En esta Navidad, en medio de las múltiples tragedias actuales, el canto de los ángeles resuena como nunca, dirigido a nosotros como antaño a los pastores. Nos ofrece la verdadera paz, invitándonos a subordinar nuestras pasiones a la razón, y ésta a la fe.
I – Divina solución para los problemas actuales
“El pesebre de Belén nos muestra al Hombre perfecto que, al unir en una sola persona la naturaleza divina y la naturaleza humana, restituye a ésta la mayor parte de sus privilegios perdidos por el pecado, y, por consiguiente, la plenitud de sus bienes, de tal manera que para ser hombres no tenemos otro medio que reproducir, en toda su plenitud, la vida del hombre perfecto, Jesucristo, donec occurramus in virus perfectum, in mensuram ætatis plenitudinis Christi ”. 1
“Madonna delle Ombre”, del Beato Angélico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)
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El camino para lograr la armonía, la concordia y la paz
Por esta razón, arrodillándonos frente al Niño Dios —como lo hicieron los Sagrados Esposos, los pastores, los Reyes Magos y tantos otros— estaremos contemplando las más altas enseñanzas para ordenar nuestra vida cristiana y social.
En aquel pesebre está “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).
En ese Niño vemos al Redentor que inicia el Aula Magna de su Magisterio para enseñarnos, aún sin palabras pero con la elocuencia no menor de las obras, el medio único y excelente para restablecer el antiguo clima de nuestro Edén perdido: el espíritu de sacrificio, de pobreza y de resignación en el sufrimiento.
Las grandes asambleas y sus acaloradas discusiones resultan inútiles ante las tragedias que hoy atraviesan las naciones. En cambio, esta bellísima lección que tenemos frente a los ojos nos basta para recuperar nuestra dignidad, nuestra justicia original, e incluso para hacer vivir a la humanidad en la armonía, la concordia y la paz que existían en el Paraíso Terrenal en grado tan elevado.
Ni la ciencia con todo su progreso, ni la política con su experiencia multisecular, ni siquiera el auxilio de todas las riquezas son eficaces para solucionar los innumerables problemas actuales. La sociedad viviría feliz y en medio de tranquilidad universal si se decidiera a seguir el camino que el Salvador nos ofrece con el simple recuerdo de su Santa Natividad.
Él quiso serlo todo para todos, y los suyos no le recibieron
¡Qué maravillosa habría sido la historia de una familia que, por piedad y compasión, hubiera abierto sus puertas y ofrecido hospitalidad a esos bienaventurados y predestinados padres aquella noche, la más bella de todas! Pero San Lucas relata que no hubo lugar para ellos en ningún albergue (Lc 2, 7) y San Juan escribe: “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11).
Más terrible aún es la conducta de los pueblos, naciones y la propia humanidad en los días presentes, que no sólo no quieren ver nacer en medio suyo al Niño Dios y su Santa Iglesia, sino que además les dan la espalda y, aparte de ca lumniarlos y perseguirlos, colocan toda clase de obstáculos al ejercicio de su misión.
El Niño-Maestro no pudo elegir mejor medio para ponerse a disposición de todos, manifestando un carácter de universalidad en su nacimiento.
Lo realizó en un lugar público de acceso libre, sin que nadie quedara impedido de acercarse. Quiso nacer pobre para que todos tuvieran facilidad de ir hasta Él, y quiso descender de sangre real para que los nobles no se sintieran inclinados a despreciarlo. No llamó, por tanto, a una sola clase social, sino que deseó serlo todo para todos.
Sin embargo, los suyos no lo recibieron. Después de devolverles la vista a los ciegos, la voz a los mudos, el oído a los sordos, el desplazamiento a los paralíticos, la salud a los leprosos, la vida a los muertos… lo crucificaron.
Triste e incomprensible acontecimiento que se repite hasta hoy en día.
Pero en la noche de Navidad, incluso en la actualidad, por encima de todas las infidelidades Recordamos ese canto: “Gloria in altissimis Deo et in terra paz hominibus bonæ voluntatis”
— Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos y paz en la tierra a los hom bres objeto de la Buena Voluntad de Dios (Lc 2, 14).
II – La paz cantada y ofrecida por los ángeles
“Al instante apareció junto al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad'” (Lc 2, 13-14)
Se trata de un hecho de grandeza inconmensurable. El Unigénito engendrado desde la eternidad es idéntico al Padre, y deseó encarnarse para alabarlo con total sumisión desde una naturaleza creada. El Hombre Dios, al nacer, ofrece al Padre un culto perfecto y reconcilia con Dios a la humanidad, dándole a ésta la aptitud para glorificarlo.
