Hombre de doctrina, supo armonizar Occidente con Oriente, dándole a la Iglesia su carácter universal. Pontífice compenetrado de su misión, defendió la verdadera fe, seguro de que las obras realizadas por él procedían de la abundancia de la gracia de Cristo.
El león es, entre todos los animales, el que merece el indiscutible título de rey. Su imponente presencia le garantiza el respeto de los demás y su fuerza avasalladora, que no le hace retroceder ante nada, afianza su supremacía en la sabana o en la selva. También es considerado como símbolo de lealtad, libra con ufanía la batalla por la sobrevivencia, luchando siempre de frente. Vemos, así, cómo la perfecta ordenación de la naturaleza consiste en que cada criatura cumpla la finalidad para la cual ha sido creada.
Tales características del rey de los animales trasladan nuestro espíritu a realidades más elevadas, de las que no son sino un pálido reflejo. Quiso Dios darnos a conocer, por medio de esta imagen, algo de su grandeza y poder infinito. Sin embargo, cuando la majestad divina se refleja, ya no en un ser irracional, sino en una criatura humana cualificada por la gracia, adquiere alturas verdaderamente sublimes y arrebata a las almas de una manera incomparable.
Es lo que sucede cuando contemplamos la figura de un Sucesor de Pedro que reinó a mediados del siglo V, una época crucial de la Historia, cuyas vicisitudes, tanto en el campo político como en el dogmático, contribuyeron a realzar aún más la personalidad fulgurante de ese Pontífice y sus dotes de gobierno y organización. Su nombre —que mantuvo al ser elevado al solio pontificio— reproducía en su persona “uno de los más nobles títulos de nuestro divino Resucitado”:1 León, el gran defensor de la Iglesia.
Fue el primer Papa que usó ese nombre. “Lo eligió porque sentía dentro de sí mismo un soplo del Espíritu Santo que le daba un ímpetu para escoger todo lo que era grande. Le gustaban las cosas grandiosas y sabía perfectamente lo que debía hacer para armonizar todas las corrientes y defender a la Iglesia de la manera más extraordinaria posible”.2
La estabilidad de la Iglesia descansa sobre una piedra inamovible
Corría el año 440 cuando sobrevino el fallecimiento del Papa San Sixto III. El cónclave eligió como sucesor a León, arcediano de la Iglesia romana y consejero pontificio, que en aquel tiempo ya era muy estimado y admirado por “su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima”.3 Sin embargo, el recién electo se encontraba en la Galia como delegado papal, por lo que tardó en llegar a Roma, al tener que atravesar los Alpes. Por eso sólo pudo ser investido el 29 de septiembre, en medio de manifestaciones de júbilo y bienquerencia del clero y del pueblo.
No obstante, nadie de los que le aclamaba podría tener una noción exacta de las ingentes luchas y dificultades por las que habría de pasar a lo largo de sus 21 años de pontificado. San León enfrentó la furia de las hordas invasoras que se lanzaban a la conquista de Europa y de Roma, así como la insidia de las herejías, no menos peligrosas para la Iglesia, sin perder nunca la certeza de que la estabilidad de la Iglesia descansa sobre una piedra inamovible, que no es la virtud natural de ningún Pontífice, sino la promesa que Cristo le hizo a Pedro cuando éste manifestó la fe en su divinidad y recibió de sus manos el Papado.
En una homilía conmemorativa de su ascensión a la Cátedra petrina, algunos años después, declaraba en alta voz y trémula de emoción: “Cuando se trata de cumplir con los deberes de nuestro cargo, deseamos actuar con piedad y vigor, pero nos reconocemos a un mismo tiempo débiles y cobardes, más pesados aún como somos por la fragilidad de nuestra propia condición; no obstante, fuertes por la incesante intercesión del Sacerdote todopoderoso y eterno que, semejante a nosotros e igual al Padre, ha bajado su divinidad hasta el nivel del hombre y ha elevado a la humanidad hasta el nivel de Dios, nos regocijamos justa y santamente de la disposición que ha tomado. En efecto, a pesar de haber delegado a numerosos pastores el cuidado de sus ovejas, no ha abandonado la custodia de su querido rebaño. Además, como resultado de esta asistencia esencial y eterna, hemos recibido la protección y el auxilio del Apóstol que, por cierto, no se relaja en su función; y este sólido fundamento sobre el que se eleva a su máxima altura el edificio de la Iglesia no se cansa de ninguna manera de aguantar el peso del templo que descansa sobre él. […] Pues es en la Iglesia entera que Pedro dice cada día: ‘Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo’ y que toda lengua que confiesa al Señor es instruida por la enseñanza de esta palabra. Es esta fe la que […] introduce en el Cielo a los que ha arrancado del mundo y las puertas del infierno no pueden prevalecer contra ella. Está, de hecho, asegurada divinamente con tal solidez que nunca la perversidad de las herejías podrá corromperla, ni la perfidia de los paganos podrán contra ella”.4
Defensor de la Iglesia frente a las herejías
En efecto, por aquellos tiempos se difundían muchas herejías que amenazaban la unidad del Cuerpo Místico, confundiendo y arrastran do a numerosos espíritus menos vigilantes. El norte de África estaba plagado de arrianos, donatistas y también de maniqueos, muchos de los cuales buscaban refugio en Italia huyendo de la invasión de los vándalos. Por otra parte, los priscilianos, que al final del siglo IV habían difundido en España su ideología, volvían a multiplicarse, a pesar de haber sido condenados por el Concilio de Toledo en el año 400.
