¿Qué hombre extraordinario era ese, de cuya personalidad el Verbo Encarnado quiso recoger algo para su humanidad? ¿Qué es lo que había tan precioso en José que Dios Padre deseaba transmitírselo a Jesús?
La luz tenue y dorada del lento atardecer ilumina aún las habitaciones de aquella sencilla casa. Los ambientes, cualquiera, a pesar de ser muy simples, están cargados de serenidad, bendición y suavidad, cuyo discreto reflejo se nota en el perfume de las flores recogidas por la señora de la casa y hermosamente dispuestas en cada sala.
Junto a una de las ventanas se ve una bonita mesa y algunas sillas que impresionan, no por la nobleza de su material, sino por la perfección y arte con que han sido trabajadas. El carpintero que las hizo es el dueño de esa pobre casa; está sentado cerca de la mesa y sobre sus rodillas tiene a su hijito, a quien enseña a leer. Con un rollo de las Escrituras abierto delante de él, el padre le transmite al niño la Historia Sagrada.
imagen de San José con el Niño Jesús Iglesia de Montesión, Palma de Mallorca (España)
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Un misterio reservado para el futuro
La escena es poco habitual para el mundo de hoy día, en que el desorden de las costumbres destruye todos los hogares; no obstante, en una sociedad iluminada por la luz de la gracia, sería tomado con naturalidad y no causaría gran admiración. Esto si desconociéramos quienes son los habitantes de esa casa: Jesús, María y José.
“¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rom 11, 33). El Dios Altísimo, eterno y omnipotente, “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). El Infinito se hizo pequeño para tomar en sus brazos nuestras flaquezas, mientras era llevado en el regazo por María y José.
Mucho se ha dicho sobre las grandezas encerradas en las relaciones entre María y su divino Hijo. Sin embargo, eso no constituye ni siquiera un cinco por ciento de todo cuanto aún debe ser explicitado por la Iglesia, pues “de Maria nunquam satis”, afirma San Bernardo.
Pero en los dos milenios de Historia de la Iglesia poco o casi nada se ha comentado con respecto a la figura de San José. Como muchos de los misterios de Dios, eso había sido reservado para las glorias del futuro Cuerpo Místico de Cristo.
Sublime misión de instruir al divino Infante
Aun envuelto en un profundo silencio, San José posee una excelsa misión en el plan de la Encarnación. En el pueblo hebreo le correspondía ante todo al padre el encargo de instruir a los hijos, especialmente varones, en aquello que concernía a la religión.
Por más que la piedad católica muchas veces nos haga ver, con los ojos del alma, al Niño Jesús en los brazos de María siendo educado y formado en una sublime convivencia entre Madre e Hijo, encontramos en las Escrituras la determinación divina, establecida por Moisés, de que fuera el padre quien enseñara a su hijo todo lo referente a la ley y al culto: “Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ‘¿Qué son esos estatutos, mandatos y decretos que os mandó el Señor, nuestro Dios?’, le responderás…” (Dt 6, 20).
José “era justo” (Mt 1, 19). Con este simple, mas cuán profundo adjetivo, el evangelista define y presenta a la figura del esposo de María. Ahora bien, al ser justo, a José le correspondía una observancia irreprochable de la ley y, por tanto, le competía instruir al divino Infante.
Qué escena tan hermosa habrá sido la primera Pascua en la que el Niño Jesús se levanta, como prescribía la ley, y antes de comer el cordero —¡prefigura suya!— le pregunta a su padre: “¿Qué significa esto?”.
¡Con qué enternecimiento y emoción San José le explicaría todo el rito judaico! ¡Con qué palabras mostraría en las prefiguras la imagen de aquellos días que en Nazaret ya empezaban a vivir!
Maestro y consejero del Verbo Encarnado
Con mucha antelación, el profeta había preguntado: “¿Quién ha medido el espíritu del Señor? ¿Qué consejero lo ha instruido? ¿Con quién se aconsejó para comprender, para que lo instruyera en el camino del derecho, le enseñara el saber y le diera a conocer la prudencia? ” (Is 40, 13-14).
