Amigos e intercesores

Publicado el 08/30/2016

Tenemos siempre a nuestro lado a intercesores y amigos que en cualquier necesidad o tribulación nos defienden y nos auxilian para que alcancemos el término final de nuestra misión. ¿Quiénes son?

 


 

A quién en este mundo no le gustaría tener a su lado a alguien de plena confianza, listo para atenderlo a cualquier hora del día o de la noche, independientemente de la situación en la que se encuentre? ¿Quién no desearía que junto a él hubiera a cada instante alguien capaz de defenderlo en los peligros y, al mismo tiempo, estuviera dispuesto a animarlo, fortalecerlo y estimularlo en los momentos de prueba?

 

Pues bien, en su infinita bondad y misericordia para con el género humano, Dios ha asignado a todo hombre un ángel de la guarda, que constantemente vela y cuida de él: “a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra” (Sal 90, 11-12).

 

Sí, es nuestro compañero en esta vida y en la eternidad. Pero es un amigo discreto que, a pesar de no revelarse casi nunca como tal, amonesta, enseña, ayuda e inspira de muchas maneras: unas veces aguijoneando las conciencias; otras, mediante consejos; en ocasiones a través de la sensibilidad de algún fenómeno natural. Sólo basta una condición para que lo notemos: ser receptivos a sus mociones.

 

Organizados de forma jerárquica en nueve coros

 

¿Y quiénes son los ángeles? Espíritus puros, inteligentes, llenos de la gracia divina desde el inicio de su existencia en la aurora de la primera mañana de la Creación. Dotados de inteligencia y voluntad, “son criaturas personales”, que “superan en perfección a todas las criaturas visibles”.1

 

Santo Tomás de Aquino, con base en la Sagrada Escritura, nos muestra que se distribuyen y ordenan en nueve coros, pues “el nombre de Serafín consta en Isaías; y el de Querubín en Ezequiel; el de Tronos en Colosenses; los de Dominaciones, Virtudes, Potestades y Principados en Efesios; el de Arcángeles, en la Canónica de Judas; y el nombre de Ángeles en muchos lugares de las Escrituras”.2

 

No pensemos, sin embargo, que en el interior de los coros angélicos reina una monótona uniformidad. Los ángeles son tan diferentes entre sí que cada uno de ellos puede ser considerado una especie única. Y son tan numerosos, afirma Dionisio, “que sobrepasan el deficiente y limitado campo de nuestros números físicos”.3

 

Estos sublimes espíritus se organizan de forma jerárquica, y constituyen algo así como una cadena o escalera que se dirige hacia lo alto. Cuanto más elevada es la posición que en ella ocupan, mayor es el conocimiento de Dios. Esto, con todo, no es causa de tristeza para los que ocupan puestos inferiores, porque las capacidades, apetencias y gloria de cada uno son satisfechas de manera plena en la visión beatífica por el mismo Creador. Entre ellos, por tanto, no existe “sentimiento de infelicidad. Al contrario, las cualidades de los ángeles superiores constituyen motivo de admiración para ellos”.4

 

Maestro y protector en la lucha y en la prueba

 

Los espíritus angélicos poseen una triple misión: la de ser perpetuos adoradores de la Santísima Trinidad, ejecutores de los divinos designios y protectores del género humano. Esta última es la función específica de los ángeles de la guarda.

 

San Basilio enseña que “cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida”. 5 Y el Catecismo nos dice que “desde su comienzo hasta la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión”.6

 

No obstante, nuestra existencia en esta tierra de exilio bien puede ser definida como una constante lucha, porque llevamos a cuestas una naturaleza tiznada por el pecado y hemos de enfrentar enormes dificultades para hacer el bien y practicar la virtud: “¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Jb 7, 1).

 

Estamos aquí en estado de prueba y sólo recibiremos el premio de la bienaventuranza eterna si sabemos corresponder a las gracias recibidas para, más allá del mundo y de la concupiscencia de la carne, vencer a un terrible enemigo: el demonio, que en todo momento y bajo cualquier pretexto nos atormenta con sus engaños tratando de perder a las almas.

 

¿Cómo aprobaremos tan difícil examen? ¿Cómo podremos defendernos?

 

La prueba ha sido puesta en el camino de todos los seres inteligentes, los ángeles inclusive. Y al igual que, cuando hubo la gran batalla en el Cielo, San Miguel lanzó un grito de guerra —“¿Quién como Dios?”, traducción literal de su propio nombre en hebreo: לֵאָכיִמ — que dispersó a Lucifer y a todos sus secuaces, así también nuestro ángel de la guarda ahuyenta al Maligno e impide que seamos arrastrados por él.

 

Permanezcamos atentos a sus inspiraciones

 

Los hombres tienen a su disposición individualmente a un príncipe de la corte celestial que nunca los abandona, por muy culpables que sean o estén pasando por situaciones horribles. Es un fiel guardián dispuesto a inclinarnos hacia el bien o comunicarnos la voluntad divina. Pero es respetuoso y quiere nuestra colaboración y nuestra atención a sus inspiraciones.

 

Encargado por María Santísima, Reina de los Ángeles, para cuidarnos, arde en deseos de hacernos el bien, aunque a menudo Dios no le permite que tome él la iniciativa. Muchas veces se queda, por así decirlo, “con los brazos cruzados” esperando que lo invoquemos para que venga en nuestro auxilio.

 

Por consiguiente, permanezcamos atentos a su presencia e inspiraciones, e invoquémosle en todo momento rezando, por ejemplo, la conocida oración: “Ángel de Dios, bajo cuya custodia me puso el Señor con bondad infinita, ilumíname, defiéndeme, rígeme y gobiérname. Amén”. Que estas consideraciones nos ayuden a crecer en la devoción a los santos ángeles de la guarda, nuestros valerosos intercesores celestiales y verdaderos amigos, y estemos convencidos de que, en cualquier necesidad o tribulación, ahí estarán para defendernos y conducirnos al término final de nuestra misión en esta vida: la bienaventuranza eterna.

 


 

1 CCE 330.

2 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 108, a. 5, s. c.

3 DIONISIO AREOPAGITA. La jerarquía celeste. C. XIV, n.º 1. In: Obras completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1995, p. 175.

4 GOYARD, EP, Louis Marie Joseph Anicet. ¿Hablan los ángeles? In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año VIII. N.º 87 (Octubre, 2010); p. 35.

5 SAN BASILIO MAGNO. Adversus Eunomium. L. III, n.º 1: MG 29, 655.

6 CCE 336.

 

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