Arrebataba a las multitudes
A la predicación se ordenaba principalmente su estudio, su oración era el fuego en el que templaba su espíritu para el púlpito y sus cartas no eran otra cosa sino sermones escritos.
En torno a las dos de la madrugada una multitud creciente empieza a desplazarse hacia la iglesia para conseguir un sitio antes del amanecer. ¿Qué es lo que iba a ocurrir? ¿Por qué tanto alboroto en un horario tan raro? Algunos habitantes menos informados salen a la ventana tratando de averiguar la causa de tanto movimiento. Y obtienen la misma respuesta de los apresados transeúntes:
—¡El padre Ávila va a predicar! ¡El padre Ávila va a predicar!
Pero si el sermón va a ser por la mañana…
¿Quién sería ese padre Ávila, a cuyo paso se llenan, desde muy temprano, las catedrales, los templos e incluso las calles, hasta el punto de que muchos llegan a subirse a los tejados para verlo y escucharlo?
Una infancia penitente
Juan de Ávila era hijo de Alonso de Ávila y de Catalina Gijón, matrimonio honrado y rico de Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Antes de su nacimiento, su madre había emprendido una penosa romería, descalza y con un cilicio, a la ermita de Santa Brígida, situada en una sierra agreste algo alejada de la ciudad, a fin de implorar el don de la maternidad. Tan devota plegaria fue escuchada y en la fiesta de la Epifanía del año 1499 vino a la luz ese niño, que marcaría época y sería elevado a la honra de los altares y al doctorado de la Iglesia.
En su más tierna infancia, Juan inició una precoz vía de ascesis y penitencia. Cuando tenía 4 años, sus padres marcharon de peregrinación al santuario de Guadalupe (Cáceres) y lo dejaron con unos vecinos amigos. ¡Cuál no fue la admiración de los anfitriones al encontrarlo, en mitad de la noche, acostado en el suelo sobre una gavilla de sarmientos que había recogido él mismo!
Con tan sólo 10 años le pidió a sus padres que le preparasen un aposenmato de la casa que estuviera retirado, para llevar allí una vida solitaria, en un ambiente apropiado para sus oraciones y sacrificios, dejando “muy edificados así los clérigos como la gente del lugar”.1 Este sitio es conocido como la cueva de las penitencias.
Se revela su vocación de predicador
Al cumplir 14 años, se fue a Salamanca a cursar Leyes en su famosa universidad. Tras cuatro años de estudio, la Providencia quiso llamarlo para sí de una forma sui géneris: durante unas fiestas de toros y cañas en esa ciudad, el Señor le hizo sentir vivamente el vacío de las cosas terrenales y la necesidad de preocuparse con su salvación eterna. Tomado por la gracia, se retiró de dicho festejo dispuesto a entregarse a Dios por completo.
Abandonó los estudios y regresó a la cueva de su infancia en 1517, con el objetivo de reanudar su antigua vida de recogimiento, de dicándose durante tres años a la contemplación. Era notable su mortificación y penitencia, además de la asidua frecuencia a los sacramentos y muchas horas de adoración a Jesús Sacramentado.
En tales circunstancias, un franciscano amigo de la familia, con recelo de que la gran vocación que se vislumbraba en Juan no llegara a desarrollarse, le aconsejó que estudiara en la Universidad de Alcalá de Henares, para que “con sus letras pudiese servir mejor a nuestro Señor en su Iglesia”.2 El joven aceptó la invitación y cursó primero Artes y Lógica, y después Ciencia Sagrada, ascendiendo al presbiterato en 1526.
Había recibido una considerable herencia de sus padres, fallecidos antes de su ordenación sacerdotal. Asumido por el ardiente deseo de ser misionero en el entonces poco conocido continente americano, vendió todos sus bienes, distribuyó el dinero entre los pobres y se ofreció acompañar al recién nombrado obispo de Tlaxcala, en México, Mons. Julián Garcéz. Como el prelado saldría desde el puerto de Sevilla rumbo al Nuevo Mundo, hacia allí se dirigió Juan, dispuesto a lanzarse en la osada misión.