Pero el peor enemigo asomaba por Oriente. Todavía no se habían silenciado totalmente los ecos de la perniciosa doctrina de Nestorio —la cual “no veía en Cristo más que dos personas colocadas la una al lado de la otra, unidas exterior y moralmente” 5—, cuando Eutiques, archimandrita de un monasterio de Constantinopla, empezó a defender el error opuesto: en Jesucristo había “una sola naturaleza compuesta de la divinidad y de la humanidad”,6 motivo por el que a sus partidarios se les denominó monofisitas.
Contra estos adversarios San León hizo honra a su nombre, “interviniendo en diferentes circunstancias con prudencia, firmeza y lucidez, a través de sus escritos y mediante sus legados. Así mostraba cómo el ejercicio del primado romano era necesario entonces, como lo es hoy, para servir eficazmente a la comunión, característica de la única Iglesia de Cristo”.7
Habiendo tomado conocimiento de la presencia de los maniqueos en Roma, se apresuró en advertir al rebaño confiado a su custodia, exhortándolo en sus predicaciones a la vigilancia. También contra los priscilianos escribió San León una carta a Santo Toribio, Obispo de Astorga, denunciando los principales errores de esa nociva secta.
¡Pedro ha hablado por la boca de León!
Sin embargo, su mayor victoria en el campo dogmático fue la condenación decisiva de los desvíos doctrinarios de Eutiques, que bajo la capa de ortodoxia anti-nestoriana, encontraba gran aceptación entre el pueblo. Como ya decía el mismo San Pablo escribiendo a los corintios, “realmente tiene que haber escisiones entre vosotros para que se vea quiénes resisten a la prueba” (1 Co 11, 19), pues también los engaños de los monofisitas contribuirían a que fuera definida de manera clara y fulgurante la doctrina cristológica de la unión de dos naturalezas —humana y divina— en la única Persona del Verbo.
En la célebre carta dirigida a Flaviano, Obispo de Constantinopla, San León afirmaba: “El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza humana, conservando la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. […] El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en Él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios. […] Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne. En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así como la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza”.8
Este documento, hermoso tanto por su pureza teológica como por su brillante estilo literario, fue proclamado en el Concilio de Calcedonia, convocado en el 451 para dirimir la cuestión. Y los obispos presentes acogieron el final de la lectura “con una aclamación elocuente, registrada en las actas del Concilio: ‘Pedro ha hablado por la boca de León’, exclamaron al unísono los Padres conciliares”.9
“En esta controversia, en la que estaba en juego la fe de la Iglesia, el mérito de San León fue el de darle al dogma tradicional una formulación precisa, que ponía fin de inmediato a las ambigüedades tan perjudiciales para la ortodoxia. […] San León, que resumía la Tradición con el carisma infalible del Romano Pontífice, enuncia en términos simples la fórmula de fe que los Padres de Calcedonia adoptan enseguida: hay en Cristo dos naturalezas completas y una persona”.10
Un “león” ante la barbarie pagana
No acababa de derrotar a la perversidad de la herejía que intentaba desestabilizar a la Iglesia, cuando ya se perfilaba en el norte de Italia la barbarie pagana que avanzaba como un torbellino de fuego, sangre y devastación. Atila, el terrible jefe de los hunos, el “azote de Dios”, había cruzado los Alpes, tomado Milán y Pavía, y estaba acampado en Mantua, con vía libre para atacar Roma, donde se encontraba una población aterrorizada y abandonada por sus gobernantes, incapaces de defenderlos. La esperanza de la urbe y del resto de la península descansaba sobre los hombros del Vicario de Cristo. Ahora no tendría que empuñar la espada de la palabra, a fin de confundir a los herejes, sino arriesgar su propia vida para salvar a sus ovejas.
