Mujer fuerte, como la de la Escritura, “la más romana de todas las santas” iluminó las almas y socorrió a los necesitados en uno de los períodos más agitados de la Historia de la Iglesia.
El Divino Salvador estableció su Iglesia sobre fundamentos bien firmes: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18). Pero, a través de la Historia, las fuerzas infernales no dejaron de embestir contra la roca inamovible.
Uno de esos ataques se inició con las agitaciones políticas y sociales que obligaron al Papa Clemente V a tranladar, en 1309, la sede del Papado a la ciudad francesa de Aviñón, donde permanecieron los sucesores de Pedro hasta 1376. Fue un largo período de conturbaciones que culminaron en el Gran Cisma de Occidente (1378-1417).
El estallido del Cisma vino a agravar aún más la situación, hasta el punto de quedar la Ciudad Eterna reducida a un estado de miseria, azotada por guerras, hambre y pestes. En este contexto, destaca como un brillante ángel de caridad una joven dama de la alta nobleza: Santa Francisca Romana, quien, por su prodigiosa actividad en favor de los pobres y enfermos, conquistó el honroso título de Urbis Advocata (Abogada de la Ciudad).
Piedad precoz
Nacida en el 1384, Francisca pertenecía a una familia acomodada de patricios romanos. Sus padres, Paul Bussa de Leoni y Jacovella Broffedeschi, le proporcionaron una primorosa educación cristiana. Desde tierna infancia, acompañaba a su madre en las prácticas de piedad, como abstinencias, oraciones, lecturas espirituales y visitas a las iglesias donde podrían ganar indulgencias.
Frecuentaba con asiduidad la Basílica de Santa María Nova, la preferida de su madre, confiada a los monjes benedictinos del Monte Olivetto. Allí, Francisca, aún niña, comenzó a recibir dirección espiritual del Padre Antonio di Monte Savello, con quien se confesaba todos los miércoles.
A los once años, expresó el deseo de consagrarse a Dios con el voto de virginidad. Su inclinación por la vida monástica se hizo notar cuando — con el asesoramiento del director espiritual, para probar la autenticidad de su vocación— comenzó a practicar en casa, algunas austeridades propias de ciertas órdenes religiosas femeninas. Su padre, sin embargo, se opuso a esos proyectos infantiles, pues ya estaba prometida en matrimonio con Lorenzo Ponziani, joven de familia noble, buen carácter y gran fortuna.
Esposa ejemplar
Obediente y dócil, siguió el consejo del confesor, casándose con el novio elegido por su padre. A los 12 años asumió su nuevo hogar: el Palacio Ponziani. Acogida con alegría por la nueva familia, la muchacha no podía ocultar una pizca de tristeza, por no haber podido seguir su vocación. En seguida se sintió comprendida por su concuñada, Vanozza, esposa del hermano mayor de Lorenzo, de la que se convirtió en su inseparable compañera en todos los actos de piedad. Francisca fue siempre esposa ejemplar.
Por el deseo de su marido, se presentaba en público con el rango de dama romana, usando bellas joyas y suntuosos trajes. Pero debajo de ellos llevaba una tosca túnica de tela ordinaria. Dedicaba a la oración su tiempo libre, y nunca descuidaba las prácticas de vida interior. Transformó en oratorio un salón del palacio y ahí pasaba largas horas de vigilia nocturna, acompañada de Vanozza. Fue objeto de burlas de la gente mundana, pero su familia la consideraba un “ángel de paz ”.1
Los designios de la Providencia
Tres años después de su matrimonio, contrajo una grave enfermedad que duró doce meses, atemorizando a todos los miembros de la familia. Francisca, al contrario, no temía, pues había puesto su vida en las manos de Dios, con toda resignación. En este período de prueba, se le apareció dos veces San Alejo. En la primera, le preguntó si quería curarse, y en la segunda le comunicó que “Dios quería que permaneciese en este mundo, para glorificar su nombre” .2 Y poniendo su túnica dorada sobre ella, le devolvió la salud.
