Desde el acto de desobediencia de Adán y Eva, el pecado acompaña a la Historia de la humanidad. Comenzando por el fratricidio de Caín, el inmenso caudal de las ofensas a Dios no hizo sino aumentar a lo largo de los siglos, hasta el punto de determinar que los hombres debían ser exterminados de la faz de la tierra, al ver que “todos los pensamientos de su corazón estaban continuamente vueltos para el mal” (Gn 6, 5). El Diluvio cerró esta primera fase de infidelidades. En una sucesión de auges de pecados seguidos de la intervención de Dios discurrió la Historia de la humanidad, hasta las vísperas del día en que “una virgen concibió y dio a luz un hijo” (cfr. Is 7, 14).
Para tener idea sobre cuánto, en esa época, por todo el mundo dominaban el despotismo, la degradación moral y la idolatría, basta dar una mirada sobre la situación de dos pueblos.
En el Imperio Romano, los emperadores sometían no sólo las naciones subyugadas por sus legiones, sino también a sus propios súbditos. El desprecio por la vida humana llegó hasta el punto de considerar como simple res (cosa) a la infinidad de esclavos ya sujetos a toda clase de caprichos y crueldades. Deidades como Venus, Baco, Marte, Mercurio, simbolizaban alguna pasión especial, un vicio a ser imitado: lujuria, embriaguez, violencia, brujería, etc.
El Pueblo Elegido no fue inmune a la decadencia. Corroído también por los cultos idolátricos, terminó dividiéndose en distintas sectas: los Saduceos, que aceptaban como Ley sólo los cinco libros de Moisés; los Fariseos, que, además del Pentateuco, consideraban válidos otros libros bíblicos y otras doctrinas recientes, como la resurrección de los muertos y la existencia de los ángeles; y los Zelotes, que formaban un grupo revolucionario en lucha por la independencia política en relación con Roma.
A la vista de todos estos desórdenes, todo parece indicar que la tierra estaba mucho más cerca de un terrible castigo que de una gran misericordia.
Sin embargo, por el “fiat” de María Santísima, la justicia de Dios cedió el lugar a la misericordia. Se dio la Encarnación. Jesús nació y se manifestó a los hombres para indicarles que la era de la Ley y la Justicia abría las puertas al Amor y la Misericordia. Pasados más de dos mil años, nos enfrentamos con otra crisis de alcance universal, bajo ciertos aspectos, más trágica y amenazadora que la vivida en el pasado. Hoy en día, gran parte de la humanidad niega las enseñanzas del Divino Redentor, vuelve las espaldas a Dios y da señales de querer volver al paganismo. Los hombres se postran, de nuevo, delante de los ídolos que no pueden ofrecerles la salvación. Les encanta el oro, el poder, la vanidad y el placer.
La perplejidad inunda los pueblos y las naciones. ¿Cuál será la dirección a tomar en el campo político-social, económico, familiar, religioso…? ¿Qué sucederá? ¿Mandará Dios su luz celestial para guiarnos, como otrora los Reyes Magos fueron conducidos por la estrella?
¿Quién podrá saberlo?
Lo cierto es que Nuestra Señora en Fátima afirmó: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!” Y ese triunfo de María no será sino una consecuencia del triunfo de Jesús, una nueva y gloriosa Epifanía.