; en Laudes la conversión de algún pecador; en Prima el sufragio de alguna alma del Purgatorio; en Tercia una gran pureza de intención; en Sexta una profunda humildad; en Nona la virtud de la pureza; en las Vísperas una santa muerte; y en Completas la propia liberación de las penas del Purgatorio”.14
“Durante 30 y más años que estuve cerca de él —escribió San Juan Bosco— no recuerdo haberlo visto pasar un instante que se pudiese tildar de ocioso. Terminado un oficio comenzaba inmediatamente otro. El único solaz consistía para él en cambiar de oficio cuando se encontraba oprimido por la fatiga. Cuando, por ejemplo, estaba cansado de predicar, iba a rezar; cuando estaba cansado de escribir, se iba a visitar enfermos, o a confesar en las cárceles o a cualquier otro lugar”.15 Así eran los incontables descansos del padre Cafasso…
Todo esto se reflejaba en su exterior. Su mirada brillante —por la cual tanto se había sentido atraído el pequeño Juan Bosco— era eficaz para corregir y animar a los que en ella se fijaban. A pesar de tener el hombro derecho más alto que el izquierdo, por una deformación en la columna, su porte era majestuoso e imponente, y producía una fuerte impresión sobrenatural.
Celo pastoral por los encarcelados y condenados a muerte
San José Cafasso se dedicaba al ministerio de la Confesión muchas horas al día. “A él acudían obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla: a todos sabía dedicar el tiempo necesario”.16
Ninguna de las cárceles de Turín dejó de beneficiarse de la caridad de don Cafasso. Ni la repugnancia que experimentaba al entrar en esos sitios, ni las maldiciones, blasfemias e insultos con los que era recibido, lo apartaban de ese meritorio apostolado. En una ocasión, avanzó sobre él un feroz criminal que se encontraba preso y el sacerdote lo detuvo mostrándole el crucifijo y diciendo: “Yo no valgo nada, pero Éste lo merece todo”.17
A los arrepentidos, condenados a muerte, sabía infundir en ellos la confianza en la salvación eterna. Cuando uno le preguntó si con tantos crímenes aún era posible salvar su alma, él le contestó: “No sólo lo tengo como posible, sino como absolutamente cierto. […] Aunque estuvieras ya en la antecámara del infierno y tuvieses fuera un cabello solamente, ése me bastaría para librarte de las garras del demonio y llevarte al Paraíso”.18
Acompañó al patíbulo a setenta condenados a la pena capital, después de haberlos confesado y haberles dado la comunión, porque “ni uno solo murió impenitente”.19 Pío XII lo proclamó, por este motivo, patrón de las cárceles italianas.
El que se humilla será ensalzado
Contaba solamente con 49 años cuando, este hombre llamado a servir de ejemplo para los que deben servir de ejemplo, vio que se aproximaba su última hora, acerca de la que, al hacer el Ejercicio de la Buena Muerte, escribió: “Estando para terminar mi misión sobre la tierra, rindo y entrego a Dios la grande vocación con que Él ha querido honrarme”.20
Cercano a entregar ya su alma al Creador exclamó: “He de morir, mas me consuela el pensamiento de que con mi muerte habrá un ministro indigno menos en la Tierra y otro sacerdote lleno de celo y de fervor vendrá a compensar mi frialdad y mi descuido… Deseo y ruego al Señor que cuando haya descendido al sepulcro, haga desaparecer de la tierra mi memoria y acepto como pena de mis pecados cuanto después de mi muerte se diga en el mundo contra mí”.21
El divino Juez no podía atender esa humilde oración… San José Cafasso fue elevado a la honra de los altares y hoy permanece como modelo perenne para todos los sacerdotes, principalmente para los comprometidos en la Confesión y en la dirección espiritual.
“No fue párroco como el cura de Ars —afirma sobre él Benedicto XVI, en la ya mencionada audiencia—, sino que fue sobre todo formador de párrocos y de sacerdotes diocesanos, más aún, de sacerdotes santos, entre ellos San Juan Bosco. No fundó institutos religiosos, como otros santos sacerdotes piamonteses del siglo XIX, porque su ‘fundación’ fue la ‘escuela de vida y de santidad sacerdotal’ que realizó, con el ejemplo y la enseñanza”.22
1 Cf. PILLA, SDB, Eugenio. I sogni di Don Bosco. Nella cornice della sua vita. Siena: Cantagalli, 1961, pp. 389-392.
2 SAN JUAN BOSCO. Memorie dell’Oratorio di S. Francesco di Sales. Dal 1815 al 1855. Roma: Istituto Storico Salesiano, 1991, v. IV, p. 119.
3 Ídem, p. 51.
4 Ídem, p. 52.
5 Ídem, p. 109.
6 SALOTTI, Carlos. San José Cafasso. Buenos Aires: Paulinas, 1948, p. 29.
7 Ídem, p. 30.
8 BENEDICTO XVI. San José Cafasso. Audiencia general, 30/6/2010.
9 SALOTTI, op. cit., p. 116.
10 BENEDICTO XVI, op. cit.
11 SALOTTI, op. cit., p. 72.
12 Ídem, p. 74.
13 Ídem, p. 45.
14 Ídem, p. 40.
15 SAN JUAN BOSCO, apud SALOTTI, op. cit., p. 40.
16 BENEDICTO XVI, op. cit.
17 SALOTTI, op. cit., p. 225.
18 Ídem, p. 227.
19 Ídem, p. 223.
20 Ídem, p. 30.
21 Ídem, p. 276.
22 BENEDICTO XVI, op. cit.