Esa es la causa de la gran glorificación que le rinden los puros y celestiales espíritus, pues exaltan la obra más grande de Dios, en donde manifiesta al universo su sabiduría, su misericordia, su poder y tantas otras perfecciones absolutas. De este modo cumple con fidelidad y sobreabundancia sus más antiguas promesas.
Los ángeles en el Cielo cantan en acción de gracias por el más extraordinario beneficio realizado por Dios al hombre. Ellos mismos, puros espíritus, obtuvieron frutos de tan grande obra, y hasta su perseverancia tuvo como fuente a la Redención.
¡Qué maravillosa habría sido la historia de una familia que, por piedad y compasión, hubiera abierto sus puertas y ofrecido hospitalidad a esos bienaventurados y predestinados padres aquella noche, la más bella de todas!
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Nació el “Príncipe de la Paz”
Nacemos bajo la ira de Dios debido al pecado de nuestros primeros padres, pero podemos ser reconciliados con Él gracias a este Divino Nacimiento, que además nos trae la tranquilidad de conciencia, la paz de alma y la armonía entre los hombres (Cf. Ef 2, 14; Col 1, 20).
“Cuando la paz comenzaba a reinar, los ángeles decían: ‘Gloria en las alturas y paz en la tierra'. Pero cuando los de aquí abajo recibieron la paz de los de arriba, proclamaron: ‘Gloria en la tierra y paz en los cielos' (Lc 19, 38). Cuando la divinidad descendió a la tierra y se revistió de humanidad, los ángeles proclamaban: ‘Paz en la tierra'.
Y cuando esa humanidad asciende y es elevada y se introduce en la divinidad y se sienta a la derecha, los niños clamaban ante ella: ‘Paz en los cielos. ¡Hosanna en las alturas!' (Mt 21, 9). Es lo mismo que el Apóstol se dispuso a decir: ‘Por medio de su sangre restableció la paz, tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales' (Col 1,20). “Los ángeles decían: ‘Gloria en las alturas y paz en la tierra', y los niños: ‘Paz en los cielos y gloria en la tierra' (Lc 19, 38); así aparece con claridad que, igual que la gracia de la misericordia de Cristo alegra a los pecadores en la tierra, así también su arrepentimiento alcanza a los ángeles del cielo (cf. Lc 15, 7-10)”. 2
El Niño alabado por los ángeles es el “Príncipe de la Paz” anunciado siete siglos antes por Isaías (9, 5) y que, años más tarde, proclamará la bienaventuranza de los pacíficos —los que saben establecer en sí mismos y en las demás almas el reino de la paz— dándoles el título de Hijos de Dios.
Precioso don que no será retirado
O beata nox! Sí, bendita noche que presenció el nacimiento de un Niño inaugurando una nueva era histórica.
Aquella noche le fue ofrecido un don precioso a la humanidad; un don que no le sería retirado ni siquiera cuando ese Niño regresó a la eternidad: “La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mun do la da yo os la doy. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27).
“¿Qué sentido tienen estas palabras? El siguiente: Yo no os la doy como los hombres que aman al mundo. Éstos ofrecen la paz, en efecto, a fin de gozar —libres de preocupaciones, de juicios y de guerras— no de Dios, sino del mundo, al cual han entregado su afecto. La paz que ofrecen a los justos, cesando sus persecuciones, no es una paz verdadera, porque no hay verdadera concordia donde los corazones están separados.
Llamamos consortes a quienes unen su suerte; del mismo modo, quienes unen sus corazones deben llamarse concordes. A nosotros, hermanos carísimos, Jesucristo nos deja la paz y nos da su paz, no como el mundo sino como Aquel que ha creado al mundo. Él nos da la paz para que haya acuerdo entre todos, para que estemos unidos en el corazón y así, poseedores de un solo corazón, lo elevemos a lo alto sin dejarnos corromper en la tierra”. 3
La pseudopaz que ofrece el mundo
Todas las palabras de Jesús son de vida eterna y misteriosamente atractivas, pero cuando se las recuerda junto al Pesebre nos impulsan a adentrarnos en su significado más profundo, sobre todo si se refieren a la paz que esa noche llegó hasta nosotros.
¿Cuál será su naturaleza? Es la paz que toda criatura humana anhela con ansias, pero tan frecuentemente busca donde no está, y peor aún, equivocándose sobre su verdadero contenido y sustancia.
