Belleza perfecta, alegría del mundo entero
Plinio Corrêa de Oliveira
Difícilmente alguien verá el esplendor religioso de este monumento gótico sin sentir por él una verdadera veneración. Ya sea en sus aspectos externos, ya sea en los internos, es una obra prima de tan buen gusto, de orden, de sobriedad, que siempre me lleva a parafrasear a su favor las palabras de la Escritura: ¡es la iglesia de una belleza perfecta, gloria y alegría del mundo entero!
Perfecta en cada pormenor, en cada secuencia de sus columnatas y arcadas góticas, así como en sus galerías de imágenes de reyes o de santos, dispuestos en tamaños, alturas y distancias que no necesitan retoque. Perfecta en el gran rosetón central de su fachada, que no es otra cosa sino una magnífica aureola para la más magnífica de todas las criaturas, María Santísima, cuya imagen se presenta allí para la devoción y contemplación del pueblo fiel.
Maravillosa en la profusión de grupos esculturales esparcidos alrededor de todo su gigantesco cuerpo, tallados en piedra – que, de lejos, parece más bien teñida de oro –, y tan cuidadosamente cincelados, que merecían un mayor realce: escenas de la vida de Nuestro Señor y de Nuestra Señora; el Nacimiento, la Presentación en el Templo, la matanza de los inocentes, la huida a Egipto, la Coronación de la Reina del Universo… Episodios de la vida cotidiana medieval, hechos edificantes de aquella época incomparable de la Cristiandad, como la historia del Monje Teófilo, engañado por el demonio y socorrido por la Madre de Misericordia, etc., etc.
Bella, aún más, a punto de dejar sin palabras, en la riqueza de su interior recortado por columnas y ojivas; resplandeciente en la gloriosa policromía de sus vitrales o en los encantadores frisos de bajos relieves que adornan el coro, los cuales, en una exuberante sinfonía de colores y detalles, retratan los momentos más significativos de la vida de Jesús. ¡Sólo por ese Evangelio esculpido en madera ya valdría la pena vivir en Notre Dame!
Y el primor del arte cristiano, acentuado por el savoir-faire* único del alma francesa, transborda a los jardines que rodean el maravilloso templo, a los canteros bien calculados y bien cuidados, a la vegetación que sirve de moldura a las enormes ojivas y a la elegante y fabulosa aguja central que se lanza hacia el cielo. Es la célebre flecha concebida por Viollet-le- Duc en el siglo XIX, en una especie de realización saudosa**, nostálgica, del acabado perfecto que no estaba enteramente en la consciencia de los medievales, pero fue explicitado por sus descendientes, hombres de una post-Edad Media basada en la Historia. Siempre me pareció sublime la idea de añadir esa flecha a Notre Dame, coronando la silueta de una catedral inmortal.
En su conjunto, la belleza de Notre Dame refulge con una luz excelente, completa, continua y tranquila, que cautiva nuestra admiración y eleva nuestro espíritu a la siguiente reflexión: el amor y el entusiasmo que tenemos por los tesoros de la civilización Cristiana serían incomprensibles, si no partiesen de la consideración de Nuestro Señor padeciendo y muriendo por nosotros en la Cruz.
Sí, en la Pasión y en sus cruelísimos sufrimientos, a cada pedazo de carne que los flagelos crueles arrancaban de su cuerpo sagrado, a cada gemido que Él exhalaba, se estaban preparando todas las bellezas que el alma católica engendraría a lo largo de los siglos. Sin el holocausto de Jesús, la Europa medieval no habría tenido virtud ni elevación de espíritu para realizar monumentos tan extraordinarios como ese.
Acordémonos por tanto de esto: cuando la carne y la sangre preciosísimas del Divino Redentor caían y se derramaban por los suelos de Jerusalén, Él estaba construyendo la belleza de su Reino en la tierra, como un Profeta que realiza su propia rofecía, pensando en un Carlomagno, en una Sainte Chapelle, en una Notre Dame de París…
(Revista Dr. Plinio No. 54, septiembre de 2002, p. 31-35. Editora Retornarei Ltda., São Paulo)
* “Saber hacer”: Expresión francesa.
**Del portugués “Saudade”: Añoranza.