A los que siguen al Cordero inmolado en su vía de dolor y gloria, el Señor les exige lo mismo que, por la boca de Judit, le pidió al pueblo elegido: avanzar llenos de ufanía y confiados en su promesa.
Son pocos los que nunca han oído hablar de Judit, la mujer providencial que, llena de confianza y perseverante en la oración, liberó al pueblo judío de las manos de Holofernes, mariscal de Nabucodonosor, rey de los asirios.
Según el relato bíblico, quiso este monarca subordinar la tierra entera a su imperio; no obstante, como algunas naciones se negaron a someterse, se llenó de cólera "y juró por su trono y por su reino que se había de vengar de todas ellas" (Jdt 1, 12). Para tal llamó a Holofernes y le ordenó que marchara a Occidente a fin de herir a todos los que despreciaron sus órdenes, sin que mirara con compasión a reino alguno (cf. Jdt 2, 6). No bastaba saquear las riquezas, destruir las ciudades y matar a los que le opusieran resistencia.
Era necesario, además, exterminar a todos los dioses de la tierra, "con el fin de que, él solo, fuera temido por dios de aquellas naciones" (Jdt 3, 13). Así fue como, después de una larga campaña marcada por la ferocidad, el mariscal asirio se aproximó al Reino de Judá. Pero, al contrario de los otros pueblos, los israelitas "unidos todos a una voz clamaron al Señor" (Jdt 4, 10) y se prepararon para hacerle frente al ejército pagano.
Una mujer cambia el curso de los acontecimientos
El centro de la historia se desarrolla en la plaza fuerte de Betulia, sitiada por las tropas de Holofernes y reducida a un estado calamitoso por la falta de agua. Agotados por la sed, los israelitas se reunieron en torno a Ozías, su jefe, y le pedían que rindiera la ciudad. Sin embargo, les suplicó que esperaran un poco más la misericordia del Señor: "Si pasados cinco días no viene ningún socorro, haremos lo que habéis dicho" (Jdt 7, 25).
En ese momento es cuando surge la figura emblemática de Judit, una rica viuda, piadosa y extremamente hermosa, estimada como santa por cuantos la conocían. Por inspiración divina, tomó una decisión que cambiaría de una forma drástica el curso de los acontecimientos. Sin revelar a nadie lo que tenía en mente llevar a cabo, les comunicó a los jefes del pueblo que aquella noche saldría de la ciudad acompañada únicamente por su criada.
Antes de partir, no obstante, se recogió en oración, entregándose en las manos de Dios e implorándole que le concediera las fuerzas y el valor necesarios para cumplir su misión: "No consiste, Señor, tu poder en la multitud de escuadrones, ni te complaces en la fuerza de la caballería: desde el principio del mundo te han desagradado los soberbios, habiéndote sido siempre acepta la oración de los humildes y mansos. […] Acuérdate, Señor, de tu alianza, y ponme tú las palabras en la boca, y fortifica mi corazón en esta empresa" (Jdt 9, 16.18).
Horas después se presentaba junto con su sierva ante el general enemigo, ganándose su favor y conquistándolo a través de su extraordinaria sabiduría y belleza. Y, pasados unos días, en el momento oportuno el Señor lo entregó en sus manos: estando Holofernes durmiendo embriagado por el vino, Judit cogió una espada y le cortó la cabeza, metiéndola en un saco.
A continuación, regresó a Betulia y le transmitió al pueblo la buena noticia, siendo aclamada por Ozías con estas palabras de elogio: "Bendito sea el Señor, criador del cielo y de la tierra, que dirigió tu mano para cortar la cabeza del caudillo de nuestros enemigos.
Porque hoy ha hecho tan célebre tu nombre, que no cesarán jamás de publicar tus alabanzas cuantos conservaren en los siglos venideros la memoria de los prodigios del Señor" (Jdt 13, 24-25).