Este error, ¿no será la causa principal de las catástrofes y guerras que a lo largo de varios milenios han saturado al mundo? Todo ello como fruto de la pseudo-paz que el mismo mundo ofrece, muy distinta a la que cantaron los ángeles a los pastores en la bendita noche de Navidad.
Orígenes comenta al respecto: “Donde no está Jesús se encuentran pleitos y guerras, pero donde Él está presente todo es serenidad y paz”. 4 San Agustín afirma que la paz consiste en un “bien tan noble, que aun entre cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia”. 5 Y San Beda agrega: “La verdadera, la única paz de las almas en este mundo consiste en estar llenos de amor de Dios y animados de la esperanza del cielo, hasta el punto de considerar poca cosa los éxitos o reveses de este mundo […]. Se equivoca quien se figura que podrá encontrar la paz en el disfrute de los bienes de este mundo y en las riquezas. Las frecuentes turbaciones de aquí abajo y el fin de este mundo deberían convencer a ese hombre de que ha construido sobre arena los fundamentos de su paz”. 6
Los suyos no sólo no lo recibieron, sino que lo crucificaron.
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Paz y pecado no pueden vivir juntos
La paz cantada y ofrecida por los ángeles se encuentra en la santidad a la que todos hemos sido llamados.
Fuimos creados por Dios y para Dios; mientras la suma Verdad no ilumine nuestra inteligencia, mientras el Bien supremo no ocupe un lugar primordial en nuestro corazón, se frustrarán nuestros esfuerzos en busca de la paz.
En un mismo corazón no pueden vivir juntos la paz y el pecado. “No hay paz en el corazón del hombre sensual, ni en el que se ocupa en lo exterior, sino en el que anda en fervor espiritual” . 7
Por eso, mientras más busque yo la paz en los gozos de este mundo, más me acusará mi conciencia por haberme colocado fuera del orden universal, sobre todo si llego a seguir, por desgracia, la senda del pecado; en es te caso seré objeto del odio de Dios y de los rayos de su santa cólera. Peor todavía será mi situación si logro ahogar la voz de mi conciencia; en el silencio profundo de mi inveterado y pérfido corazón se desvanecerán los remordimientos, angustias y temores por la virtud perdida. Y en este caso, la muerte ocupará el lugar vacío dejado en mi alma por la antigua paz.
En realidad, ¿qué es la verdadera paz?
Santo Tomás de Aquino dice: “Quien tiene un deseo también anhela la paz, ya que debe lograr tranquilamente y sin tropiezos el objeto deseado. Y en esto consiste la paz que San Agustín define como ‘la tranquilidad del orden'”. 8
Por tanto, nuestros anhelos siempre se asocian con una búsqueda de paz; y la única que puede satisfacer el corazón humano es la que ofrecen los ángeles a la humanidad entera, en la persona de los pastores.
Tranquilidad y orden son los elementos constituyentes de esta paz.
Podrá existir la tranquilidad sin orden o viceversa, pero en ninguno de estos casos habrá verdadera paz, aunque guarden las apariencias.
No es mera efusividad la de los ángeles cuando cantan en primer lugar “Gloria a Dios en las alturas” (Lc 2, 14), porque la verdadera paz procede del Espíritu Santo tal como las plantas nacen de las semillas o de las raíces. Así lo resalta San Pablo: la paz es “fruto del Espíritu Santo” (Gal 5, 22) y “supera toda inteligencia” (Flp 4, 7).
El Doctor Angélico afirma, y resulta obvio, que quien está unido a Dios vive en perfecto orden, pues el Señor ordena las potencias del alma, con sus sentidos y facultades, al ser Él mismo el primer principio y último fin de toda la creación; de donde esta unión produce el reposo interior. Además, cuando nuestra unión a Dios es plena no puede haber perturbación, ya que todo cuanto es ajeno a Dios lo consideramos nada, según proclama San Pablo: “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8, 31).
