Tan sólo tres ducados…

Publicado el 02/12/2015

 

Para salvarse de la horca le faltaban… Tan sólo tres ducados…

 


 

Esta es la leyenda de un condenado a muerte. ¿Qué crimen había cometido? No lo sabemos.

 

Estaba siendo conducido a la horca, levantada en el centro de la ciudad de Toulouse, Francia. Lo acompañaban los jueces y el verdugo, en medio de la gran multitud atraída por la curiosidad que ese género de acontecimientos siempre despierta. Ahora bien, en aquella misma hora pasaba por Toulouse el Rey con la bondadosa Reina, a la que acababa de desposar en España.

 

El día del Juicio de nada nos valdrá la misericordia de Dios y de María, si no llevamos con nosotros tres ducados de buena voluntad

Llegando frente a la horca, la Reina vio al infeliz condenado ya con la cuerda al cuello. No pudo contener un grito y escondió el rostro entre las manos.

 

El Rey, entonces, se detuvo e hizo un gesto al verdugo para que esperase. Y dirigiéndose a los jueces, dijo:

 

—Señores magistrados, como señal de bienvenida la reina os pide que sea de vuestro agrado conceder a este hombre el perdón.

 

Esta intervención del Rey fue recibida por unos con alegría y por otros con sorpresa. Pero los jueces respondieron:

 

Todas las bolsas se abrieron buscando más monedas

—Majestad, este hombre cometió un gran crimen para el que no hay perdón, y aunque nuestro deseo sería agradar a nuestra señora la reina, estamos maniatados por la ley que exige que sea ahorcado inmediatamente.

 

—¿Existe por lo tanto en el mundo una falta que no puede ser perdonada? —preguntó tímidamente la reina.

 

—Ciertamente que no — respondió un consejero del Rey. Y recordó que según la costumbre del país, cualquier condenado, por peor que fuera su crimen, podría ser rescatado con la suma de 1000 ducados.

 

El Rey abrió su bolsa y sacó 800 ducados de ella.

 

En cuanto a la reina, registró la suya y no encontró sino 50 ducados. Dijo:

 

—Señores, ¿no es suficiente para este pobre hombre la suma de 850 ducados?

 

—La ley exige 1000 ducados — repitieron los magistrados, inflexibles.

 

Entonces, todos los hombres del séquito real echaron mano en sus respectivas bolsas, en busca de más monedas, entregando todo a los jueces.

 

Tomaron cuenta y anunciaron: —Son 997 ducados, ¡aún faltan 3!

 

—¡¿A causa de 3 ducados nada más este hombre será ahorcado?! — exclamó perpleja la reina.

 

Con escepticismo, el verdugo revisó al condenado y encontró en uno de sus bolsillos 3 ducados

—¡No se trata de una exigencia nuestra, sino de la ley! ¡Nadie puede alterar la ley!

 

E hicieron una señal al verdugo, que se acercó con la cabeza cubierta con una alta capucha negra, preparándose para el acto final. De nuevo intervino la reina:

 

—¡Deteneos! Revisad primero a este pobre miserable. Tal vez tenga consigo 3 ducados. Con escepticismo, el verdugo revisó al condenado y encontró en uno de sus bolsillos 3 ducados. Se completó por fin la suma necesaria. El criminal fue perdonado y acogido amablemente por el Rey y por la Reina.

 

Y la narración termina de la siguiente forma:

 

¿Quién es el hombre que, a punto de ser ahorcado, fue salvado por la bondad del Rey, por la intercesión de la reina y la ayuda de los caballeros del séquito real? Bien podría ser cualquiera de nosotros. En el día del Juicio, sin duda nos salvará la misericordia de Dios, la intercesión de la Virgen María y los méritos de los Santos.

 

Pero todo eso no valdrá de nada si no lleváramos con nosotros por lo menos 3
ducados de buena voluntad…

 

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