En el maravilloso universo de la comunión de los santos, el más insignificante de nuestros actos, hecho con caridad, repercute en provecho de todos los fieles; y cualquier pecado pesa negativamente en esa comunión.
Desafiando el progreso científico moderno, el cuerpo humano todavía sigue siendo un misterio en muchos aspectos. A medida que vamos conociendo mejor las leyes y operaciones, surgen nuevas incógnitas y también nuevas maravillas son reveladas, despertando admiración.
“El Juicio Final”, por Fra Angélico – Gemäldegalerie, Berlín
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En efecto, ¿quién no se queda atónito hoy día ante la espectacular eficacia del sistema inmunológico de nuestro organismo? ¿Qué científico puede explicar con exactitud la extraordinaria agilidad, capacidad y precisión de nuestro sistema nervioso? ¿O cómo no admirarse del incansable trabajo del corazón que, con sus rítmicos latidos, bombea la sangre sin descanso hacia los demás órganos? Ahora bien, el cuerpo humano es la mejor imagen que tenemos a nuestro alcance de una rica y profunda verdad de nuestra fe: la comunión de los santos, que declaramos cada vez que rezamos el Credo. Sin embargo, raramente es objeto de nuestros pensamientos, quizá porque transciende la esfera temporal y terrena y nos lleva a realidades ajenas a nuestras preocupaciones cotidianas.
Así pues, recorramos algunos fragmentos de las cartas de San Pablo, consideremos las reflexiones del famoso predicador dominico Jacques Marie Louis Monsabré, OP, y recurramos a las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de algunos de los Papas más recientes para adentrarnos en este apasionante tema.
Cristo, cabeza del Cuerpo Místico de la Iglesia
Como enseña el Apóstol, en la Santa Iglesia hay una íntima relación entre sus miembros: “Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo” (Rm 12, 5), el Cuerpo Místico de Cristo. Y, como todo cuerpo bien constituido, tiene una cabeza “de la cual todo el cuerpo, a través de las junturas y tendones, recibe alimento y cohesión, y crece como Dios le hace crecer” (Col 2, 19).1 De Cristo, “cabeza del cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 18), dimana la vida, la fuerza y la vitalidad del resto del organismo.
El mismo Redentor nos explica esta realidad en la parábola de la vid y los sarmientos. “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca […]. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Jn 15, 1.4).
“Os habéis revestido de Cristo”
Todos los bautizados, por muy diferentes que sean por la raza, la nación o la clase social, son parte de ese Cuerpo. Nos dice San Pablo: “Habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 27-28). En la epístola a los efesios, insiste en la necesidad de esa unión: “Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef 4, 3-4).
Esta importante enseñanza se materializaba en las costumbres vigentes en la Iglesia primitiva, como narra el libro de los Hechos de los Apóstoles: “El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común” (Hch 4, 32).
Las relaciones entre los miembros del Cuerpo Místico, muy diferentes entre sí, se regían por la caridad y por el espíritu de comunión. Todos ellos, desde los sucesores de los Apóstoles hasta la más humilde viuda, se articulaban en una armónica convivencia que no pretendía de ninguna manera destruir los carismas o superioridades de los más dotados, ni permitía el menosprecio de los inferiores, porque, como dice el Apóstol de los gentiles: “todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Pues el cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos. […] Dios distribuyó cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Sin embargo, aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo” (1 Co 12, 13-14.18-20).
Los tres estados de la única e indivisible Iglesia
Pero ese Cuerpo Místico no está constituido únicamente por la Iglesia visible, peregrina en la tierra. Como nos explica el P. Monsabré, esa Iglesia “no es más que una porción de la vasta asamblea donde se aplican de diversas maneras los efectos de la Redención; también incluye a la Iglesia triunfante y a la Iglesia purgante”.2
La Iglesia triunfante es la parte del Cuerpo Místico que ya se encuentra en la eterna bienaventuranza, última parada de nuestra caminata. Al estar junto al trono de Dios, esa asamblea de elegidos ruega constantemente por sus hermanos que aún peregrinan en el mundo.