Mientras esperaba, se dedicó a predicar en la ciudad y sus alrededores. Aquí se reencontró con el Venerable Fernando de Contreras, su antiguo compañero de estudios en Alcalá. Admirado con el fervor y la oratoria del joven clérigo, le pidió al arzobispo, Mons. Alonso Manrique, que hiciera lo posible para que Juan de Ávila se quedase en España para predicar el Evangelio en tierras ibéricas, tan necesitadas de almas apostólicas como aquella.
El eclesiástico acogió la sugerencia y, en nombre de la santa obediencia, le mandó que permaneciera allí. Renunciando a su sueño, atendió enseguida la orden recibida, porque en ella reconoció los designios de Dios a su respecto.
Atrayendo a las multitudes
El primer sermón que hizo por orden del arzobispo fue en ese mismo año de 1526, en la iglesia del Salvador, en Sevilla, con ocasión de la fiesta de Santa María Magdalena, ante las autoridades religiosas y civiles. Subió al púlpito temblando y, sin embargo, ésa fue una de sus mejores prédicas. Empezaba para Juan de Ávila una labor misionera en la que fue incansable.
De sus predicaciones no había nadie que saliera indiferente. Las homilías duraban cerca de dos horas y ninguna persona se cansaba o se quejaba, tal era la atracción que ejercía sobre los fieles. Ricos y pobres, jóvenes y ancianos, justos y pecadores, todos acudían a oírlo. Sus exhortaciones parecían hacerse eco de la Imitación de Cristo: “Atiende mis palabras, que encienden los corazones, iluminan las almas, provocan el dolor de los pecados y llenan de consuelo”.3
¿Por qué atraía tanto? Una de las razones de la fecundidad de sus prácticas venía del hecho de que las preparaba ante un crucifijo, arrodillado, en oración.
Es muy significativo el testimonio de uno de sus principales biógrafos sobre ese apostolado: “Cuando él predica, se pueblan las iglesias; hace también sus sermones en las plazas públicas; la gente se compone y se modera con sólo verle; vive pobremente, no acepta estipendios ni limosnas de sermones, y, si algo quieren darle, les ruega lo entreguen a los pobres; es humilde, paciente, muy celoso del bien de los prójimos; organiza colectas para ayudar a los necesitados y mantener a los clérigos estudiantes”.4
Instituciones de enseñanza, discípulos y seguidores
San Juan de Ávila reunió a su alrededor a un grupo de sacerdotes que, admirados por sus virtudes y ejemplo, se pusieron bajo su influencia y con él fundaron varios colegios de clérigos. Estaban al servicio del arzobispado y su objetivo era la formación de la juventud, principalmente de los que se preparaban para el sacerdocio. Entre esos colegios —que después del Concilio de Trento se transformarían en seminarios conciliares— se hicieron famosos el de Santa Catalina, el de los Abades y el de San Miguel, en Granada.
En los colegios avilinos “se aprendía no tanto a gastar los ojos en el estudio cuanto a encallecer las rodillas en la oración”.5 En una carta a uno de sus discípulos, le recomendaba leer los escritos de San Juan, de San Pablo y de Isaías y, si fuera necesario, recurrir a “algún intérprete santo” de esas obras, especialmente San Agustín. Y añadía: “Tome un crucifijo delante, y Aquel entienda en todo, porque Él es el todo y todo predica a éste; ore, medite y estudie”.6
A sus discípulos también les aconsejaba “robustecer su vida interior: frecuencia de Confesión y Comunión, y no dejar nunca, a ser posible, las dos horas de oración, a la mañana y a la noche, sobre la Pasión y los novísimos”.7 De esta forma, el darse al prójimo sería un desbordamiento de la vida interior. Les recomendaba que tuvieran más aprecio a la oración que al estudio, porque así aprenderían el verdadero arte de la predicación y lograrían mejores frutos apostólicos. Les enseñaba que no era suficiente subir al púlpito con piedad: debían tener hambre y sed de conquistar almas para el Señor.
Su influencia trascendió el ámbito de los colegios. La universidad y el Real Colegio de Granada, por ejemplo, fundados por el emperador Carlos V, deben parte de “su lustre, si no de su erección, a la solicitud y consejos del venerable maestro Juan de Ávila”, en quien se apoyó Mons. Gaspar Ávalos de la Cueva, arzobispo metropolitano, incumbido por el soberano para “que fuese patrón, que hiciese estatutos y señalase maestros”8 de esas dos instituciones educativas.
