Cuatro damas poseídas por el demonio

Publicado el 08/13/2017

Entre mil y otros hechos admirables, los anales de la Compañía de Jesús registran una singular intervención de San Ignacio en favor de cuatro nobles damas atormentadas por los espíritus infernales. Oigamos la narración que un célebre historiador jesuita nos hace de ese edificante episodio.

 


 

En el año 1598, cuatro nobles damas de Módena fueron reconocidas como posesas por el demonio. Se llamaban Luisa Fontana, Francisca y Ana Brancolini, sus hermanas de leche, y Livia, hija de Alberto Fontana, su sobrino. Luisa estaba casada con Pablo Guidoni, Ana permanecía soltera y Francisca y Livia eran religiosas ursulinas.

 

La envidia y la ira de ver a una misma familia poseer tantas virtudes, y dar tan admirables ejemplos, empujaron al ángel de las tinieblas, como él reconocería después, a hacerles ese ultraje, con la esperanza de inducirlas a practicar cualquier acto indigno de ellas; pero Dios permitió que su virtud no sufriera una posesión que atormentara cruelmente sus cuerpos y les favoreció con los preciosos méritos de la paciencia.

 

Víctimas inocentes de los tormentos más horribles

 

Los primeros efectos que experimentaron fueron extrañas enfermedades que las obligaban a hacer frecuentes y costosas consultas a los más hábiles médicos, pero sin ningún fruto, pues esas desafortunadas pasaban de repente de un mal a otro absolutamente opuesto, y no quedaba rastro alguno del que habían padecido, como tampoco había ningún síntoma del que les sucedió después. Un día se encontraban llenas de salud, al día siguiente, en el otro extremo; en cierto momento se levantaban súbitamente como resucitadas, y un instante más tarde recaían en nuevos y extraños accidentes. Si se recurría a objetos benditos, el mal cedía, en el punto donde eran aplicados, pero reaparecía en otra parte, y no hacía más que cambiar de sitio.

 

Además de estos sufrimientos corporales, estas mujeres eran afligidas por el más cruel género de tentaciones para almas tan puras, y este tormento superaba con creces al que sus cuerpos soportaban. Como el propio Señor cuidaba de ellas, las mantenía sin mancha; los demonios, no pudiendo otra cosa, les hacían pronunciar las más odiosas imprecaciones. Entregarse a la oración, cuya costumbre antes les era tan familiar, se convirtió en una gran pena, aún más el asistir a Misa; cuando ésta empezaba, les sobrevenía un desvanecimiento que obligaba a los presentes a sacarlas fuera de la iglesia.

 

San Ignacio de Loyola – Iglesia de San Pedro, Lima

Su más terrible angustia era una tentación tan violenta de destruirse que algunas veces, para evitar una la vigilancia de la otra, se retiraban a las habitaciones más apartadas de la casa, y allí se golpeaban la cabeza contra la pared o se tiraban al suelo y se maltrataban hasta tal punto que, con el ruido de los golpes y los gritos que se les escapaban, la gente acudía en su auxilio.

 

La que estaba casada, tomada por una súbita furia, corrió una vez hasta la parte más alta de la casa, para lanzarse desde allí a la calle; pero Dios permitió que su marido, al darse cuenta de su propósito, la siguiera y llegara a tiempo de sujetarla. El demonio que la empujaba a buscar tal muerte la tiró contra el suelo con tanta violencia que quedó inconsciente.

 

Un cuadro de San Ignacio aterroriza a los espíritus infernales

 

A esos violentos estados se le intentó poner remedio a través de los procedimientos que la Iglesia emplea ordinariamente en estos casos. Se llamó al P. F. Benito Merla, dominico, y al P. Jerónimo Fontani, jesuita; el primero como jefe de los exorcistas y el segundo como pariente de las infelices mujeres. Pero se hizo lo que se pudo para descubrir si estaban realmente poseídas, y no se obtuvo ningún signo positivo. Sin embargo, un día que los dos sacerdotes estaban exorcizando a las enfermas, el P. Jerónimo Bondinari, jesuita, y confesor de ellas, entró desapercibido en la habitación donde estaban y fijó en la pared un cuadro del P. Ignacio.1

 

En ese momento la presencia de los demonios se hizo sentir por el estado de agitación y de furia al que redujeron a aquellas desafortunadas. Por los labios de éstas le preguntaban al P. Jerónimo por qué había llevado la imagen de aquel hombre que detestaban, y contra el cual empezaron a vomitar las injurias más groseras. A continuación se animaban unos a otros a no dejarse vencer, ellos, tan numerosos, por un solo hombre, y encima cojo, calvo y casi ciego: así era cómo designaban a Ignacio. Ninguno debía ser tan cobarde como para abandonar a la que poseía.