Esta enfermedad, sin embargo, le hizo meditar profundamente sobre los planes de la Providencia para ella. Y una vez restablecida, decidió, con Vanozza, llevar una vida más conforme con el Evangelio, renunciando a diversiones inútiles, dedicando más tiempo a la oración y las obras de caridad.
Protección del Ángel, ataques del diablo
Fue en esa época que Dios le envió un Ángel especial para guiarla en la vía de su purificación. Ella no lo veía, pero estaba constantemente a su lado y se manifestaba por medio de señales claras. Aparte de amigo y consejero, era vigilante amonestador que la castigaba cuando cometía la menor falta. Una vez que Francisca, por respeto humano, no interrumpió una conversación superficial y frívola, él le dio en la cara un golpe tan fuerte que le dejó una marca durante varios días y ¡se escuchó en toda la habitación!
El diablo emprendía todo tipo de estrategias para perturbar la vida y, sobre todo, impedir la santificación de Francisca. Como la santa siempre triunfaba en sus tentaciones, él a menudo recurría a ataques directos. Así, en cierta ocasión regresaba con Vanozza de la Basílica de San Pedro y decidieron tomar un atajo, porque ya era tarde. Al llegar a la ribera del Tíber, se inclinaron para tomar un poco de agua. Empujada por una fuerza invisible, Francisca cayó al río. Vanozza se lanzó para salvarla y fue también arrastrada por la corriente. Sintiendo en peligro sus vidas, recurrieron a Dios y en el mismo tiempo, se encontraron de nuevo en la orilla, sanas y salvas.
Modelo de madre y ama de casa
Cuando en 1400 nació su primer hijo, Juan Bautista, no dudó en abandonar algunas de sus mortificaciones y ejercicios piadosos, para cuidar mejor al niño. Al cariño materno unía la firmeza de la buena educadora, corrigiendo las infantiles manifestaciones de terquedad, obstinación y cólera, sin nunca ceder a sus lágrimas de impaciencia. Fue también modelo de madre para Juan Evangelista e Inés, nacidos unos años más tarde.
Su Ángel le ayudó a llevar la vida de casada con amor y dedicación hacia su marido y los hijos. Cumplía perfectamente su oficio de ama de casa, comprendiendo que los sacrificios impuestos por las tareas cotidianas son parte de la necesaria purificación en esta vida y tienen prioridad sobre las mortificaciones privadas. Llegó a tan alto grado de perfección que en 1401, cuando murió la esposa del viejo Ponziane, su suegro, éste la incumbió del gobierno del palacio. En este papel, la joven señora demostró una gran capacidad, inteligencia y sobre todo, amabilidad.
Organizó el trabajo de los numerosos criados para tener tiempo de cumplir todos sus deberes religiosos. Ayudándoles en sus necesidades materiales los alentaba a llevar una verdadera vida cristiana. Cuando alguno de ellos enfermaba, Francisca hacía de enfermera, madre y hermana. Y si la enfermedad entrañaba peligro para la vida, ella misma iba a buscar la asistencia espiritual de un sacerdote, a cualquier hora del día o de la noche.
Milagros realizados durante la vida
Alrededor de 1413, el hambre golpeaba Roma. El suegro de Francisca se alarmó al ver que ella seguía siendo muy generosa en ayudar a los necesitados… distribuyéndoles parte de las provisiones que él tenía reservadas para alimentar a la familia, prohibiéndole hacerlo. Desde entonces la caritativa dama como no pudo disponer de esos alimentos para ayudar a los hambrientos, empezó a pedir limosna para ellos. Y un día, teniendo una inspiración repentina, fue a un granero vacío del palacio con Vanozza para buscar los granos restantes en medio de la paja del trigo. A costa de un paciente trabajo, logró recoger unos pocos kilos. Pero cosa admirable: después de salir ambas del granero, Lorenzo, su marido, entró en el granero y ¡encontró 40 sacos, cada uno de ellos con 100 libras de trigo dorado y maduro!
Un fenómeno similar se produjo al mismo tiempo, queriendo llevar a los pobres un poco de vino, Francisca recogió una pequeña cantidad que quedaba en el fondo de un tonel y, al instante, éste se llenó milagrosamente de un excelente vino.