Y la respuesta se encontraba en aquella humilde casa: ¡José! Solamente José fue hallado digno de Dios para ser el consejero de la Sabiduría eterna.
Aquel que había entregado las Tablas de la Ley a Moisés, ¡escucha de José qué hacer para, en su humanidad, agradar a Dios! Aquel que había iluminado a los profetas, ¡aprende con José a interpretar las palabras de las profecías! Aquel que había impreso su imagen en todo el universo, ¡es enseñado por José a admirar sus propios reflejos en la Creación!
¡El Creador se abandona en los brazos de María, la Sabiduría eterna recibe instrucción de los labios de José! La Sagrada Familia en la casa de Nazaret – Iglesia de Santa Eulalia, Burdeos (Francia).
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La consideración de este altísimo misterio nos llevaría a exclamar, por la eternidad entera, con San Pablo: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa?” (Rom 11, 33-35). El Creador se abandona en los brazos de María, la Sabiduría eterna recibe instrucción de los labios de José.
Ejemplo de virtud, serenidad y confianza
“Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo de José” (Lc 3, 23). ¿Qué hombre extraordinario era éste, de cuya personalidad el Verbo Encarnado quiso recoger algo para su humanidad? ¿Qué es lo que había tan precioso en José que Dios Padre deseaba transmitírselo a Jesús? Contemplando a uno y a otro, ¿sería posible no ver y sentir en ellos una profunda, absoluta, divina relación? ¿Qué fue lo más augusto que José comunicó a Jesús? ¿Su oficio? ¿La Ley? ¿La instrucción? Ciertamente que no.
En Nazaret, el Hombre Dios recibía la mejor de las lecciones: el buen ejemplo. Ejemplo de virtud, ejemplo de serenidad, ejemplo de confianza. Él, que ya conocía a San José desde toda la eternidad, podía contemplar allí, desde su naturaleza humana, a aquel “divino” varón cuyo abandono en las manos de la Providencia enternecía a su Sagrado Corazón.
Jesús aprendió con él a contemplar a María
Sin embargo, de todos los dones y grandezas depositados por Dios en el alma de San José, uno se presentaba substancialmente inseparable de su misión. Y aplicó toda su vida para transmitírselo de forma íntegra a Jesús: el amor y la devoción a María Santísima.
San José con el Niño Jesús Santuario de Notre-Dame de Laghet, La Trinité (Francia)
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Con José el Niño Jesús también aprendió a considerar las cualidades y perfecciones de su Madre. El Verbo omnisciente de Dios no precisaba de ninguna mediación para contemplar a aquella que lo había engendrado. No lo necesitaba, pero quiso hacerlo a través de los ojos de su padre virginal. Y José, alter ego —otro yo— del divino Paráclito, receptáculo vivo del amor del Padre eterno por María, traicionaría su propia misión si no aplicara todos los medios para atraer a las almas hacia Ella y hacerla más amada. La misión de San José comienza en la Sagrada Familia, pues Jesús fue el primero en ser conducido por él hacia Nuestra Señora.
“El santo Patriarca fue para su esposa un auténtico esclavo de amor. […] Analizó meticulosamente los dones y virtudes de María; buscó imitar con empeño su dedicación a Jesucristo; no dejó pasar un solo gesto o palabra sin dedicarle toda su admiración”.1
A lo largo de los siglos, y por toda la eternidad, San José siempre será “el padre perfecto, el mediador poderosísimo, el maestro más sabio, el defensor incansable, el modelo de esclavitud a Jesús por manos de María”,2 el que utiliza los infinitos recursos depositados por Dios en sus manos para coronar a la Santísima Virgen en el interior de todos los corazones.
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. San José: ¿quién lo conoce?… Madrid: Heraldos del Evangelio, 2017, p. 436.
2 Ídem, p. 438.