Alma sencilla y dócil a los designios divinos, sin dejar de ser ama de casa, fue consejera de nobles y eclesiásticos. Acompañó y profetizó acontecimientos vistos en la misma luz de Dios, que nunca le abandonó.
Al observar la Historia atentamente a través de los ojos de la fe, contemplamos las “huellas de Dios” dirigiendo los acontecimientos, de acuerdo a sus designios. Para este fin, no es raro que la elección del Altísimo recaiga sobre los más débiles y sencillos de corazón, para mayor confusión de los soberbios. Varias figuras del Antiguo Testamento son un testimonio de ello, como Gedeón, David, Judit, Ester y muchos más. Y si nos adentramos en el Nuevo Testamento, todavía nos encontraremos con cuantiosos santos: Juana de Arco, Don Bosco, Bernadette Soubirous o los pastorcitos de Fátima, entre otros muchos.
Así lo afirmaba San Pablo: “Lo débil del mundo lo ha escogido Dios para confundir a los fuertes” (1 Co 1, 27). Él mismo que es humildad, se esconde detrás de los humildes para que su acción sea patente. Y Él le da la solución, la respuesta y el remedio a las dificultades de cada época histórica, según las exigencias de cada momento.
Para hacer frente a la irreligiosidad y el ateísmo crecientes a finales del siglo XVII, Dios suscitó de manera diversa y en lugares distintos almas de gran valía, a fin de reconducir a la humanidad que se perdía en el pecado y en la incredulidad. Entre ellas hubo una que fue, sin duda, en palabras de Louis Veuillot, la “respuesta divina a todos los victoriosos del campo de batalla, de la política y de las academias”1, y cuyas oraciones, según la afirmación del Cardenal Salotti, “tenían ante Dios más poder que los ejércitos napoleónicos”: la Beata Ana María Taigi.
Infancia en el seno de la honrada burguesía de Siena
Nació en Siena el 29 de mayo de 1769. Al día siguiente recibía en la pila bautismal de la iglesia de San Juan Bautista, el nombre de Ana María Antonia Gesualda. Sus padres, Luigi Giannetti y María Santa Masi, procedían de la pequeña, aunque próspera, burguesía de la ciudad. Luigi había heredado de su padre una conceptuada farmacia, considerada como una de las mejores boticas de toda la Toscana.
Durante sus primeros seis años, Ana jugaba despreocupada entre los viñedos, cipreses y olivares de aquellas arenosas llanuras toscanas, coronadas por rúbeas paredes de rosales, donde vivía la familia Giannetti, en una bonita casa de la calle San Martín. La encantadora niña, hija única del joven matrimonio, crecía recibiendo las primeras enseñanzas cristianas de su buena madre, que modelaba su carácter, inculcándole el sentido del deber y de la responsabilidad, sin hacerle perder el entusiasmo y vivacidad que siempre la caracterizaron.
Sin embargo, los años de alegría duraron poco, pues Luigi, de espíritu imprevisor y extravagante, no tardó mucho en vender todo con el fin de pagar sus deudas y abandonar la ciudad. En la completa ruina, aún con la honra salvada, decidió recomenzar la vida bien lejos. Y para ello, escogió la Ciudad Eterna.
Los primeros años en Roma
La vida en Roma trajo consigo un cambio radical en los hábitos de la familia, que se fue a vivir a una pobre y pequeña casa en el barrio Monti. Los padres de Ana se vieron obligados a trabajar como empleados domésticos en casas de familias, ganando tan sólo lo necesario para garantizarse una parca alimentación.
En este período, la pequeña fue matriculada en la escuela pública de la vía Graziosa, bajo el cuidado del Instituto Maestre Pie Filippine. Por sus distinguidas maneras, espíritu afectuoso y verdadera piedad, la niña se convirtió en el regocijo de las hermanas encargadas de la escuela. Allí recibió clases de religión, lectura, cálculo y trabajos domésticos, pero del arte de la escritura sólo pudo aprender su propio nombre, pues fue obligada a interrumpir sus estudios debido a una epidemia de viruela.
Al no frecuentar ya los bancos escolares, se vio en la contingencia de trabajar a fin de ayudar en los gastos familiares. Entró de empleada en un pequeño taller, donde cardaba seda y cosía. Cuando regresaba del trabajo se dedicaba a las tareas domésticas. La joven mantenía una constante sonrisa, incluso en la adversidad, al contrario de sus padres.