Es fácil comprender que si el hombre está en paz con Dios, lo estará también consigo mismo y con los demás, porque el fundamento de la verdadera paz consiste en vivir con Dios Nuestro Señor. Por eso dice San Cirilo: “Avergüéncenos el prescindir del saludo de la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a salir del mundo. La paz es un nombre y una cosa sabrosa, que sabemos proviene de Dios, según dice el Apóstol a los filipenses: la paz de Dios; y que es de Dios lo muestra también cuando dice a los efesios: Él es nuestra paz. La paz es un bien recomendado a todos, pero observado por pocos. ¿Cuál es la causa de ello? Quizá, el deseo de dominio o de ambición o de envidia o de aborrecimiento del prójimo o de alguna otra cosa, que vemos en quienes desconocen al Señor. La paz procede de Dios, que es quien todo lo une […]. La transmite a los ángeles […] y se extiende también a todas las criaturas que verdaderamente la desean.” 9
Principal razón por la que los hombres de hoy no encuentran la paz
Si, como antes dijimos, la paz es fruto del Espíritu Santo, sus cimientos están en la vida de la gracia y de la caridad. Ahora bien, el Autor de la Gracia es Jesucristo: “La gracia y la verdad se han hecho realidad por Jesucristo” (Jn 1, 17). Por consiguiente, también es el autor de la paz: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2, 14).
Tal es la principal razón por que los hombres de hoy no encuentran la verdadera paz. ¡No es para menos! Ella no surge de los tratados. El orden externo de las naciones logra, a lo más, reparar los estragos materiales de la posguerra, pero solamente la tranquilidad y el orden del alma, como elementos esenciales, traen la paz auténtica, la misma que se ha desvanecido del concierto de las naciones y ni siquiera podemos disfrutar al interior de las mismas.
Para qué hablar de las disensiones en el seno de las familias, institución que se deteriora más a cada paso por la agresión de varios factores ad versos conjugados: corrupción moral progresiva, desmoronamiento de la autoridad paterna, violación generalizada de la fidelidad conyugal, desprecio de la Ley de Dios y hasta del bien social en el cumplimiento de los sagrados deberes para con los hijos.
Todos estos desórdenes se originan en el propio hombre moderno y su corazón repleto de descontento, hermano siamés del hastío, la amargura y la inquietud. Hoy en día casi toda criatura humana está poseída por el espíritu de insubordinación a toda clase de autoridad, ya sea eclesiástica, religiosa, política, familiar, etc., sin mencionar la paulatina pérdida del pudor, que hoy constituye el mal de todos los pueblos…
Magisterio de los Papas
El Beato Juan XXIII, en su famosa encíclica Pacem in Terris, dejó sabias palabras a este respecto: “La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios. […]
Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden ma ravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por la fuerza. […]
“La paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios ha establecido.
A este respecto pregunta San Agustín: ‘¿Quiere tu alma ser capaz de vencer las pasiones? Que se someta al que está arriba y vencerá al que está abajo; y se hará la paz en ti; una paz verdadera, cierta, ordenada. ¿Cuál es el orden de esta paz? Dios manda sobre el alma; el alma, sobre la carne; no hay orden mejor' ”. 10
Y en un pronunciamiento reciente, Benedicto XVI, nuestro Papa felizmente reinante, se expresó sobre el mismo asunto de esta manera: “En primer lugar, la paz se debe construir en los corazones. Ahí es donde se desarrollan los sentimientos que pueden alimentarla o, por el contrario, amenazarla, debilitarla y ahogarla. Por lo demás, el corazón del hombre es el lugar donde actúa Dios. Por tanto, junto a la dimensión ‘horizontal' de las relaciones con los demás hombres, es de importancia fundamental la dimensión ‘vertical' de la relación de cada uno con Dios, en quien todo tiene su fundamento”. 11
Gloria en el Cielo y paz en la tierra
Por ello, en esta Navidad, en medio de las múltiples tragedias actuales, el canto de los ángeles resuena más que nunca, dirigido a nosotros como antaño a los pastores.
Ese canto ofrece la paz verdadera a todos y cada uno en particular, invitándonos a subordinar nuestras pasiones a la razón y ésta a la fe. Nos ofrece también el término de la lucha civil, de la lucha de clases y de las propias guerras entre las naciones, a cambio de acatar cuidadosamente las exigencias que imponen la jerarquía y la justicia. En síntesis, para recibir de los ángeles esa oferta que tanto ansiamos, es indispensable estar en orden con Dios reconociéndolo como nuestro Legislador y Señor, y amándolo con entusiasmo total.
Es lo mismo que, con tanta lógica y unción, comenta San Cirilo: “No lo mires simplemente como a un niño que fue depositado en un pesebre, sino que en nuestra pobreza hemos de verlo rico como Dios, y por esto es glorificado incluso por los ángeles: ‘Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad'. Pues los ángeles y todas las potencias superiores conservan el orden que les ha sido dispensado y están en paz con Dios.