Se denomina Iglesia purgante al conjunto de fieles que sufren en el purgatorio, expiando sus defectos y purificando sus vistas espirituales para encontrarse con Dios.
Y nosotros que, en este valle de lágrimas luchamos para conquistar, por los méritos infinitos de Jesucristo, la corona de gloria, constituimos la Iglesia militante (Ecclesia militans), según el término clásico que pone de relieve la necesidad de combatir en esta vida el pecado y las malas inclinaciones.
Estos tres estados de la única e indivisible Iglesia Católica están estrechamente unidos entre sí, como bien lo acentúa el Concilio Vaticano II: “Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de sus ángeles (cf. Mt 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Co 15, 26- 27), de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando ‘claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es’; mas todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios. Pues todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en Él (cf. Ef 4, 16)”.3
La bienaventuranza celestial baja hasta nosotros
Para explicar las relaciones entre los miembros de la Iglesia militante y los de la triunfante, el P. Monsabré recurre a una expresiva alegoría:
“La Iglesia militante está, respecto a la Iglesia triunfante, en condiciones similares a las de un ejército que lucha en un país lejano, respecto a su patria, donde hay orden, tranquilidad y prosperidad. ¿No tiene el ejército los ojos puestos constantemente en su patria, de donde espera la ayuda y refuerzos necesarios para llevar a buen término su ardua campaña? ¿Se desinteresa la patria, para disfrutar de una felicidad egoísta, de las fatigas y sufrimientos de los valientes soldados que defienden el honor de su bandera? ¿No hay entre el ejército y la patria una íntima solidaridad, expresada por un confiado y generoso intercambio de oraciones y de solicitud, de votos y beneficios, hasta el día en que los victoriosos militares desfilen triunfantes entre la emocionada multitud de ciudadanos cuyo corazón estaba con ellos en tierra extranjera?”. 4
Así, la Iglesia peregrina en la tierra implora y espera de la Patria celestial su eficaz asistencia, para que un día también pueda triunfar. Sería un grave error pensar que en la eterna gloria los bienaventurados se han olvidado de sus hermanos en la tierra. Todo lo contrario, “conocen nuestras necesidades mejor que nosotros mismos, y, antes que les llegue nuestra oración, Dios los ha preparado para escucharla y atenderla”.5
Esta certeza de un auxilio continuo nos debe animar y, más aún, hacernos exultar de alegría. Porque sabemos que, en medio de las dificultades de todos los días, contamos con intercesores que velan por nosotros en todo momento. “Su fraterna solicitud contribuye, pues, mucho a remediar nuestra debilidad”, enseña el Concilio Vaticano II.6
Objeto de ternura de la tierra y del Cielo
Con todo, si la Iglesia peregrina se beneficia de la intercesión de los bienaventurados, también tiene una responsabilidad y una obligación: debemos rezar por los que duermen en la paz del Señor, pero aún no gozan de la visión beatífica, las almas de los fieles difuntos que se encuentran en el purgatorio.
“Restos salvados del furor de un mar fecundo en naufragios, algunos reclutas de los batallones del ejército celestial, llevando en su fisionomía, a la vez profundamente triste y profundamente tranquila, la marca de la Iglesia de donde salen y la Iglesia a donde van a entrar, los miembros de la Iglesia purgante son objeto de las ternuras de la tierra y del Cielo. Como el desafortunado Job, ellos nos gritan: ‘¡Piedad, piedad, amigos míos!’ (Jb 19, 21). Nosotros rezamos por ellos; los elegidos unen su poderosa voz a la nuestra y nos ofrecen —del tesoro de la misericordia divina que enriquecen con sus méritos— la consolación, el sosiego, la liberación”.7
Las leyes que regulan esa relación
Esa sinfonía producida por la permuta de bienes e intercesiones entre la Iglesia triunfante, militante y purgante se rige por dos leyes estrechamente vinculadas a la naturaleza del Cuerpo Místico.