Vida de vanidades mundanas
Con el paso de los años, Ana se convirtió en una hermosa y vanidosa muchacha que soñaba con formar un feliz y próspero hogar. Se interesaba mucho por la literatura romántica de la época y era asidua en la asistencia a fiestas y bailes. En 1787 abandonó el taller de costura para trabajar como doméstica en el Palacio Maccarani, donde estaba empleado su padre. La patrona, María Serra Marini, satisfecha con la nueva sirvienta, también le ofreció un puesto a su madre, así como algunas habitaciones en el palacio, y allí se trasladó la familia Giannetti.
Encantada con la joven, la Sra. Serra no cesaba de elogiarla, dejándola cada vez más vanidosa. Le obsequiaba con los vestidos que ya no quería usar y Ana los aceptaba complacida. La influencia de esta vida mundana, aliada a su temperamento amable y extrovertido, amenazaba su honestidad, y sólo no cayó en los abismos del mal gracias a sus buenos principios. En 1790 se casó con Domenico Taigi, un criado del vecino palacio del príncipe Chigi. Establecieron su residencia en un pequeño apartamento del ala de servicio del Palacio Chigi, regalo del generoso príncipe a los nuevos esposos.
Domenico se enorgullecía de su hermosa mujer, que se arreglaba elegantemente, haciéndola ser admirada por todos en los bailes, teatros de marionetas y paseos. Llevaba su vida matrimonial muy en serio, cumpliendo todas sus obligaciones de esposa y tomando a su marido como su señor, rindiéndole una entera sumisión afectuosa, suavizando poco a poco su difícil carácter. A los veintiún años nació su primer hijo.
Una conversión plena y completa
Hasta entonces, nada hacía entrever la especial llamada a la que había sido predestinada por la Providencia. Con todo, la gracia fue poco a poco haciéndose sentir en su alma. Sin explicación aparente, una angustia y una inquietud comenzaron a tomar cuenta del corazón de la joven madre, mostrándole el vacío de aquella vida.
Un domingo, paseando con su esposo por la columnata de Bernini, en la Plaza de San Pedro, se cruzó con un religioso servita, el P. Ángelo Verardi, a quien nunca había visto. Los dos se miraron y el sacerdote oyó una voz sobrenatural que le advertía: “Presta atención en esta mujer, te será confiada un día y trabajarás por su conversión. Ella se santificará, porque la escogí para ser una santa”.
Ana percibió aquella mirada que la observaba profundamente, aunque no la entendió. Pero desde ese momento empezó a perder el gusto por las cosas del mundo. Intentó aquietar su ansiedad hablando con su confesor, pero éste se limitó a los consejos habituales para las señoras casadas: sea fiel y obediente a su marido…
Entonces, buscó otros confesores. No obstante, ninguno consiguió devolverle la paz de alma. Finalmente decidió visitar la iglesia de San Marcelo, donde se había casado, y encontró a un sacerdote en el confesionario: era el P. Verardi. Mientras Ana se arrodillaba para confesarse, el sacerdote oyó de nuevo la misma voz: “Mírala… Yo la llamo a la santidad”. Lleno de alegría y satisfacción, le dijo: “Al final has venido, hija mía. El Señor te llama a la perfección y no puedes rechazar su llamada”. 2 Y le contó el mensaje que recibió en la Plaza de San Pedro. Por fin, Dios le había concedido a esa alma escogida la gracia de la conversión. A partir de entonces, renunció a todas las vanidades del mundo y no participó más en diversiones fútiles, encontrando su mayor consuelo y alegría en la oración.
El comienzo de una nueva vida
Empezaba así para esta bienaventurada, de condición sencilla y desconocida, una vida de oración, penitencia y austeridad. Visiones, revelaciones, sufrimientos, curaciones y milagros serán ahora lo cotidiano en ella, sin dejar de cumplir nunca sus deberes de esposa y madre.
Siete niños bendijeron aquel hogar, tres niños y cuatro niñas. No obstante, la Providencia quiso llevarse a tres de ellos siendo aún pequeños. Como madre extremosa, velaba por la educación de los chiquillos, transformando su casa en un verdadero santuario. El orden reinaba en cada rincón. En las paredes, símbolos religiosos dispuestos con gusto y piedad. Una lamparita se mantenía encendida continuamente en honor de María Santísima y la pila de agua bendita nunca se secaba, se abastecía todos los días para ahuyentar a los demonios.