Juan de Ávila fundó también la Universidad de Baeza (Jaén), que fue “destacado referente durante siglos para la cualificada formación de clérigos y seglares”.9
Gran probación
Movidos por la envidia y aprovechándose de ciertas afirmaciones suyas susceptibles de una mala interpretación, en 1531 algunos eclesiásticos lo denunciaron ante el Tribunal de la Inquisición, de Sevilla. El ardoroso predicador fue encarcelado y sometido a sucesivos interrogatorios durante varios meses.
Incluso estando en la cárcel su celo apostólico no le permitía quedarse inactivo: además de escribir numerosas cartas a sus hijos espirituales y a varias personas que le pedían unas palabras, reformuló la antigua traducción española de la obra Imitación de Cristo.10
En este período de prueba —le confiaría después a fray Luis de Granada— el Señor le concedió, de modo muy íntimo, la penetración y el conocimiento de los misterios de la Redención, del amor de Dios a los hombres, y pudo comprobar cuán grande es la recompensa reservada a los justos después de haber soportado con alegría las dificultades de esta vida. Tan eminente gracia lo llevó a considerar dichosa aquella prisión, “pues por ella aprendió en pocos días más que en todos los años de su estudio”.11 Bajo semejante impulso fue cuando empezó a escribir su obra magna de espiritualidad, el Audi, filia: “síntesis maravillosa de la vida cristiana, concebida por Ávila como una participación del alma en el gran misterio de Cristo”.12
A mediados de 1533, el Tribunal de la Inquisición lo absolvió, a la vista de la perfecta ortodoxia de sus enseñamientos y la falta de fundamentos para todas las acusaciones levantadas contra él. Su salida de la cárcel estuvo marcada por una Misa solemne en la iglesia del Salvador. Cuando subió al púlpito, empezaron a sonar las trompetas y los fieles lo aclamaron con enorme entusiasmo.
Relaciones con otros santos
Numerosas fueron las conversiones obradas a través de los sermones llenos de unción de ese varón apostólico, incluso de almas que la Iglesia más tarde inscribiría en el catálogo de los santos.
Célebre fue el episodio ocurrido en Granada el 20 de enero de 1537, fiesta de San Sebastián. Hablaba Juan de Ávila sobre la felicidad de sufrir por Jesucristo en esta tierra, para participar de su gloria en el Cielo. Hizo una descripción tan atrayente de las castas delicias de la virtud y de la desgracia reservada a los pecadores, que sus palabras calaron a fondo en el corazón de otro Juan, el cual, penetrado de compunción, se convirtió y vino a ser el gran San Juan de Dios, fundador de la Orden de los Hermanos Hospitalarios. Se hizo discípulo del maestro Ávila, a él acudía en todas sus pruebas y dificultades, y por él fue animado en su vocación desde el primer encuentro: “Te aseguro que la misericordia del Señor no te abandonará jamás”.13
Nuestro santo predicador gozaba de la profunda estima de San Ignacio de Loyola, con quien intercambió algunas cartas. Se relacionó con otros destacados miembros de la Compañía de Jesús y hacia ésta encaminó a unos treinta de sus mejores discípulos. Desempeñó un papel importante en la conversión del duque de Gandía, futuro San Francisco de Borja: tras haber comprobado —en el entierro de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, en Granada— cuán efímera es la belleza humana, buscó al maestro Ávila y, después de escucharle, abandonó la corte y se hizo jesuita, llegando a ser el tercer superior general de la Compañía.
Entre los que se beneficiaron del celo y de la ciencia del Apóstol de Andalucía podemos destacar a Santo Tomás de Villanueva y a San Pedro de Alcántara; San Juan de Ribera le pidió predicadores para renovar su diócesis, en Badajoz, y poseía en su biblioteca 82 de sus sermones manuscritos; Santa Teresa de Jesús —también doctora de la Iglesia— tenía al maestro Ávila por consejero espiritual y con él mantuvo asidua correspondencia, incluso llegando a enviarle, tras muchas dificultades, uno de los primeros manuscritos de su Libro de la Vida; San Juan de la Cruz, con la ayuda de dos discípulos de nuestro santo, logró reformar el Carmelo masculino de Baeza.
