¿CÓMO LOGRAR UNA SOCIEDAD FELIZ?

Publicado el 10/05/2015

 

La primera institución humana no fue gubernamental, ni económica, ni siquiera laboral. Creado Adán, y formada Eva de su costado, éstos constituyeron la primera familia humana, principio y causa de todas las demás. Desde el origen, como lo reafirmó posteriormente el Salvador (cf. Mc 10, 6-8), Dios creó al hombre y a la mujer, los cuales, uniéndose según un designio eterno de su sabiduría, “serán los dos una sola carne” (Gn 2, 24).

 

La solidez y estabilidad de dicha unión —cuya sublimidad fue elevada a sacramento por Jesucristo como fundador de la Iglesia— radican en el hecho de que es obrada por el propio Dios, aunque administrada por los esposos: la iniciativa es humana, pero el resultado es divino, ya que el hombre no tiene poder para anularlo. Esta realidad fue sancionada por el Redentor con una orden clara: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6).

 

Ése fue uno de los elementos que lo opusieron a los fariseos: bastante preocupados por los aspectos humanos y poco interesados en los designios divinos, trataban de distorsionar los principios mosaicos para adecuar la religión a sus pasiones. Jesús, no obstante, no les dio la mínima oportunidad a sus anhelos; obstinados e impenitentes, con ésa y otras actitudes, los fariseos se fueron empujando voluntariamente hacia el margen de la Historia…

 

Del matrimonio concebido según la visión cristiana, surgieron las familias que dieron origen a las sociedades inspiradas en el Evangelio, destinadas a hacer florecer los frutos del Espíritu Santo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Ga 5, 22-23). De un modo muy orgánico, el hombre conocía a una mujer y, motivados por la caridad, resolvían casarse; enfrentaban dificultades, pero perseveraban juntos. Los años pasaban y ambos se llevaban muy bien. Así han perdurado las sociedades, durante veinte siglos…

 

Sin embargo, surgieron el divorcio y formas cada vez más excéntricas de “familias”; y los problemas, en lugar de disminuir, aumentaron… Así pues, hemos llegado a una situación en la cual la familia sufre una crisis global, hasta constituirse actualmente en una verdadera encrucijada en la Historia. De hecho, de modo casi cíclico, la dureza de corazón que Jesús había denunciado en los fariseos (cf. Mc 10, 5) vuelve a manifestarse una y otra vez: con pretextos más o menos similares, pretenden siempre retorcer la verdad de manera a creerse en el derecho de exigirle a Dios que justifique los efectos de las pasiones desordenadas. ¿Dónde se encuentra nuevamente el remedio para ese mal antiguo?

 

Para un mismo problema, sirve la misma solución. Ayer, como hoy y siempre, el hombre en esta tierra nunca podrá evitar el dolor. El secreto de la felicidad, por consiguiente, no se halla en no sufrir, sino en cómo enfrentar el sufrimiento. La felicidad de la familia bien constituida se cimenta en la Roca sobre la cual fue edificada (cf. Lc 6, 48); mientras ambos esposos se encuentran abrasados en el amor a Dios, no temen ni vacilan; incluso cuando sufren, están llenos de alegría espiritual. La clave de la felicidad de determinada sociedad consiste, por tanto, en estar formada por familias cuyos cónyuges anhelan la santidad.

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