Destrucción del ejército de Nabucodonosor
Hasta aquí la parte más conocida de esa historia. Pero hay un aspecto en ella que encierra valiosas lecciones para nosotros. El ejército asirio estaba compuesto por "ciento setenta mil soldados de infantería y doce mil de caballería, sin contar los que [Holofernes] había hecho alistar de entre los cautivos" (Jdt 7, 2). En poco tiempo habían barrido con todo el territorio de Mesopotamia, esparciendo el terror a su paso. ¿Acaso no iban a ser capaces, incluso habiendo perdido a su general, de destruir al pueblo judío, mucho menos numeroso, sin preparación para la guerra y debilitado por la sed? No es eso, sin embargo, lo que nos cuenta la historia… Después de anunciar a los israelitas la muerte de Holofernes y enseñarles su cabeza decapitada, Judit les ordena que ataquen el campamento. Sabía que los asirios aún ignoraban lo sucedido, y previó que serían tomados de pavor al descubrirlo.
Confiando en sus palabras, los israelitas se armaron y actuaron como les había sido mandado. Al amanecer, las tropas de Nabucodonosor despertaron con los gritos de guerra de los judíos y corrieron a la tienda de Holofernes a la espera de sus órdenes. ¡Y cuál no sería su sorpresa al encontrárselo muerto!
"Así que supo todo el ejército que Holofernes había sido degollado, perdieron todos el seso, y quedaron sin saber qué hacer; y agitados de solo el terror y el miedo, no hallaron otro remedio que la fuga. Por manera que ninguno consultaba ni siquiera con su compañero, sino que cabizbajos, abandonándolo todo, se daban prisa en escapar de los hebreos […], y en huir por las sendas de los campos y veredas de los collados" (Jdt 15, 1-2). ¡Ese fue el fin de aquel invencible y poderoso ejército!
Todos tuvieron su papel en la victoria
¿De dónde les vino a los judíos la fuerza para vencer en tal desigual enfrentamiento? Ciertamente que no provino de las armas o del gran número de combatientes, ni de la capacidad de los más experimentados guerreros. Humanamente hablando, estaban en desventaja; no obstante, un mismo ideal unía al pueblo elegido.
Los asirios eran bastante más numerosos y estaban incomparablemente mejor preparados para la guerra, pero entre ellos no reinaba la unión; por eso se dispersaron y se batieron en retirada. Y como "los asirios iban desparramados, huyendo precipitadamente, los israelitas, formados en buen orden, los perseguían, destrozando a cuantos encontraban" (Jdt 15, 4).
A través de Judit el pueblo elegido había recibido la fuerza del Señor Dios de los ejércitos. Aunque las palabras de aquella mujer que se había portado con "varonil esfuerzo" y había tenido un "corazón constante" (cf. Jdt 15, 11) parecieran que les pedían algo imposible, supieron reconocer en ellas la voz del Altísimo. Dios les estaba pidiendo que confiaran y que dieran ese osado paso, para que todos pudieran tener su papel en la victoria, ya conquistada por la gesta de su heroína.
La victoria ya ha sido conquistada por la sangre del Cordero
No es difícil trazar un paralelo entre la situación narrada en este pasaje bíblico y los días en que vivimos. Las almas que tratan de mantenerse fieles a la Ley de Dios constituyen hoy un conjunto que, a los ojos del mundo, puede parecer pequeño y flaco, cercado por todos lados por las huestes enemigas… Sin embargo, quien lo analiza todo con los ojos de la fe sabe que está revestido de la invencibilidad del propio Dios.
La victoria del bien ya ha sido conquistada por la sangre del Cordero cuando se inmoló en lo alto de la cruz, en un fulgor de heroísmo junto al cual la hazaña de Judit se vuelve tan sólo un ligero destello. Y a los que lo siguen en esa vía de dolor y gloria, el Señor les exige lo mismo que otrora le pidió al pueblo elegido, es decir, que avancen llenos de ufanía y confiados en su promesa.
"Tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). Embebidos de esa certeza del triunfo de Dios en la Historia, los que perseveren hasta el final contemplarán la realización de sus esperanzas. Y mientras atraviesan toda suerte de reveses y tribulaciones unen sus voces al canto de Judit diciendo: "Los montes con las aguas que encierran, serán desquiciados desde los cimientos: se derretirán las peñas en tu presencia, como si fueran de cera. Mas aquellos que te temen, serán grandes delante de ti en todas las cosas" (Jdt 16, 18-19).