Mártir y paladín de la fe
Vínculo entre los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, seguidor del “discípulo amado”, luchador incansable en contra de las herejías, mártir sereno y valiente: estos son algunos rasgos de la rica personalidad del que fue uno de los obispos más grandes de los primeros tiempos.
Después de las llamas fulgurantes del Pentecostés, la ardorosa actividad del pequeño grupo de apóstoles y discípulos del Señor expandió la Iglesia primitiva. Este primer período, sembrado de milagros y sellado con la sangre, es conocido como Era Apostólica.
El año 67 fueron martirizados san Pedro y san Pablo; san Juan Evangelista viviría aún hasta el reinado de Trajano (98-117). El año 69 nacía san Policarpo; es decir, en plena efervescencia evangelizadora de los primeros decenios de la Iglesia Católica.
Diversos documentos de la época –incluyendo una carta que envió a los cristianos de Filipos– constituyen una fuente preciosa de información sobre su vida, muy ilustrativa del cristianismo de entonces.
Tuvo la dicha de ser discípulo de san Juan Evangelista y de conocer a muchos otros “que vieron al Señor”, y está considerado como una de las figuras principales entre esos hombres eminentes que forman un eslabón entre el tiempo de los Apóstoles, en el primer siglo, y el de los Padres de la Iglesia, en la siguiente centuria.
¿Quién fue este seguidor fiel del Apóstol amado, cuya muerte cerró un período de la historia de nuestra fe?
Fundado en Dios como en roca firme
El propio san Juan Evangelista lo nombró obispo de Esmirna, ciudad situada en el litoral de Asia Menor (hoy Izmir, Turquía). Era amigo personal del gran san Ignacio de Antioquía, que a su vez había sido discípulo de san Pablo Apóstol. Las cartas entre ambos santos dejan constancia de su virtuosa relación. De las muchas epístolas escritas por san Ignacio, siete sobrevivieron al paso del tiempo, y en una de ellas hay esta admirativa referencia a san Policarpo: “Su conciencia está fundada en Dios como en roca firme”. ¿De cuántos hombres se podría escribir lo mismo?
Cuando san Ignacio fue capturado por la policía imperial, Policarpo lo encontró en Esmirna, camino del martirio, y besó por última vez sus manos y sus cadenas. El venerable obispo de Antioquía le rogó entonces que velase por los fieles de las jóvenes comunidades, escribiendo cartas de exhortación en su nombre para las iglesias de Asia, a las que él no había podido escribir.
Una de estas cartas, escrita para los Filipenses en la primera década del siglo II, ha llegado hasta nosotros. Es uno de los documentos más valiosos de la Iglesia antigua; san Jerónimo la alabó como obra maestra de celo apostólico, agregando que dos siglos después de escrita seguía siendo leída públicamente en las iglesias. Con motivo de las polémicas respecto de la canonicidad de ciertas epístolas de san Pablo, esta misiva se transformó en un argumento de peso a favor del Apóstol, ya que el obispo de Esmirna cita en ella las epístolas paulinas en tela de juicio.
Paladín de la fe
Policarpo estuvo en el centro de las controversias teológicas de los siglos I y II. Las herejías más virulentas comenzaron a propagarse entonces, como la cizaña en medio del trigo, amenazando la unidad del rebaño de Cristo. El vigor del santo para defender la verdad le valió el título de “campeón de la ortodoxia”.
Como su maestro Juan Evangelista, sabía ser truculento contra los que amenazaban la fe del pueblo simple. En las calles de Roma se cruzó una vez con Marción, jefe de una corriente herética que ocasionaba grandes males a la Iglesia. El obispo de Esmirna prefirió no dirigirle la palabra; pero el orgulloso personaje lo increpó, pues no admitía ser ignorado por nadie:
–¡Qué! ¿Acaso no me conoces?
–Sí –respondió el santo–, sé que eres el primogénito de Satanás.
Sin embargo, su trato con los verdaderos hijos de Cristo era suave y diplomático. Como hasta entonces las Iglesias de Asia diferían con las demás en la fecha de celebración de la Pascua, san Policarpo viajó a Roma con el propósito de dirimir esta duda con el Papa san Aniceto. Problemas como éste parecen hoy de poca monta, pero en ese período no era difícil que sirvieran de estopín a la explosión de movimientos heréticos.
En los diálogos sobre la cuestión, el Papa no consiguió convencer al obispo de Esmirna como tampoco éste a aquél, pero la virtud que unía a los dos hombres de Dios traspuso las barreras teológicas. Concordaron en que cada Iglesia conservaría sus propias costumbres en lo tocante a la fecha de la fiesta. Y para demostrar su aprecio por san Policarpo, san Aniceto le pidió celebrar juntos la Eucaristía en Roma.
La figura del gran obispo ofrecería pronto su última y acaso más hermosa faceta: el martirio.
La persecución
Hacia el año 154 se desató una feroz persecución contra el cristianismo en Asia Menor. No satisfechos con quitar la vida a los cristianos de Esmirna, los verdugos se abocaban con tesón a la captura del obispo. En vano, porque éste había sido persuadido de abandonar la ciudad durante un tiempo. Pero lograron atrapar a dos niños que conocían el lugar donde se encontraba, y los torturaron con tanta crueldad que uno de ellos lo reveló.
Como manso cordero, se entrega a los perseguidores
Caía la tarde del viernes antes de Pascua, cuando un piquete de soldados a caballo llegó a la granja donde se refugiaba el venerable anciano. A la vista del pelotón, los otros cristianos presentes instaron con vehemencia a su obispo para que huyera al campo. Lo pudo haber hecho fácilmente, pero se rehusó diciendo: “Hágase la voluntad de Dios”.
