Un conocido cántico eucarístico latino –que Mozart interpretó con su genio insuperable- nos dice una verdad sencilla y trascendental: “Ave verum corpus natum de Maria virginem”; Ave, verdadero cuerpo nacido de la Virgen María. Jesús, Dios y hombre a la vez, recibió la carne y la sangre de María.
Así siendo, la Eucaristía tiene una íntima relación con esa “Mujer eucarística”, como le llamó Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de eucaristía. Fuente y ápice de la vida cristiana, es el único de los siete sacramentos donde la figura de la Virgen es relevante. Caro Christi, caro Mariae. La carne de Cristo es la carne de María, nos dice, un tanto atrevidamente, San Agustín (Comentario al Salmo 98, 9). En los otros seis sacramentos, ella no se deja entrever, no tiene una relación directa. Aunque, como medianera de todas las gracias que es, nos conduzca siempre con tacto materno a la recepción de cada sacramento.
Para redimirnos, Dios dispuso desde toda la eternidad que se obrase el misterio de la Encarnación, y para ello unió en lazo indisoluble la madre al Hijo al predestinarla para que en sus entrañas el Verbo se hiciera carne y habitara entre nosotros.
Habiendo Dios realizado el prodigio de la Redención en la plenitud de los tiempos, se diría que, en su amor extremado por los hombres, aún quiso hacer más, e “inventó” la manera de quedarse con nosotros que es esta especie de encarnación continuada, una vez que las especies –el pan y el vino- consagradas son la actualización permanente y la aplicación práctica, en el tiempo y en el espacio, a todos y a cada uno de los hombres, del misterio de la Encarnación. Jesús se encarna en las manos de sacerdote cada vez que éste pronuncia las palabras de la consagración en la Santa Misa.
El Padre eterno nos dio a Jesús, por obra del Espíritu Santo… a través de María. Y si, como dijimos, la Eucaristía continúa, a su modo, el misterio de la Encarnación, el don que se perpetúa sobre los altares no es otro que el “nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal. 4, 4), Cristo Jesús.
Es por eso que, asiduos a los pies del Santísimo Sacramento, debemos tomar como modelo de adoradora a la Virgen María. A ella que pasó nueve meses en intimísima e inefable unión con Jesús ¡fue un sagrario viviente! Después de darlo a luz, treinta años de feliz convivencia en el hogar de Nazaret y por fin otros tres como discípula fiel, compartiendo las alegrías y las penas del Mesías, Hijo de David.
No pudo ser de otra manera: en todo momento y circunstancia María lo adoró devotamente. Lo hizo en la vida mortal de Jesús, lo hace ahora en el cielo… y lo hace también en la tierra, en todos los sagrarios y custodias existentes. Queremos piadosamente imaginar que lo hace especialmente, allá donde los hombres lo ignoran, lo subestiman o lo ultrajan.
Se dice, y es una convención, que los ángeles adoran si cesar al Santísimo Sacramento en todo lugar dónde esté presente ¿Y qué decir de María, Madre de Dios y Reina de los Ángeles? ¿Acaso no hará lo propio y con mayor excelencia?
Permanentemente junto a su Hijo, ella es nuestra compañera fiel y solícita en el turno de vigilia, siempre que llegamos cerca de la hostia fulgurante de blancura y le miramos, aunque le digamos tan solo que hemos venido a reportarnos, cuando no se nos ocurre articular alguna oración o reflexión. En medio de la multitud que aclama o en el silencio de un encuentro personalísimo, ella nos dice siempre, con aquella discreción única, “hagan lo que Él les diga” (Jn. 2, 5). Depositando algún buen propósito a sus pies, cada vez que así sucede, podemos decir que hemos ganado el día.
Señor Sacramentado, quiero seguir el consejo de tu madre que es también mi madre. Soberano rey y Señor de cielo y tierra que te has hecho pequeño y accesible, ocultándote bajo el velo del sacramento; sabiéndote mi hermano, me animo a quedar más tiempo en tu presencia, bajo el manto de la madre común