La primera es la ley de la unidad: “Cuanto más perfecta es la unidad, más fácil, rápida y abundante es la comunicación de bienes”, explica Monsabré.8 Este principio del orden natural tan obvio se aplica con mayor propiedad aún en el orden sobrenatural. De esa manera, cuanto más unidos estemos a Jesucristo y a la Iglesia, más nos beneficiaremos de la comunión de los santos.
De este modo formula la segunda ley el teólogo dominico: “Cristo, principio de unidad, tiene bajo su dependencia la circulación de los bienes espirituales comunicados a cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico”.9 Porque la Iglesia, como enseña el Catecismo, “no está solamente reunida en torno a Él: siempre está unificada en Él, en su Cuerpo”.10
Por lo tanto, nos cabe una sola actitud: tratar de estar siempre cada vez más unidos al divino Salvador y a su Iglesia a través de la oración, esforzándonos por vivir conforme a los Mandamientos y recurriendo a menudo a los sacramentos, principalmente al de la Eucaristía, en la que recibimos al mismo Cristo, nuestro Señor, fuente de todas las gracias.
“Las almas saliendo del purgatorio por la celebración de la Misa”, por Jaume Cirera y Bernat Despuig – Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona
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La comunión de los bienes espirituales
La Iglesia es la asamblea de todos los santos: los del Cielo, los del purgatorio y los de la tierra. “La comunión de los santos es precisamente la Iglesia”,11 afirma el Catecismo. Y explica que “la expresión ‘comunión de los santos’ tiene dos significados estrechamente relacionados: ‘comunión en las cosas santas (sancta)’ y ‘comunión entre las personas santas (sancti)’”.12 Y a continuación añade: “Sancta sanctis (lo que es santo para los que son santos) es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles (sancti) se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo (sancta) para crecer en la comunión con el Espíritu Santo (Koinônia) y comunicarla al mundo”.13
¿Cuáles son esas “cosas santas” puestas en movimiento en la vida del Cuerpo Místico? El Catecismo nos lo indica: la comunión en la fe, de los sacramentos, de los carismas, de los bienes terrenos y de la caridad. 14 El P. Monsabré las resume en tres categorías de bienes: las buenas obras, las gracias y los méritos.15
Recurramos a las oraciones de los santos
Las gracias —entendidas como el conjunto de favores y beneficios que nos son proporcionados por la vida sobrenatural— circulan por vía de intercesión, explica el docto dominico.
En efecto, el Concilio Vaticano II enseña: “Es, por tanto, sumamente conveniente que amemos a estos amigos y coherederos de Cristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que le debemos por ellos; que los invoquemos humildemente y que, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro. Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en Él, que es la corona de todos los santos, y por Él va a Dios, que es admirable en sus santos y en ellos es glorificado”.16
El Tesoro de la Iglesia
La circulación de las gracias por toda la Iglesia es de alguna manera completada por otro conjunto de bienes: los méritos. Es verdad que el mérito, en cuanto ordenado a la bienaventuranza, es estrictamente personal. No obstante, los méritos derivados de la práctica de las buenas obras están acompañados siempre de una virtud expiatoria destinada a disminuir la deuda de las penas impuestas por la justicia divina. Cuanto más penosas son nuestras buenas obras, más son imbuidas de la virtud expiatoria. Y cuanto más progresamos en el camino del bien, más se hace comunicable a los demás esa fuerza expiatoria derivada de nuestros actos, de la cual ya no tenemos necesidad.
El P. Monsabré ilustra esta doctrina con un sugerente ejemplo: “Dos hombres son igualmente desprovistos de bienes, pero uno está lleno de deudas, mientras que el otro está libre del todo. Ambos se ponen a trabajar con el mismo entusiasmo; ambos gastan sus días, sus fatigas, sus fuerzas, sus vidas; ambos son igualmente recompensados por la misma sonrisa de la fortuna. Pero, llegados al final de la labor, ¿son ricos los dos por igual? No. Uno simplemente recuperó la libertad de sus deudas, el otro posee el fruto completo de sus trabajos, con el que puede repartir generosidad a su alrededor”.17
Estos dos hombres representan al pecador y al santo. Éste, que no necesita sino expiar pequeñas faltas, acumula méritos que pueden ser aplicados en beneficio de los que aún se encuentran endeudados. El conjunto de esos méritos es llamado Tesoro de la Iglesia.
