En sus descripciones de la época en que vivió en el interior paulista, Doña Lucilia resaltaba la confianza mutua y la honestidad de las personas de otrora, y por eso jamás se olvidó de los pormenores del hecho narrado a seguir.
Un amigo organiza la hacienda del Dr. Antonio
Cierto día, estando el Barón de Araraquara 1 en la hacienda del Dr. Antonio – de quien era un gran amigo – casi en el momento de despedirse, le dijo con una confianza oriunda del tiempo en que habían sido colegas en la juventud:
El canto de la Salve Regina en medio de la floresta
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– Totó 2 , este emprendimiento tuyo está una tristeza. Tú no entiendes nada del montaje de una hacienda. Probablemente debes tener talento para administrar, pero no para organizar. Por ejemplo, el dique que construiste debería ser de otra forma, y aquella plantación debería ser hecha en otro tipo de terreno. Créeme, da pena ver tu hacienda.
– Bueno, ¿y qué quieres? No sé hacerlo de otra forma – respondió el Dr. Antonio.
– Te propongo un negocio. Durante cinco años me das una buena cantidad de dinero para que yo lo aplique en tu hacienda y la administre. No voy a cobrar nada por el trabajo. No es necesario firmar documentos entre nosotros. Sin embargo, te exijo como condición que no pongas los pies aquí mientras dure el acuerdo. De lo contrario, vas a querer interferir y eso me va a molestar. Deposita regularme el dinero en el banco para que yo lo vaya utilizando, y al cabo de los cinco años encontrarás otra hacienda, de más valor, y nuestro negocio estará hecho.
El barón nunca prestó cuentas. Durante los cinco años pactados, recibía el dinero religiosamente al día y lo aplicaba sin dar la más mínima justificación. Se encontraba frecuentemente con el Dr. Antonio, conversaban, se hacían cada vez más íntimos amigos. Nunca intercambiaban una sola palabra sobre el asunto. Era como si la hacienda no existiese.
Un bello día, pasado el plazo estipulado entre ambos, el barón se ve con el Dr. Antonio y le dice:
Hacienda San Antonio del Amparo, del padre de Doña Lucilia
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– Totó, todavía no me dijiste nada sobre tu hacienda. ¿Quieres visitarla mañana? De mi parte el negocio está terminado, y, de cualquier modo, mañana te entregaré las llaves.
Al día siguiente ambos viajaron hasta la hacienda y la encontraron perfectamente ordenada, lo cual dejó al Dr. Antonio extremamente contento y agradecido.
La Salve Regina en la soledad de las florestas
Doña Lucilia contaba con verdadero complacimiento que a su padre, al desplazarse por la noche – en las idas y venidas de la hacienda, o en viajes profesionales – por las florestas adustas y peligrosas del interior paulista, siempre acompañado de dos o tres hombres, le gustaba cantar la Salve Regina.
En cierta ocasión – decía ella – el Barón de Araraquara, cabalgando por las cercanías de Pirassununga, donde iba a encontrarse con el Dr. Antonio, distinguió a distancia una voz sonora que entonaba el himno religioso. Volviéndose hacia el capataz que lo seguía, comentó:
– Solo puede ser Totó. ¡No hay otro hombre en esta región que cante durante la noche, en un lugar de estos, la Salve Regina en latín!
La muerte del corderito
Sería un error imaginar que la admiración que la joven Lucilia tenía por los aspectos enérgicos del padre, inclusive cuando eran aplicados a su propia educación, fuese menor que la tributada por ella a las demás cualidades. Así, ella narrará, hasta edad avanzada, lo que pasó después de recibir del padre el bello regado de un corderito. Lo lavó, lo secó y lo adornó con lindos lazos de cinta. Lo trató con todo cariño, hasta el día en que un respetuoso esclavo le confidenció:
Pirassununga a mediados del siglo XIX Casa de Doña Lucilia en Pirassununga
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– Sinhá 3 pequeña, le quería decir una cosa para que la Sinhá se prepare. El Sinhô – el padre de ella – va a mandar a matar el corderito mañana. Yo sólo le quería avisar. Ella entonces dijo:
– ¡No es posible! ¡Estás mintiendo, mi papá no haría una barbaridad de esas! Sonriendo, él responde:
– Sinhá pequeña, así va a ser.
Sin perder un minuto, ella va corriendo a la sala de trabajo del padre y le dice, bañada en lágrimas:
– ¡Papá…! ¿Papá va a matar entonces el corderito? ¿Ud. dio de veras esa orden? ¿Será posible?
– Hija mía, es verdad.
– Pero, ¿cómo? Es tan bueno, tan bonito, yo lo quiero tanto…
– Lucilia, deja de ser ingenua. Es necesario enfrentar las cosas como son. Eso será bueno para que pierdas ese sentimentalismo. Sentimiento, sí; sentimentalismo, no.
Fue irreductible. Al día siguiente, el corderito fue a hacer parte del menú.
Doña Lucilia siempre mencionará el hecho como una prueba de la bondad del padre, que usó un remedio duro, venciendo el propio afecto paterno, a fin de curar la tendencia hacia el sentimentalismo de una niña de aquellos tiempos románticos.
Después de ese paseo por la hacienda, retornemos con la pequeña Lucilia a Pirassununga.
La capa del jefe gitano
Como se sabe, otrora estaba muy difundida una concepción legendaria acerca de los gitanos. Estos recorrían las ciudades y el campo, a veces acompañando algún espectáculo circense, y eran vistos generalmente con cierta desconfianza por tener sus costumbres y reglas peculiares.
Siendo todavía una niña cuando los gitanos pasaban por Pirassununga, Lucilia observaba a distancia los movimientos de ellos a través del ojo de una cerradura. Sucedió, sin embargo, que debido a la prestación de servicios de abogacía del Dr. Antonio a un jefe de los gitanos, este se hizo su amigo y ayudante electoral, pasando a frecuentar la oficina del padre de Lucilia, contigua a la residencia de la familia.
Un día de elecciones, en que la casa y la oficina del Dr. Antonio hormigueaban de amigos políticos, Lucilia encontró sobre el canapé de la entrada la capa del referido jefe. Era una especie de poncho, forrado con un tejido rojo que le pareció muy elegante. Atraída por el manto, lo analizó, lo acarició y terminó por vestirlo, dando un paseo por el interior de la residencia. Cuál no fue el espanto de su madre, Doña Gabriela, al verla revestida con aquel traje: sin demora lo retiró de los hombros de su hija, aconsejándole nunca más tocar objetos de los visitantes…
Este pequeño pero cuán pintoresco episodio es ilustrativo del ambiente de aventuras domésticas que marcaron la vida provinciana y poblaron la infancia de Lucilia.
1) Estanislau José de Oliveira, influyente labrador de café en la región de la actual Analândia, interior de São Paulo. 2) N. del T.: En portugués, diminutivo afectuoso de Antonio. 3) N. del T.: En el lenguaje de los esclavos, en Brasil, señora.
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(Revista Dr. Plinio, No. 94, enero de 2006, p. 6-9, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Transcrito, con adaptaciones, de la obra “Doña Lucilia”, de João S. Clá Dias)