En modo alguno se oponen a lo que le place, sino que están establecidos firmemente en la justicia y la santidad.
Nosotros somos desgraciados al colocar nuestros propios deseos en oposición a la voluntad del Señor, y nos hemos puesto en las filas de sus enemigos.
Esto ha sido abolido por Cristo, pues Él mismo es nuestra paz (cf. Ef 2, 14) y nos une por su mediación con Dios Padre, quitando de en medio el pecado, causa de enemistad, justificándonos con la fe, y llamando cerca a los que están lejos. Además ha modelado a los dos pueblos en un hombre nuevo, haciendo la paz y reconciliando a ambos en un solo cuerpo con el Padre (cf. Ef 2, 15-16). En efecto, le agradó a Dios Padre el encabezar todas las cosas en Él, y reunir a los de arriba y a los de abajo, y a los del cielo y los de la tierra y decir que hay un solo rebaño.
Cristo ha sido para nosotros paz y buena voluntad”. 12
San Jerónimo añade con no menos espiritualidad: “Gloria en el Cielo, en donde no hay jamás disensión alguna, y paz en la tierra para que no haya a diario guerras. ‘Y paz en la tierra'.
Y esa paz, ¿en quiénes? En los hombres. […] ‘Paz a los hombres de buena voluntad', es decir, a quienes reciben a Cristo recién nacido”. 13
III – El ejemplo de Fe de los pastores
“Cuando los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: ‘Vayamos a Belén a ver esto que el Señor nos ha anunciado'.
Fueron presurosos y encontraron a María, a José y al Niño reclinado en el pesebre. Y viéndole, contaron lo que se les había dicho acerca de este Niño; y cuantos los oían se maravillaban de lo que les decían los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas palabras meditándolas en su corazón.
Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, según les fue dicho” (Lc 2, 15 20).
En la Celebración Eucarística del Alba, por tanto en la segunda Misa de Navidad, San Lucas nos relata que los ángeles, cumplida ya su misión, volvieron al Cielo. Es curioso notar que los ángeles no ordenan a los pastores visitar al Salvador recién nacido; solamente les indican el lugar. Sin embargo, tan pronto como los puros espíritus se han retirado, los guardianes de ovejas parten rápidamente en búsqueda del Niño para verlo y adorarlo. Con esta hermosa actitud enseñan a los que aman la fidelidad a ser dóciles, diligentes y ágiles en practicar con toda prontitud posible el bien que el Señor les insinúe, inspire o comunique de cualquier manera; en caso contrario, incurrirán en una falta.
Invitación a un examen de conciencia en la noche de Navidad
Quizás, mientras me ayuda a meditar sobre estos hechos ocurridos en Belén, mi Ángel de la Guarda pronuncia en la intimidad de mi alma una palabra decisiva para que yo cambie algo en mi vida, o en el rumbo que adopté, y así cumpla el fin para el cual he sido creado.
Los cantos, la liturgia, las lecturas, los sermones, etc., de esta Noche traerán a mi recuerdo el Nacimiento del Salvador. Al igual que los pastores, yo seré invitado a Belén. ¿Qué sentimientos habrá en mi interior? ¿Tendré la misma santa ansiedad que a ellos les acometió esa noche?
No hace falta emprender un viaje a la Gruta de Belén, sino tener la misma reacción de los pastores, o sea, prontitud total, por ejemplo para dirigirme a un tabernáculo donde me espera mi Redentor, el mismo que fue adorado en el Pesebre.
Cuántos pretextos aparentemente legítimos podrían haber alegado los pastores para no moverse rápido en busca del Niño: la larga distancia por recorrer, el verdadero peligro de dejar abandonado el rebaño, el invierno que ya se hacía sentir con rigor, la noche que dominaba los campos, etc. Hoy en día, ¡cuántos católicos dejan de cumplir por frivolidad sus obligaciones de culto, escudándose en las más banales justificaciones o incluso en fantasiosas quimeras! En cambio, nada pudo retardar el paso de aquellos piadosos campesinos y por eso, con todo el mérito, no sólo encontraron a Jesús sino a María y a José.
Los ángeles no ordenan a los pastores visitar al Salvador recién nacido; sin embargo, ellos parten rápidamente en búsqueda del Niño para verlo y adorarlo.