 

No obstante, hubo uno que, más aterrorizado a la vista del cuadro del santo que confortado por las palabras de sus compañeros, huyó dejando a la infeliz joven casi muerta. Cuando recuperó el conocimiento, dijo que había visto a San Ignacio junto a ella, animándola y prometiéndole una liberación completa.

 

Confusión y tumulto ante una reliquia del santo

 

Una vez descubiertos, los espíritus infernales ya no temieron dar señales inequívocas de su presencia, como la de hablar varias lenguas, sobre todo latín, árabe y una especie de dialecto igualmente ignorados por las pobres mujeres; o narrar, como si los vieran, hechos que pasaban en ese momento bien lejos de allí; o reconocer reliquias que ellas no habían visto ni depositar ni traer desde el lugar donde procedían; y otros signos no menos ciertos.

 

Una vez que la posesión quedó bien constatada, se emplearon los medios más poderosos para liberarlas. Fueron llevadas a Nuestra Señora de Reggio, a Santa Águeda de Sorbera, a la tumba de San Geminiano, tres famosos lugares de peregrinación, sobre todo en vista de su infeliz situación. Regresaron sin que hubieran sufrido ningún cambio. Entonces, como ya se había visto que tan sólo el nombre de Ignacio los agitaba, y que con la simple aparición de su imagen una tropa de espíritus infernales había huido aterrorizada, ellas depositaron en él de ahí en adelante todas sus esperanzas y se comprometieron por voto, si eran liberadas, a celebrar cada año el día de su fiesta y a ayunar en la víspera.

 

Su confianza y su esperanza aumentaron tras la recepción de una reliquia del santo, enviada desde Roma, y que dejaron en su casa. Causó entre los demonios tal confusión y tal tumulto, que éstos gritaban con furia, maldiciendo a los que la habían mandado, que quien debía expulsarlos de esa casa había llegado. Esto se confirmó ese mismo día, pues el jefe de esa banda infernal, que había demostrado más atrevimiento y valentía que los demás, después de haber dicho que no temía ni a Ignacio ni a sus semejantes, y que no retrocedería ante él, cambió súbitamente de lenguaje y exclamó, gimiendo y temblando: “¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡No, no puede ser así; pues sale de ese hueso (aludiendo a la reliquia) una llama que me quema y me devora! ¡No lo soporto más: Ignacio me expulsa!”. Estas últimas palabras las repitió tres veces y agregó que pronto se vería obrar en su nombre otros milagros, y que los demonios serían forzados a contribuir ante el Santo Padre para su canonización. Y diciendo esto, huyó.

 

“Son los méritos de Ignacio los que me expulsan”

 

Otro de ellos comenzó a vomitar nuevas injurias contra Ignacio, a jurar que nada lograría expulsarlo, a burlarse de la cobardía de sus compañeros que habían huido. Pero en mitad de sus protestas, sintiéndose forzado a huir, cayó de rodillas ante una espina de la santa corona del Salvador, que veneraban en esa casa, y gritó: “Si salgo de esta mujer, no es Ignacio el que me obliga, quiero dejarlo claro; es esta espina, cuyo poder supera el mío”. Sin embargo, aun hablando así, no se marchaba. Finalmente, profirió un grito espantoso y fue arrastrándose de rodillas hasta la imagen del santo, y allí, prosternado, dijo: “Es necesario, a pesar mío, que confiese: son los méritos de Ignacio los que me expulsan”. Y en ese instante dejó el cuerpo de la infeliz.