Además de éstas, innumerables fueron las almas que lo tomaron como modelo. Benedicto XVI, cuando lo proclamó doctor de la Iglesia, en 2012, también menciona al Beato Bartolomé de los Mártires, a fray Luis de Granada —su más reputado biógrafo— y al Venerable Fernando de Contreras, responsable de su permanencia en España, entre “algunos más que reconocieron la autoridad moral y espiritual del maestro”.14
Plenitud de su vocación
Pese a que se encontraba ya muy debilitado por la enfermedad que lo llevaría a la muerte, el arzobispo de Granada quería llevarlo como teólogo asesor a las dos últimas sesiones del Concilio de Trento. Ante la imposibilidad de comparecer, redactó sus Memoriales, que ejercieron enorme influencia en el magno evento eclesial. En ellos señalaba la necesidad que la Iglesia de su tiempo tenía de dos clases de sacerdotes: los confesores y los predicadores. Éstos últimos, subrayaba, debían ser el brazo derecho de los obispos “con los cuales, ‘como capitán con caballeros, sean terrible contra los demonios’ ”.15
Al sentir que se acercaba el final de su vida, decidió legar a la Compañía de Jesús la herencia de sus discípulos y colegios, un deseo que no llegó a concretarse a causa de inesperados obstáculos. Vencidas otras muchas pruebas y dificultades, se retiró a la ciudad de Montilla (Córdoba), donde murió santamente el 10 de mayo de 1569. Sus últimas palabras, que repetía muchas veces, fueron: “Jesús, María”. 16
No hay duda de que San Juan de Ávila realizó su vocación en plenitud. Predicar era para él “algo consustancial a su temperamento de apóstol: a la predicación se ordenaba principalmente su estudio; su oración era el fuego en que templaba su espíritu para el púlpito; sus mismas cartas, ¿qué otra cosa eran sino sermones escritos?; y aun de su escuela y sus discípulos bien se pudiera decir que eran el eco vibrante y ungido de su voz difundiéndose por los ámbitos todos de España”.17
La autenticidad de sus palabras estuvo marcada por su vida piadosa e inmaculada, como corresponde a todo sacerdote, que debe ser santo “para poder arrastrar, para poder convencer y para poder arrebatar”. 18 No nos queda sino decir, con toda propiedad, que ese insigne predicador arrastró, convenció y arrebató.
1 GRANADA, Luis de. Vida, apud SALA BALUST, Luis. Introducción biográfica. In: SAN JUAN DE ÁVILA. Obras Completas. Madrid: BAC, 1952, v. I, p. 48. 2 Ídem, p. 54. 3 KEMPIS, OSA, Thomas de. Imitación de Cristo. L .III, c. 43. 4.ª ed. Buenos Aires: Bonum, 2008, p. 227. 4 SALA BALUST, op. cit., pp. 65?66. 5 SALA BALUST, Luis. San Juan de Ávila. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2004, v. V, p. 221. 6 SAN JUAN DE ÁVILA. Carta al P. Fr. Alonso de Vergara, apud SALA BALUST, Introducción biográfica, op. cit., p. 144. 7 SALA BALUST, San Juan de Ávila, op. cit., p. 220. 8 SANTIVÁÑEZ. Historia Prov. Andalucía S. I., apud SALA BALUST, Introducción biográfica, op. cit., p. 105. 9 BENEDICTO XVI. Carta Apostólica. San Juan de Ávila, sacerdote diocesano, proclamado Doctor de la Iglesia universal, n.º 2. 10 Cf. SALA BALUST, Introducción biográfica, op. cit., p. 96, nota 11 11 GRANADA, op. cit., p. 81. 12 SALA BALUST, San Juan de Ávila, op. cit., p. 219. 13 MAGNIN, Ignacio María. Vida popular de São João de Deus. Porto: Fonseca, 1925, p. 51. 14 BENEDICTO XVI, op. cit., n.º 3. 15 SALA BALUST, San Juan de Ávila, op. cit., p. 220. 16 Ídem, p. 223. 17 SALA BALUST, Luis. Introducción a los sermones. In: SAN JUAN DE ÁVILA. Obras Completas. Madrid: BAC, 1953, v. II, p. 3. 18 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La santidad sacerdotal: Homilía del viernes de la III Semana de Adviento. Caieiras, 19/12/2008. |
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