Estos hechos prodigiosos contribuyeron a suscitar en Lorenzo un temor reverencial y amoroso por su esposa. En consecuencia, le dio libertad de disponer de su tiempo para sus obras apostólicas y le permitió cambiar sus hermosos vestidos y joyas — que ella se apresuró a vender para distribuir el dinero a los pobres— por ropas sencillas y poco vistosas.
Las guerras y probaciones
Muchas probaciones todavía le aguardaban. La situación política de la Península Italiana y la crisis derivada del Gran Cisma de Occidente le acarrearon muchos sufrimientos. Roma se dividió en dos grupos que trababan guerra encarnizada: los Orsini, a favor del Papa, de cuya facción hacía parte la familia de Lorenzo, y por otra parte, los Colonna, apoyando a Ladislau Durazzo, rey de Nápoles, que invadió Roma en tres ocasiones. En la primera invasión, Lorenzo resultó gravemente herido en combate, siendo curado por la fe y la dedicación de su esposa. En la segunda, en 1410, las tropas saquearon el palacio de los Ponziani, y los bienes de la familia fueron confiscados. Peor aún, Francisca vio a su marido y a su hijo Bautista salir al exilio.
En 1413 y 1414, la capital de la Cristiandad quedó entregada a los saqueos y reducida a la miseria. Un nuevo flagelo, la peste, vino a agravar la situación. La Santa transformó el palacio en hospital y cuidaba personalmente de las víctimas de la terrible enfermedad. Era un ángel de la caridad en aquella infeliz ciudad asolada por el infortunio.
Su propia familia no quedó inmune a esa tragedia: en 1413 murió Evangelista, su hijo más joven, y al año siguiente la pequeña Inés. Por último, ella también contrajo la enfermedad, pero milagrosamente fue sanada por Dios.
Visiones y dones sobrenaturales
En 1413, se le apareció su hijo que acababa de morir, teniendo a su lado un joven del mismo tamaño, que parecía ser de la misma edad, pero mucho más hermoso.
— ¿De verdad que eres el hijo de mi corazón? —preguntó.
Le contestó que estaba en el Cielo, junto con aquel espléndido arcángel que el Señor le había enviado para que le asistiera en su peregrinación terrestre.
— Día y noche podrás verlo a tu lado y él te ayudará en todo —añadió.
Ese espíritu celestial irradiaba una luz que Francisca podía leer o trabajar de noche, sin ninguna dificultad, como fuese de día, y le iluminaba el camino cuando precisaba salir por la noche. A la luz de ese arcángel, podía ver los íntimos pensamientos de los corazones. Recibió, además, el don del discernimiento de los espíritus y el del consejo, que usaba para convertir a los pecadores y reconducir a los desviados al buen camino.
Dios le dió muchas visiones. Las más impresionantes fueron las del infierno. Vio con pormenores los suplicios con los que son castigados los condenados, de acuerdo con los pecados cometidos. Observó la organización jerárquica de los demonios y las funciones de cada uno en la obra de la perdición de las almas, una parodia de la jerarquía de los Coros Angélicos. Lucifer es el rey del orgullo y el jefe de todos. También vio como los actos de virtud practicados por los buenos atormentan a esas criaturas miserables y perjudican su acción en la tierra.
La vida de apostolado
Desde la muerte del rey Ladislao, restaurada la paz en la Ciudad Eterna, su marido y su hijo Bautista regresaron del exilio, y la familia Ponziani recuperó los bienes confiscados injustamente.
A través de las oraciones y buenas palabras, la santa logró convencer a Lorenzo para que se reconciliara con sus enemigos y se entregara a una vida de perfección. Cuando su hijo contrajo matrimonio, le entregó a la nuera — convertida por ella— el gobierno del palacio para dedicarse enteramente a las obras de caridad y de apostolado.
