¡Gloria! ¡No existe nadie que no la anhele! Y cuántos son los que la buscan, en vano…
En una noche fría y silenciosa, a través de las montañas y los campos de Judea, resonó un cántico clamoroso y festivo que traía un mensaje para la humanidad: “Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). A lo largo de los tiempos, en cada Navidad, los labios de los fieles repiten ese himno, mientras sus corazones se sienten, una vez más, inundados por las armonías celestiales que impregnaron aquella Noche Santa en la que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).
En los siglos venideros, la Iglesia nunca dejará de recordar el jubiloso homenaje que los coros angélicos rindieron a Dios hecho niño, nacido en Belén: “Gloria a Dios en el Cielo”.
¡Gloria! ¡No existe nadie que no la anhele! Y cuántos son los que la buscan… Sin embargo, pocos la encuentran.
Hay quienes basándose en sus propias dotes —reales o imaginarias—, creen que ya la han conquistado, atribuyendo al mérito propio lo que recibieron de Dios o lo que su fantasía forjó para sí mismos. Esta gloria, no obstante, es completamente subjetiva, porque sólo la puede comprobar la propia persona.
Otros, aun constatando sus deficiencias, tratan de revestir sus acciones de una apariencia extraordinaria, con el objetivo de ser tenidos en alta consideración y ganarse el aplauso de los demás. También esta gloria es irreal, puesto que, lejos de basarse en hechos, procede de la opinión errónea de otro.
Ahora bien, la gloria verdadera alcanza su ápice cuando alguien, que percibe en sí mismo la excelencia de una virtud, reconoce que el origen no está en él, sino en una dádiva divina.
Un ejemplo incomparable lo encontramos en el pesebre de la gruta de Belén. Recostado en él está el dulce Niño Jesús. Él tiene un conocimiento absoluto de sí y de su origen eterno, en cuanto Unigénito de Dios, así como también posee perfecta conciencia, en cuanto hombre, de la gloria que le ha sido concedida por el Padre al entrar en el mundo y ser constituido centro del universo, Juez de los vivos y de los muertos.
De los hombres, pobres criaturas, únicamente exige un reconocimiento sencillo. Nuestras alabanzas nada le añaden, pero son el tributo humilde del homenaje que le debemos, como pueden ser las aclamaciones de victoria que los niños situados a los bordes del camino le hacen a un ganador durante su desfile triunfal.
Dios es el único Ser que merece toda la gloria. En esta Navidad, unamos las voces de nuestros corazones al canto de los ángeles y acerquémonos al Pesebre donde descansa el Divino Infante para adorarlo. Confesemos nuestra contingencia y reconozcamos su infinita grandeza, que se dignó asumir nuestra carne para hacernos partícipes de su gloria por toda la eternidad.