La rutina seguía una disciplina casi monacal, con horarios de oraciones, de comidas, de conversaciones y de ocio, siempre en la armonía y paz características de una familia católica. Nunca discutió con su marido, consiguiendo mediar en las dificultades entre ambos, y jamás dejó de corregir a sus hijos, velando por su inocencia y por la salvación de sus almas.
Con el consentimiento de Domenico, después de su conversión, decidió entrar en la Orden Tercera Trinitaria, considerando una gloria llevar como insignia el escapulario blanco con la cruz azul y roja. Aunque tuvo que esperar aún varios años para recibir el santo hábito trinitario, lo que solamente ocurrió en 1808.
En ese día tan esperado, oyó la voz del Salvador que le decía: “Te destino para convertir a las almas pecadoras, para consolar a las personas de cualquier condición: sacerdotes, prelados e incluso a mi Vicario. A todos los que escuchen tus palabras, los colmaré con gracias especiales… Aunque también encontrarás almas falsas y pérfidas, y serás motivo de escarnio, desprecio y calumnias. Pero todo lo soportarás por mi amor”. Ana respondió algo atemorizada: “Dios mío, ¿a quién habéis elegido para esta obra? Soy una indigna criatura”. La misma voz le replicó: “Así lo quiero. Soy Yo quien te conduciré de la mano, como un cordero llevado por su pastor al altar del sacrificio”.
Gracias místicas extraordinarias
Las gracias que recibió fueron singulares y especialísimas. Un tiempo después de haber sido llamada a la vía de la perfección, empezó a ver a su lado un globo de luz sobrenatural, un “sol místico”, como decía ella, en donde tenía largos coloquios con el divino Creador, veía acontecimientos presentes y preveía los futuros, escrutaba el secreto de las almas y de los corazones, al igual que se ve una película o se lee un libro. Este fenómeno le acompañó hasta el final de su vida.3
En sus primeras apariciones, la luz de este “sol” tenía el color de la llama, y el disco era como el del oro. Sin embargo, a medida que la bienaventurada progresaba en la virtud, aquel se hacía más brillante y se revestía de una luz más intensa que la de siete soles juntos. Tal resplandor estaba ante ella a una distancia de un metro y a unos veinte centímetros de su cabeza. Una corona de espinas rodeaba, horizontalmente, todo el diámetro del globo, y de ella bajaban dos espinas largas, una a la derecha y otro a la izquierda del círculo, cruzándose con las puntas arqueadas hacia abajo. En el centro de la esfera había una mujer sentada, majestuosa y con la frente levantada en dirección al cielo, contemplativa, brillando con una luz muy viva.
A respecto de este fenómeno sobrenatural, el Cardenal Pedicini, que convivió con Ana y fue su confidente a lo largo de 30 años, comentó: “Durante 47 años, día y noche, en su hogar, en la iglesia o en la calle, veía en su ‘sol’, cada vez más brillante, todas las cosas físicas y morales de esta Tierra; penetraba en los abismos y se elevaba al Cielo. […] Veía los lugares, a las personas tratando de negocios, sus vías políticas, la sinceridad o hipocresía de los ministros, toda la política subterránea de nuestro siglo, así como los decretos de Dios para confundir a los grandes personajes. […] Además, ejercía un apostolado sin límites, conquistando almas, en todos los puntos del globo, preparando el terreno a los misioneros; el mundo entero fue escenario de sus trabajos”.
Veía aún, en su globo de luz, a las almas que se salvaban o se perdían para siempre. Si alguien se acercaba a ella en estado de gracia, la luz se ponía más intensa y ella sentía el perfume de la virtud. Si, por el contrario, era un alma pervertida, el globo se quedaba en tinieblas y ella sentía el mal olor del pecado.
Era procurada por gente del pueblo, por nobles, diplomáticos o eclesiásticos que le pedían consejos para los más variados campos de la espiritualidad y de la vida humana. Por mucho que le ofrecían alguna cosa a cambio de su ayuda, la rechazaba con total desprendimiento y humildad, diciendo: “No sirvo a Dios por interés. […] Me confío a Él, que provee, cada día, mis necesidades”. Todos la respetaban y la temían, pues en su propio físico reflejaba la nobleza de su alma: una sencillez doméstica con porte de reina.
Dones especiales: curaciones y milagros, visiones y previsiones
En cualquier momento o lugar era arrebatada en éxtasis, pero también padeció todo tipo de enfermedades, quedando en cama largos períodos, sin poder ir a la iglesia. Por eso recibió autorización del Papa Gregorio XVI para tener un oratorio privado en su propia casa.