 

grabado que representa al P. Daniel Bartoli, SJ

Lo mismo ocurrió con los otros espíritus infernales que, atribuyendo su derrota a uno u otro poder, terminaban siempre reconociendo que era Ignacio el que les forzaba a regresar al infierno. Cada día las pobres posesas se veían libres de algunos de esos jefes que arrastraban consigo a otros en su huida. Durante uno de sus buenos momentos, alguien les dio a leer la vida de San Ignacio y, más que cualquier exorcismo, esa lectura las liberaba de varios demonios, quienes, hablando por la boca de una de ellas, decían que preferían escapar que seguir oyendo la lectura de ese maldito libro; y de hecho se marcharon de ella. Otros gritaban al salir: “¡Oh, Dios! Vos nos habéis privado de la gloria para dársela a ese cojo!”.

 

Él la introdujo en el Paraíso como hija

 

Por fin, después de tantos sufrimientos, todas esas desafortunadas se encontraron liberadas de esa angustiante posesión y recuperaron la salud, la paz, la piedad. En recompensa por sus largos tormentos y por su fidelidad en medio de tan crueles tentaciones, Dios les concedió gracias singulares, particularmente a Luisa, que recibió el don de oración y de unión con Dios en tal grado que parecía que no podía separar de Él su pensamiento, ni hablar sino de Él.

 

Llevó una vida muy austera y se habría entregado a excesos si su director espiritual no le hubiera puesto límites a su fervor. Vivió cinco años después de estos acontecimientos y falleció la víspera de la fiesta de San Ignacio, el cual, si se puede dar crédito a lo que un demonio reveló en un exorcismo, la introdujo en el Paraíso como hija suya.

 

Es cierto que ella una mañana se le apareció a una de sus hijas, llamada Daria. Estaba vestida de blanco, brillante como el sol. Le exhortó a perseverar en la vía de la perfección que había elegido y, para afianzarla en ello, le contó cosas admirables de la morada de los bienaventurados.

 

El poder exorcístico de una niña devota

 

San Ignacio de Loyola despide a San

Francisco Javier – Iglesia de los Jesuitas, París

Habían pasado ya casi dos años de los hechos narrados más arriba, cuando Livia, la más joven de las cuatro mujeres que tanto habían sufrido, fue poseída de nuevo. El primer indicio se manifestó por gritos violentos que los demonios le hacían dar, diciendo que Ignacio no quería dejarlos en paz y recomenzaba a perseguirlos como antes. Después entraron en una terrible furia, arrancándole los cabellos y deformando la fisonomía de esa infeliz, pronunciando en diversas lenguas palabras de desesperación. No obstante, todo esto pasaba sólo en la casa, pues, decían ellos, Ignacio quería que ella pudiera participar en paz de los sacramentos y oír en la iglesia la palabra de Dios.

 

Ella recibía también, durante las más violentas crisis, un gran alivio, por medio de una niña, su prima, la cual, cuando la veía tomada por la furia, hacía sobre ella la señal de la cruz y le ordenaba, en nombre de San Ignacio, que se apaciguara; y el demonio le obedecía inmediatamente, de manera que la niña, cogiendo solamente la mano de la posesa, la conducía a donde ella quería. Otro demonio se burlaba de eso, diciendo que una hormiga arrastraba a un elefante; pero el orgulloso espíritu que se veía forzado a obedecer se defendía diciendo que no obedecía a la niña, sino a su ángel de la guarda, y en éste a San Ignacio que lo enviaba.

 

Cuando los exorcismos los ponían en fuga, muchos gritaban que quien los expulsaba era el ángel de la guarda de Ignacio, pero la propia joven vio varias veces al santo con aire grave y majestuoso, con un terrible látigo cuyos golpes los demonios no podían soportar. Así que de esta manera fue nuevamente liberada.

 


 

Transcrito de BARTOLI, SJ, Daniel. “Histoire de Saint Ignace de Loyola et de la Compagnie de Jésus”. Paris: Auguste Vaton, 1844, t. II, pp. 414-420.

 

1 Fallecido en 1556, San Ignacio de Loyola fue beatificado en 1609 y canonizado en 1622. En la época de los hechos arriba narrados, era habitualmente tratado como “P. Ignacio” (Nota del traductor).

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