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Heroica fe ante un niño frágil
Esta noche veneremos también la fe heroica y robusta de aquellos hombres tan sencillos. La creencia errónea de esos tiempos era que el Salvador prometido debía ser un personaje lleno de poder para liberar a su pueblo de cualquier enemigo, otorgándole la supremacía sobre todas las demás naciones. Un libertador, por tanto, rutilante de esplendor, gloria y majestad, más grandes que las del mismo Salomón.
Pues bien, en lugar de toparse con un temible y grandioso emperador, ellos se encontraron ante un frá gil Niño envuelto en pañales, rodeado por un buey y un burro para calentarlo, un pobre artesano, una mujer llena de sencillez… en fin, todo lo que el mundo de entonces —y de todos los tiempos— tenía por más vil y despreciable. Pese a ello, en ningún momento los invadió la menor duda o inseguridad; creyeron con toda el alma que ese Niño era el esperado Salvador.
¿Será esa también mi fe en la Iglesia de Dios, tan infalible como los ángeles?
La fe, un tesoro que no admite egoísmos
Una vez cumplido el deber impuesto por sus fervorosos corazones, “regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído, según les fue dicho” . Es el primer efecto que produce la fe sincera, vale decir, el dinámico deseo de hacer participar en ella a cuantos aparezcan por el camino. Tal fe es un tesoro que no admite egoísmos: exige ser compartida por otros, es expansiva.
Por eso encontramos en este episodio a los pastores como heraldos de la Buena Noticia, predicadores simples y sin grandes recursos oratorios, pero elocuentes.
Es también la obligación que tenemos todos los bautizados. Viene al caso recordar aquí la amonestación de San Beda: “Los pastores no guardaron silencio sobre los misterios divinos que les habían sido revelados, sino que los comunicaron a todos los que pudieron.
También los pastores espirituales de la Iglesia están destinados a eso mismo: a predicar los misterios de la Palabra de Dios y a enseñar a sus oyentes a admirar las maravillas que ellos han aprendido en las Escrituras”. 14
Por tanto, también en este aspecto debemos tomar como modelo a los pastores; porque si nuestra fe está viva, debemos comunicarla, dando a conocer a Jesús, las bellezas de la Iglesia, etc., a todos cuantos nos rodean, especialmente a aquellos sobre quienes tengamos alguna autoridad.
No olvidemos que en cierta medida su salvación eterna está confiada a nosotros, y un relajamiento en esta materia puede convertirse en falta grave.
Sin duda que el impío morirá en su iniquidad, como castigo a su malicia: “Impius in iniquitate sua morietur” (Ez 3, 18); no obstante, el que tenía la obligación moral de instruirlo y reprenderlo, pero no lo hizo, deberá rendir cuentas a Dios el día de su Juicio y pagará por la pérdida de su hermano: “…sanguinem autem ejus de manu tua requiram” — “…pero será a ti a quien pida cuentas de su sangre” (Ídem, ibidem)
1 PÍO X, San – Discurso de 23/12/1903 apud Lettres Apostoliques de S.S. Pie X, París, Maison de la Bonne Presse, t. 1, p. 210.
2 EFRÉN DE SIRIA, San – Commentaire de l'Évangile Concordant ou Diatessaron (Lc 2, 14), París, Éditions du Cerf, 1966, p.73.
3 AGUSTÍN DE HIPONA, San – In Evangelium Ioannis, t. 77.
4 Apud: AQUINO, Santo Tomás de – Catena Aurea, in Mt. c. 27, l.4.
5 AGUSTÍN DE HIPONA, San – La Ciudad de Dios, l. XIX, 11
6 BEDA EL VENERABLE, San – Homilía XI in Vigilia Pentecostes.
7 KEMPIS, Tomás de – Imitación de Cristo, l. I, c. 6, 2.
8 AQUINO, Santo Tomás de – Suma Teológica II-II q.29, a.2.
9 Apud: AQUINO, Santo Tomás de – Catena Aurea, in Lc. 24, vv. 36-40.
10 JUAN XXIII – Carta Encíclica “Pacem in Terris” , 11/4/1963, nros. 1, 4 y 165.
11 BENEDICTO XVI – Mensaje en el 20º aniversario del Encuentro Interreligioso de Oración por la Paz, 2/9/2006.
12 CIRILO DE ALEJANDRÍA, San – Commentarii in Lucas, 2,14.
13 JERÓNIMO, San – Homilía de Nativitate Domini, n.65 (Morin n. 394).
14 BEDA EL VENERABLE, San – Homilia VI – In Aurora Nativitatis Domini et in Lucæ Evangelium expositio, c.2.