Fueron innumerables, igualmente, los hechos de la vida cotidiana que atestiguaban sus dones especiales, sobre todo los de curaciones y milagros. Un día, por ejemplo, su nieta se metió un hueso de ciruela en un ojo, perdiendo la vista casi por completo. La beata Ana hizo la señal de la cruz sobre el ojo de la niña, con aceite de la lamparita que mantenía encendida en casa, y la curó hasta el punto de poder ir a la escuela ya al día siguiente. Su esposo también fue objeto de su acción milagrosa. Una mañana de invierno tuvo un ataque apopléjico, cuando se encontraba en la iglesia de San Marcelo. Con sus oraciones, Ana le obtuvo la curación prodigiosa e instantánea.
En su misterioso “sol”, previó varios hechos, entre ellos la elección de muchos Papas, posteriores a Pío VII, y predijo acontecimientos que tendrían lugar en sus respectivos pontificados. Uno, digno de mención, fue mientras rezaba en la basílica de San Pablo Extramuros, donde asumida por un éxtasis vio al Cardenal Cappellari, allí presente, como futuro Papa con el nombre de Gregorio XVI. Y así se cumplió. De la misma manera anunció la elección del P. Mastai-Ferretti como Pío IX, en un rápido conclave de tan sólo 48 horas, y previó todas las tribulaciones de aquel pontificado, cuando este sacerdote aún estaba en la nunciatura de Chile.
A pesar de su escasa instrucción, hablaba sobre los misterios de nuestra Religión con la profundidad de un teólogo. A los más doctos los dejaba sorprendidos, al dar respuestas precisas y con exactitud teológica. Como ella no sabía escribir, era Mons. Raffaeli Natali —principal postulador de su causa de beatificación y que vivía con la familia Taigi— quien anotaba las alocuciones y mensajes divinos recibidos por la beata.
Víctima de amor por la Iglesia hasta el final
La bienaventurada fue “la víctima de la Iglesia y de Roma”, declaran quienes convivieron de cerca con ella: el confesor, fray Filippo di San Nicola, su confidente y director espiritual, el Cardenal Pedicini, y el propio Mons. Raffaeli Natali. Su amor a la Iglesia la consumía. Y muchas veces la Providencia le pedía sufrimientos por el bien del Cuerpo Místico de Cristo sin revelarle exactamente sus fines.
En uno de sus éxtasis, María Santísima le dictó una oración que se hizo conocida por medio del Cardenal Pedicini, quien la presentó a Pío VII, el cual la aprobó y enriqueció con indulgencias. Esta oración pide por la Iglesia, terminando con las siguiente palabras: “Obtenme este gran don, que el mundo entero no sea sino un solo pueblo y una sola Iglesia”.
En su última enfermedad, quiso el Señor hacerla partícipe de sus dolores en las últimas horas de la Cruz, sufriendo el abandono total. Después de recibir el Santo Viático un miércoles y la Extrema Unción al día siguiente, sintió los dolores de la muerte. Sin embargo, todos pensaron que aún no había llegado su fin, y la dejaron tranquila y sola. En la madrugada del viernes, el 9 de junio de 1837, Mons. Natali tuvo la premonición de su agonía y fue a la casa de la enferma, encontrándola sola, en sus últimos momentos. Rezó las oraciones de la Iglesia para esta hora extrema, le dio la última absolución y la bienaventurada partió hacia la Mansión Celestial.
La vida de Ana María Taigi fue una respuesta divina al racionalismo y escepticismo reinantes por entonces, al orgullo de los poderosos y al materialismo del siglo: “El Señor se burla de los insolentes y concede su favor a los humildes” (Pr 3, 34).
Su cuerpo permanece incorrupto en la iglesia de San Crisógono, de los trinitarios de Roma, como para testimoniar la victoria de la Iglesia, vista en su “sol” luminoso: “El Señor quiere purificar el mundo y su Iglesia, para la que prepara un renacimiento milagroso, triunfo de su misericordia”.
Pidamos que esta victoria venga cuanto antes y se haga oír, en este mundo secularizado y olvidado de las cosas de lo Alto, el mensaje que su vida encierra: “Dios existe, lo sobrenatural existe”.
(Revista Heraldos del Evangelio, Junio/2011, n. 114, pag. 31 a 35)
“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una
mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos.
Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas.
Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.