Su desconcertante actitud tenía un motivo sobrenatural: tres días atrás, mientras rezaba, Policarpo había tenido una visión en que la almohada donde solía descansar aparecía envuelta en llamas. Comprendió que se trataba de un presagio profético, y dijo a los que estaban con él: “Esto ha de significar que seré quemado vivo…”
Así, cuando sus captores entraron en la propiedad, fue el encuentro de ellos con una serenidad que los perturbó, ya que esperaban una fuga o una reacción violenta. Policarpo, en cambio, aunque rodeado de hombres armados, permaneció tranquilo e impasible. La fuerza de su santidad imponía respeto a todos y lo hacía dueño de la situación. Mandó preparar la mesa e invitó a los soldados a compartir su cena. Ellos se miraron atónitos y vacilantes, pero terminaron aceptando. Por fin, el imperturbable obispo les dijo que antes de partir, dedicaría un tiempo a la oración, durante la cual les pedía no ser interrumpido. La perpleja patrulla, ante esta seguridad sobrenatural, no supo negarse.
Policarpo se alejó un poco y durante dos horas elevó su plegaria. Quien se lo imagine curvado y en cabizbajo silencio, se engaña: este hombre cuyo ánimo no se desmoronó con los años, se dirigía al Cielo hablando en voz alta con gracia y elocuencia. Encomendaba su rebaño a Dios y pedía por la Iglesia Católica en el mundo entero. Todos a su alrededor –ya los bautizados, ya los estupefactos paganos– lo contemplaban en el más completo silencio.
Acabada su oración, el venerable anciano se entregó dócilmente a sus captores, quienes, no sin remordimiento y bastante confundidos, lo subieron a un asno y lo llevaron al anfiteatro de la ciudad para ser juzgado.
Ante el tribunal romano
A medida que se acercaban al terrible lugar, se podían oír los rugidos e imprecaciones de la feroz chusma, que aguardaba con impaciencia el inicio de otra sesión de espectáculos sanguinarios. Cuando nuestro santo ingresó al estadio resonó otra voz potente, pero venida del cielo, que decía: “¡Sé fuerte, Policarpo, actúa como un hombre!”
Esta misteriosa voz sólo fue audible para los cristianos que ahí, disimulados, esperaban con la expectativa de recoger las reliquias del obispo mártir.
El obispo, una vez en presencia del procónsul, fue amenazado por éste con el terrible suplicio de la muerte en la hoguera e instado a abjurar de la fe en Cristo para salvar su vida, a lo que respondió:
–Me amenazas con un fuego que dura una hora, y luego se apaga. Pero te olvidas del juicio venidero y del fuego eterno, en el que arderán para siempre los impíos.
A todas las preguntas el santo replicaba con fuerza y coraje, sin dejar a nadie indiferente en su presencia. San Ireneo, su discípulo, al escribir tiempo después acerca del episodio, elogió la distinción y serenidad de su maestro ante las amenazas de muerte. Justamente eso era lo que más enfurecía a sus enemigos.
El suplicio del fuego
La multitud exaltada preparó una hoguera con insólita rapidez. Policarpo se quitó el ceñidor y dejó su manto, con característica nobleza y elevación. Algunos verdugos lo iban a atar a una columna de hierro, pero el santo interrumpió sus preparativos diciendo:
–Permitidme quedar como estoy; el que me ha dado el deseo del martirio, me dará también el valor para soportarlo inmóvil. Él moderará la intensidad de las llamas.
Los cristianos de Esmirna que presenciaron su martirio escribieron después un detallado relato en una carta circular para las Iglesias de la región del Ponto. Se trata de uno de los documentos auténticos más famosos del tiempo de la persecución. “Policarpo –cuentan ellos– puso sus manos atrás y fue atado, cual si fuera un noble cordero listo para el sacrificio. Se convirtió en una víctima para el holocausto, una ofrenda a Dios de agradable aroma”.
Dirigiendo la mirada hacia el Cielo, el obispo mártir hizo una oración en voz alta. Apenas dijo “amén”, los verdugos atizaron el fuego de la hoguera, “levantándose las llamas hasta el cielo”. El relato de los fieles de Esmirna prosigue de esta manera:
“Pero he aquí que entonces aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos preservados para dar testimonio de ello: las llamas, encorvándose como las velas de un navío empujadas por el viento, rodearon suavemente el cuerpo del mártir, que entre ellas parecía no tanto un cuerpo devorado por el fuego, cuanto un pan o un pedazo de oro en el horno; y todos los alrededores se llenaron de un agradabilísimo olor como de un fino incienso.
“Viendo que el cuerpo no era consumido por el fuego, los verdugos recibieron la orden de atravesar el corazón del mártir con una lanza. Cuando así lo hicieron, vimos salir volando desde allí hacia lo alto una blanquísima paloma, y al brotar la sangre del corazón del santo, lo hizo en tal abundancia que en seguida la hoguera se apagó.
“Este admirabilísimo mártir fue seguramente uno de los elegidos de Dios. Policarpo, maestro apostólico y profético guía de nuestro tiempo, santo obispo de la Iglesia Católica en Esmirna.”
* * *
Educado por san Juan Evangelista, san Policarpo dejó a su vez un discípulo de gran talla espiritual, san Ireneo de Lyon. También éste, fiel al carisma y los ejemplos de virtud dados por su maestro, se esmeró en la formación de sucesores que tuvieran el mismo espíritu y transmitiesen esa preciosa herencia de santidad, cuya raíz es el propio Jesucristo |
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