Dentro de ese tesoro son puestos a nuestra disposición los méritos infinitos del Señor que “siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2 Co 8, 9).
La obligación de dar buenos ejemplos
Gracias y méritos van acompañados de un tercer conjunto de bienes: las buenas obras, que son puestas en circulación en la comunión de los santos por la vía del ejemplo y de la imitación.
“Alegoría de la Iglesia militante y triunfante y de la Orden dominica”, por Andrea de Bonaiuto – Iglesia de Santa María de Novella, Florencia
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Tenemos, en primer lugar, el supremo ejemplo de Cristo, que se hizo hombre y nos señaló el camino que Él mismo recorrió. Debajo, pero incomparablemente muy por encima de todos los bienaventurados, el de la Virgen María. Y el de los santos, verdaderas estrellas que nos indican la dirección a seguir para llegar a la gloria celestial.
Sin embargo, este último conjunto de dones de la comunión de los santos implica un compromiso de todos nosotros, miembros del Cuerpo Místico: también estamos obligados a dar buenos ejemplos. Nuestra vida entera debe ser un reflejo de lo que creemos. Por consiguiente, nuestros actos son mucho más importantes de lo que nos pueden parecer, porque además de incrementar el Tesoro de la Iglesia, deben servir de poderoso estímulo para que los demás practiquen el bien.
No estamos solos en el camino hacia el Cielo
“¡Oh, la comunión de los santos: qué mundo maravilloso!”.18 Bien puede ser nuestra esta exclamación del Papa Pablo VI, porque la consideración de esta verdad de fe abre ante nosotros un grandioso panorama: el más insignificante de nuestros actos, hecho con caridad, repercute en provecho de todos los fieles, vivos o difuntos; y, en sentido opuesto, cualquier pecado pesa negativamente en esa comunión.19
Nos dice el Apóstol: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo” (Rm 14, 7). Y especifica. “Si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él” (1 Co 12, 26).
No estamos, por tanto, solos en el camino hacia el Cielo: los santos nos acompañan en nuestras dificultades. Tratemos de beneficiarnos cada vez más de este magnífico tesoro, sin olvidarnos de que tenemos también un deber con la Iglesia. Así podremos aclamar no sólo con los labios, sino sobre todo con la vida: “Creo en la comunión de los santos”.
1 Como explicaba el Papa Benedicto XVI, el título de “Cabeza” tiene dos significados. Primero: Cristo es “el gobernante, el dirigente, el responsable que guía a la comunidad cristiana como su líder y su Señor”. Segundo: “Él es como la cabeza que forma y vivifica todos los miembros del cuerpo al que gobierna”. Es decir, “no es sólo uno que manda, sino uno que orgánicamente está conectado con nosotros, del que también viene la fuerza para actuar de modo recto” (cf. Audiencia general, 14/1/2009).
2 MONSABRÉ, OP, Jacques- Marie-Louis. Exposition du Dogme Catholique: gouvernemant de Jésus-Christ. 9.ª ed. París: P. Lethielleux, 1882, pp. 294-295.
3 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 49.
4 MONSABRÉ, op. cit., pp. 308-309.
5 Ídem, p. 310.
6 CONCILIO VATICANO II, op. cit, n.º 49.
7 MONSABRÉ, op. cit., p. 314.
8 Ídem, p. 295.
9 Ídem, p. 423.
10 CCE 789.
11 Ídem 946.
12 Ídem 948.
13 Ídem, ibídem.
14 Cf. Ídem 949-953.
15 Cf. MONSABRÉ, op. cit., p. 423.
16 CONCILIO VATICANO II, op. cit., n.º 50.
17 MONSABRÉ, op. cit., pp. 328-329.
18 PABLO VI. Homilía en la solemne beatificación de los mártires de Corea, 6/10/1968.
19 Cf. CCE 953.