Este recorrido tiene una pedagogía divina al estimularnos a practicar con mayor intensidad tres obras de piedad: ayuno, limosna y oración.
Ayunar, es decir, la abstinencia de alimentos, no es la única forma de privación que podemos imponernos. La realidad plena del ayuno es “el signo externo de una realidad interior, de nuestro compromiso, con la ayuda de Dios, de abstenernos del mal y de vivir del Evangelio”.1 Existen muchas maneras de practicar el ayuno: renunciar al amor propio, a los impulsos de la impaciencia para con el prójimo, las actitudes violentas, a la mentira, a las seducciones del consumismo y del hedonismo, así como todo tipo de maldad. “Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros” (Ef 4, 32), nos recomienda San Pablo.
Imposición de la ceniza en la basílica de Nuestra Señora del Rosario
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En cuanto a la limosna, ha de estar marcada por la prodigalidad de cara a las necesidades del prójimo, especialmente de los que sufren. Gran impacto nos causa la pobreza material en nuestros días, pero poco nos conmueve la pobreza espiritual, mucho más dolorosa.
Observa Benedicto XVI que, según San Agustín, “el ayuno y la limosna son ‘las dos alas de la oración’, que le permiten tomar más fácilmente su impulso y llegar hasta Dios”.2 He aquí la tercera invitación que nos hace la Santa Iglesia en el tiempo de Cuaresma: el de tener una oración más fiel, surgida de nuestro interior, del corazón y no sólo de los labios. “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt 7, 21).
Rumbo hacia una conversión perenne y profunda
El tiempo cuaresmal invita a las familias y a las comunidades a que, valorando ese itinerario, alejen de sí todo lo que les aparte de las cosas espirituales, a que se alimenten de la oración en familia y de la lectura de la Palabra de Dios, a que se purifiquen en el sacramento de la Reconciliación, a que participen en la Eucaristía dominical y, en lo posible, en la semanal.
Todo ello nos hará caminar hacia una conversión que no sea pasajera, ni voluble o artificial, sino perenne y profunda. Que los ejercicios cuaresmales produzcan en nosotros cambios de actitud, tan necesarios en el mundo de hoy, rumbo al orden y a la paz, no sólo en la familia, sino principalmente en la sociedad. Que nos conduzcan, por tanto, a un sincero arrepentimiento y un serio propósito de enmienda de vida.
Eso es lo que deseo a todos y cada uno, para que, tras el período cuaresmal, las conmemoraciones de la Pascua de Resurrección nos abran un camino nuevo en dirección a la santidad de vida, es decir, a la verdadera felicidad
1 BENEDICTO XVI. Audiencia general, 9/3/2011.
2 Ídem, ibídem.