Acorralado en medio del barro por el cazador, el armiño prefiere entregar su vida que ensuciarse. Así también proceden las almas íntegras que prefieren la muerte a revolcarse en la inmundicia del pecado.
Al observar con atención los agrestes paisajes de las regiones árticas, podemos encontrarnos con una encantadora criatura que, por su color y tamaño, casi pasaría desapercibida a nuestros ojos: el armiño.
Armiño (Mustela erminea) con pelaje de inverno
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Es ágil, esb elto y muy pequeño de entre los mamíferos (los más grandes miden sólo unos 30 centímetros); para ocultarse de sus depredadores se vale de su suave pelaje, que durante el verano adquiere un tono castaño similar a la vegetación que cubre los campos y, tras la muda de otoño, en invierno se vuelve blanco inmaculado. Si no fuera por la punta siempre negra de su característica cola que le delata en sus rápidos desplazamientos, el armiño sería invisible en medio de la nieve.
Cuando lo contemplamos en el auge de esa gélida estación del año, se diría que dicho animalito hubiera “huido” del Paraíso, pues parece que su blancura y delicadeza no se ajustan a las cosas de esta tierra. Por eso es considerado símbolo de la pureza, digno de figurar como tal en los más nobles blasones y adornar con su piel mantos de Papas, cardenales y reyes.
Tan aquilatado simbolismo, unido a la infatigable combatividad de esa minúscula criatura, capaz de capturar presas diez veces mayores que ella, evoca la exhortación que hizo el divino Maestro: “Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10, 16). En efecto, el connubio armónico entre prontitud y candor, astucia y pureza, desmiente la idea tan generalizada hoy día de que la inocencia es sinónimo de ingenuidad y apatía.
“Malo mori quam foedari – Antes la muerte que la deshonra”. El clásico adagio latino, suele estar vinculado al armiño. Se cuenta que el ágil animalito, cuando es perseguido por un cazador y éste logra acorralarlo con barro, prefiere entregar su vida a ensuciarse. Así también proceden las almas íntegras que, puestas ante situaciones en las que pueden llegar a mancharse, prefieren la muerte a revolcarse en la inmundicia del pecado. Ojalá actuáramos como el armiño, sin permitir jamás que en nuestra alma haya resquicio alguno de pecado o de connivencia con el espíritu del mundo, tan opuesto a aquel por quien y para quien hemos sido creados. ¡Quiera Dios que sepamos unir en nosotros combatividad y pureza!
No obstante, si hubiéramos caído en la desgracia de mancharnos, recurramos a la Virgen, Refugio de los pecadores. Al ser la omnipotencia suplicante, un simple gesto suyo puede limpiarnos de los efectos de cualquier falta, e incluso transformarnos en un instante en aquel hijo o hija sin mancha que seríamos si nunca hubiéramos pecado.
Admiremos la pureza y la combatividad puestas por el Creador en el armiño. Sepamos ver en él la sagacidad y la inocencia tan amadas por Dios, seguros de que tales enunciados no son sino un pálido reflejo de las perfecciones divinas, las cuales estamos llamados a imitar.