Ave Crux!

Publicado el 09/11/2015

Ni la imaginación humana llevada a su máxima perfección, ni la angelical, serían capaces de concebir un medio más conveniente que la muerte de Cristo en la Cruz, para redimirnos y reparar nuestros pecados. Ningún género de pena capital sería más execrable que éste. En las cosas creadas no hay nada que pueda servirnos más como estímulo del valor. Con el fruto del árbol prohibido el hombre se hizo esclavo del pecado; también por el madero se le habría de restituir la gracia. Cristo, al ser elevado en la Cruz para morir, purificó el aire tal como hiciera con el agua en su Bautismo, y lo realizaría con la tierra al ser sepultado (Cf. Sto. Tomás, Suma Teológica III, q. 46, a. 4).

 

¡Cuánta riqueza, para cumplir los designios de Dios sobre nosotros, tienen las consideraciones sobrenaturales al respecto de la Cruz! Cristo, cuando la sostenía en sus hombros camino al Calvario, dijo a las mujeres que lloraban: “Si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?” (Lc 23, 31). Si él –que es Dios, maestro, modelo y mediador supremo– abrazó la Cruz y se la puso a la espalda, ¿por qué nosotros, pecadores, habremos de rechazarla? Bajo una mirada especulativa, todos estamos convencidos de estas realidades; nos falta pasar de la teoría a la práctica, es decir, a los casos concretos de nuestra vida.

 

“El que quiera venir en pos de mí […] tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24). Él podría haber hecho un milagro, e incluso llamar en su ayuda a los ángeles de forma visible o invisible, pero prefirió el socorro de un cirineo, un ser humano tal como nosotros. Ese feliz Simón se mostró digno seguidor de Cristo, correspondiendo a la palabra del Salvador: “El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 27).

 

El deseo de cumplir la voluntad del Padre queda de manifiesto en el camino del Calvario –“porque yo hago siempre lo que es de su agrado” (Jn 8, 29)– no tan sólo porque ahí encontramos al Hijo de Dios, sino porque vemos también nuestra humanidad representada en el Cirineo. Fue el primero en llevar la cruz con Cristo, abriendo el camino para nosotros.

 

Sin embargo, ¡qué difícil es imitar al Cirineo! “Jesucristo tiene ahora muchos amadores de su reino celestial, pero muy pocos que lleven su cruz”, dice la célebre “Imitación de Cristo”, y prosigue: “Tiene muchos que desean la consolación y muy pocos que quieran la tribulación. […] Pero los que aman a Jesús, por el mismo Jesús y no por alguna propia consolación suya, bendícenle en toda tribulación y angustia del corazón, tan bien como en consolación. Y aunque nunca más les quisiese dar consolación, siempre le alabarían y le querrían dar gracias. […] ¿No se aman a sí mismos más que a Cristo, los que de continuo piensan en sus provechos y ganancias?” (Libro II, Cáp. XI).

 

Hubo quien supo cargar mejor la cruz, ultrapasando en forma inimaginable el fervor y la devoción del Cirineo. No vaciló siquiera en depararse con su hijo en el Vía Crucis, ni lo abandonó en el Calvario. Fue María Santísima, nuestra corredentora, que es para nosotros mucho más que el Cirineo para Jesús: siempre está a nuestro lado ayudándonos a cargar nuestras cruces

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