Lorenzo la dejó libre para fundar una asociación de religiosas seculares, con la condición de seguir viviendo en el hogar y no dejar de guiarlo en el camino de la santidad. Orientada por su director espiritual, fundó la sociedad llamada Oblatas de la Santísima Virgen, según el modelo de los Benedictinos de Monte Olivetto. El 15 de agosto de 1425, Francisca y otras nueve señoras hicieron su ofrenda a Dios y a María Santísima, pero sin emitir votos solemnes. Cada una vivía en su casa, siguiendo los consejos evangélicos, y se reunían en la iglesia de Santa María Nova para escuchar las palabras de su fundadora, quien fue su guía y modelo a imitar.
Algunos años más tarde, recibió la inspiración de transformar la sociedad en congregación religiosa. Adquirió la propiedad de nombre Torde' Specchi, y, en marzo de 1433, diez Oblatas de María fueron revestidas del hábito y allí se establecieron, en régimen de vida comunitaria. En julio de ese mismo año, el Papa Eugenio IV, erigió la Congregación de Oblatas de la Santísima Virgen, posteriormente cambiado por el de Congregación de las Oblatas de Santa Francisca Romana. Era una institución nueva y original para su época: religiosas sin votos, sin clausura, pero de vida austera y dedicadas a un auténtico apostolado social.
Comprometida como estaba por el matrimonio, sólo después de la muerte de su marido en 1436, Francisca pudo finalmente realizar el mayor deseo de su vida: hacerse religiosa. Entró como una mera postulante en la congregación fundada por ella. Pero fue obligada —por el capítulo de la comunidad y por el director espiritual— a aceptar los cargos de superiora y fundadora.
Vio el Cielo abierto y los Ángeles viniendo a buscarla
Vivió en el convento tan sólo tres años. En 1440, se vio obligada a regresar al palacio Ponziani a cuidar de su hijo, gravemente enfermo. Afectada por una fuerte pleuresía, allí permaneció, pues ya no tenía más fuerzas. Supo entonces que había llegado su último momento. Padeció terriblemente durante una semana, pero pudo dar sus últimos consejos a sus hijas espirituales y despedirse de ellas.
El 9 de marzo, después de agradecer a su director, el Padre Giovanni, en su nombre y en el de la comunidad, quiso rezar la Vísperas del Oficio de la Santísima Virgen. Con los ojos muy brillantes, decía estar viendo el Cielo abierto y llegando los ángeles a buscarla. Con una sonrisa iluminándole la cara, su alma dejó esta Tierra.
Al elevarla a los honras de los altares, en mayo de 1608, el Papa Pablo V la calificó de “la más romana de todas las santas”.3 Y el cardenal San Roberto Belarmino, que contribuiría decisivamente con su voto para la canonización, dijo en el Consistorio: “La proclamación de la santidad de Francisca será de maravilloso beneficio para clases muy diferentes de personas: las vírgenes, las mujeres casadas, las viudas y las religiosas”.4
Cuatro siglos más tarde, el cardenal Angelo Sodano trazaba este retrato de ella: “Leyendo su vida, parece que nos deparamos con una de esas mujeres fuertes, de las que están llenos los Libros Sagrados y las páginas de la Historia de la Iglesia. […] Mujer de acción, Francisca extrajo, sin embargo, de una intensa vida de oración la fuerza necesaria para su apostolado social”.5
Precioso consejo valioso para todos nosotros: es el de tener “una intensa vida de oración” del que viene la fuerza para llevar adelante nuestras obras de apostolado.
(Revista Heraldos del Evangelio, Marzo/2009, n. 87, pag. 30 a 33)
1 SUÁREZ, OSB, Padre Luis M. Pérez. Santa Francisca Romana. En: ECHEVERRÍA, L., Llorca, B. y Betes, J. (Eds.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003. p. 173.
2 Ídem, ibídem.
3 Tor de'Specchi, Monastero delle Oblatos de S. Francesca Romana – Venerazione y de culto. Disponible en <http://www.tordespecchi.it/public/index.php?Storia:Venerazione_e_culto>. Consultado el 14/01/2009.
4 SUÁREZ, OSB, Op. cit., P. 185.
5 SODANO, Card. Angelo. Homilía con motivo de la fiesta de Santa Francisca Romana, 05/03/2005. Disponible en <www.vatican.va>. Consultado el 14/01/2009