San León se puso en camino con decisión, seguido por algunos cardenales y los principales miembros del clero romano. Revestido de las insignias pontificias y cabalgando sobre un humilde animal, se presentó delante de Atila y le intimó a que cesara aquella guerra de saqueos y devastaciones. Contra todas las expectativas humanas, el bárbaro recibió con temeroso respeto a ese anciano que iba a su encuentro sin armas y sin soldados; le prometió vivir en paz con el Imperio, mediante el pago de un pequeño tributo anual, y se volvió por donde había venido. Interpelado después por sus guerreros, que no comprendían aquel cambio repentino, el “azote de Dios” respondió: “Mientras me hablaba, veía a su lado, de pie, a un Pontífice de majestad sobrehumana. De sus ojos salían rayos y en la mano tenía una espada desenvainada; su mirada terrible y su gesto amenazante me ordenaban conceder todo lo que solicitaba el enviado de los romanos”.11
Cuáles fueron las palabras del santo Papa al jefe bárbaro, no se sabe. Según cuenta un cronista contemporáneo, “se abandonó al auxilio divino, que nunca falta a los esfuerzos de los justos, y que el éxito coronó su fe”.12 Desde lo alto del Cielo, San Pedro favoreció la misión de su sucesor, confirmándola con un milagro. “Este importante acontecimiento pronto se hizo memorable y permanece como un signo emblemático de la acción de paz llevada a cabo por el Pontífice”.13 La victoria fue festejada con pompa y solemnidad en Roma y, para perpetua acción de gracias, San León mandó fundir la estatua de bronce de Júpiter Capitolino y hacer con ese metal una gran imagen del apóstol Pedro, que hasta hoy se venera en la Basílica Vaticana.
Tres años más tarde, cuando Genserico, rey de los vándalos, llegó a las puertas de la Ciudad Eterna, fue una vez más ese santo pastor quien la salvó, logrando que el invasor no la incendiase ni derramase sangre.
Pastor tiernísimo y generoso
Los últimos años de su vida los dedicó a la organización de la disciplina eclesiástica, a la predicación y al perfeccionamiento de la Liturgia. Él fue quien añadió al Canon de la Misa las palabras: Sanctum sacrificium (Sacrificio santo), e Immaculatam Hostiam(Hostia inmaculada), las cuales reflejan de modo inequívoco su sentido teológico y su intensa devoción al Misterio Eucarístico. Restauró las antiguas basílicas, erigió nuevos templos, dotándolos de ricos vasos para las celebraciones.
Grandioso bajo todos los aspectos de su pontificado, San León también lo fue en la caridad, demostrada por su tiernísimo afecto por el rebaño que el Espíritu Santo le había confiado y por la generosidad con la que repartía limosnas entre los más necesitados. Finalmente, el 10 de noviembre del 461, rodeado del amor de sus fieles, entregó su noble alma a Dios, dejando a la posteridad un ejemplo sin igual de integridad y de celo por la Casa del Señor.
Más poderosa es la llave de oro
Hombre de doctrina, de escritos y de palabra elocuente, supo armonizar Occidente con Oriente, dándole a la Iglesia su carácter universal. Varón de inigualable personalidad, contribuyó a reforzar la primacía de la Sede de Roma, gracias al prestigio y a la autoridad de su persona. Pontífice compenetrado de su misión, defendió la verdadera fe, seguro de que las obras realizadas por él no procedían de su capacidad humana sino de la abundancia de la gracia de Cristo.
Así era San León I, apodado Magno debido a la santidad majestuosa con la cual se distinguió a lo largo de su vida, legando a los siglos futuros una profunda enseñanza: la carne no es nada ante el espíritu (cf. Jn 6, 63). Por peores que sean las situaciones de aflicción o de prueba por las que tenga que pasar la Santa Iglesia, el poder espiritual, entregado por Jesús a Pedro, hace brillar la verdad e imponerse definitivamente. De las dos llaves que adornan la tiara pontificia —de plata y de oro, símbolos del poder temporal y del espiritual—, la más poderosa es la de oro: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18).
(Revista Heraldos del Evangelio, Nov/2012, n. 131, pag. 34 a 37)