Centralidad de la Eucaristía

Publicado el 03/02/2020

“El Misterio Eucarístico –Sacrificio, presencia, banquete- no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la Comunión, sea durante la Adoración Eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: Una, Santa, católica y Apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; Cuerpo y Esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; Sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada” (San Juan Pablo II; Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n° 61).

 

He aquí una bella proclamación de fe Eucarística, que sitúa al fiel –ya sea que participe de la Misa, que comulgue piadosamente o que adore al Señor oculto en el sagrario o expuesto en la custodia- en su papel de piedra viva, de constructor de la Iglesia. Así “se construye firmemente la Iglesia” ha escrito el Papa. Así vivimos nuestros compromisos bautismales, no siendo meros sujetos pasivos, sino ejercitando las virtudes teologales que nos son infundidas, y que piden y llevan e un testimonio.

 

En efecto, la fe, la esperanza y la caridad se dan cita para cantar las glorias de la Eucaristía, que, en torno de ella, se avivan. Veamos.

 

La fe: creemos contra toda evidencia, pues en contacto con las Sagradas Especies nada en nuestra naturaleza humana nos remite a la presencia real: ni la vista, ni el tacto, ni el gusto, ni el oído, ni el olfato. Sin embargo, ahí está la infinita majestad de Dios. Verdaderamente, la Eucaristía nos hace ejercitar la fe como ningún otro misterio o verdad de nuestra religión.

 

La esperanza: por otro lado, una tensión permanente en nosotros es esa sed de gloria de la cual es prenda la Hostia sagrada, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”. San Ignacio de Antioquía llamaba a la Eucaristía “fármaco de Inmortalidad y antídoto contra la muerte”.

 

Caridad: y, por fin, amamos a Jesús hecho Pan –o, mejor, al pan hecho Jesús- con toda el alma y con todo el corazón: es nuestro creador, nuestro modelo, nuestro bienhechor, nuestro amigo, ¿Cómo no responder a su amor si instituyó el Sacramento de su cuerpo y de su sangre porque “nos amó hasta el extremo”, en el decir de San Juan?

 

De esta forma, orientamos nuestras convicciones y sentimientos religiosos hacia el objeto debido y central de nuestro credo: el Dios humanado, nacido de Mujer, muerto y resucitado, de quien nació y vive la Santa Iglesia, su cuerpo místico.

 

El Misterio Eucarístico “no consiente reducciones”, escribió Juan Pablo II; aquí está él, sumariamente explicado o, más bien, intuido –en la medida que cabe descifrar un tal misterio- y se lo vive en plenitud cuando se lo celebra, se lo recibe o se lo adora. La Eucaristía es el sacramento por excelencia y hacia él tienden todos los demás.

 

Cierta “teología” moderna, pretende reducir el sacramento a su vigencia solo durante el tiempo de la celebración de la Misa, o mientras esté reunida la asamblea. O, lo que es peor, limita su realidad a un mero símbolo o a un recuerdo. Pero esto no es una mera “reducción”; es una completa deformación y una masacre del único sentido sobre el que las tres virtudes teologales, la revelación y la tradición nos informan a propósito de la Eucaristía.

 

La presencia real no es intermitente, ni depende de los fieles congregados o no. Y, sobre todo, no es un símbolo: es un signo que re-presenta (hace nuevamente presente) a Jesús y realiza el mismísimo misterio Pascual que Cristo instauró en el cenáculo y consumó en el Calvario. Lo realiza, actualizándolo cada vez y aplicando sus méritos infinitos a los que lo celebran.

 

Entonces no hacemos una banalidad cuando interrumpimos nuestros quehaceres y nos disponemos a adorar al Señor. Hacemos lo mejor y lo único necesario, en consonancia con las exigencias de esas maravillosas virtudes que nos fueron infundidas el día de nuestro bautismo. Vivir la fe, la esperanza y el amor es esencialmente participar de la Eucaristía, adorarla y recibirla. Con razón se ha dicho que si no fuese por la Eucaristía nuestros templos serían museos, a veces dotados indudablemente de cosas antiguas y preciosas, pero sin vida.

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