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Misa por el 80 cumpleaños de Mons. João, participantes en el Curso vacacional de la rama femenina y en el Congreso de cooperadores
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Nada en el mundo es tan misterioso como la Iglesia. Nacida del costado de Nuestro Señor Jesucristo (cf. CCE 766), constituye un extraordinario y bellísimo misterio de la gracia, elevado muy por encima del universo material. Aun estando compuesta por hombres, y siendo su objetivo —además de la gloria de Dios— la salvación de éstos (cf. CCE 824), la Iglesia posee, sin embargo, un origen, una esencia y una vida toda divina (cf. CCE 813), al ser el Cuerpo Místico de Cristo.
Viviendo en medio de las luchas y dificultades de los hombres, nunca se deja manchar por sus acciones. Esta es la razón por la cual, al pasar por períodos de terribles crisis que podrían aparentemente desfigurarla para siempre, la Esposa de Cristo resurge rejuvenecida, engalanada con nuevos títulos de gloria. De cada llaga reluce una joya.
En ello verificamos una regla de la Historia y de la acción de Dios: tras una misteriosa renovación, para cuyo proceso la Iglesia encuentra en sí toda la vitalidad necesaria, su perfección se ve fortalecida y enriquecida precisamente en aquellos puntos en los que más se ha intentado deshonrarla.
Las Escrituras nos muestran cuántas dificultades hubo en la religión judaica, prefigura de la Iglesia, para mantener la fidelidad del pueblo en la adoración del único Dios verdadero. Después de la Encarnación, esa lucha fue superada con la propia fundación de la Iglesia que, a su vez, tuvo que enfrentar diversas herejías a lo largo de los siglos. No obstante, del combate a cada una de ellas la Esposa de Cristo salía aún más robustecida en su fe y acrisolada en su doctrina.
Así pues, ¿cuál será la fisonomía de la Iglesia en el siglo XXI? Sólo el futuro lo dirá, pero desde ya podemos deducir, de sus actuales tribulaciones, los aspectos que más relucirán tras su re-erguimiento. ¿Qué es lo que más le hace sufrir hoy? ¿La indiferencia de sus hijos? Entonces se encontrará marcada por la fidelidad. ¿La indignidad de algunos ministros? Brillará, pues, por la integridad. ¿La ingratitud de la humanidad? Será, por tanto, honrada por todas las naciones. ¿La saña de sus enemigos? Enseguida vendrá un período de victoria como jamás conoció. Se abrirán las nubes y rayará sobre ella el Sol de Justicia, revelándola como vencedora, lista para nuevos triunfos (cf. Ap 6, 2).
Será la esposa perfecta, la nueva Jerusalén, adornada para el Esposo (cf. Ap 21, 2), “gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 27). Será toda ella revestida “de la gloria de Dios” (Ap 21, 11), y sus excelencias sobrenaturales podrán compararse a las piedras preciosas y al oro puro (cf. Ap 21, 18-19). Sus ministros serán, verdaderamente, sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14) y “las naciones caminarán a su luz” (Ap 21, 24).
A fin de cuentas, ocurra lo que ocurra, ¡la Iglesia tiene la promesa divina de que las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella (cf. Mt 16, 18)!