Dios detesta el pecado
Altar del Santísimo Sacramento – Iglesia de Santa Cecilia, San Pablo, Brasil
|
Aquél que no se vigila a sí mismo, y vive con cara despreocupada, y que rechaza tales puntos de la Doctrina o de la Moral católica, ¿Cómo voy a creer, por ejemplo en su amistad hacia mí? No cuenten conmigo para eso, porque no es serio. Puedo adoptar aires amables, no manifestarle mi desconfianza. Es una obligación velar la desconfianza, no se puede vivir con la sospecha puesta en los ojos. Se debe ser amable, gentil. Pero, en el fondo, si tengo que desconfiar de mi mismo, y yo no valgo ni más ni menos que nadie, por mi naturaleza, entonces desconfío del otro que no vive teniendo en las manos las riendas de su alma.
Ya tengo setenta y cinco años. ¡Cuánta gente ha pasado por el camino de mi vida! Nunca vi un solo desmentido a la regla: no confiar en quien no sea católico apostólico romano, practicante y militante, sobre todo dentro de sí mismo. Militante con los otros, ¡óptimo! Pero yo quiero saber si usted se indigna con sus propios defectos, si los combate; porque dar látigo a los otros cuando es necesario es bueno, pero es mucho menos duro que aplicar el látigo en las propias espaldas. Tener la idea de que los otros no valen, corresponde a la realidad. Entretanto, mucho más meritorio es comprender que nosotros mismos no valemos.
Pero al mismo tiempo que venía notando eso, por gracia de Nuestra Señora, iba percibiendo que Dios detestaba el pecado. Nuestro Señor Jesucristo era profundamente incompatible con el pecado; y con el pecado en mí, también. Y que el amor que Él me tiene es, bajo un cierto punto de vista, incondicional, y por otro lado condicional.
Incondicional en este sentido: Nuestro Señor me llama junto a Él y me ama durante todos los días que me concede vivir. Aun cuando tenga la desgracia culpable de ofenderle gravemente, Él me llama: “¡Plinio, venga acá!” En la Iglesia de Santa Cecilia, en San Pablo, arriba del altar, con el Santísimo Sacramento, hay una frase muy bonita sacada del Evangelio: Magister adest et vocat te – El Maestro está aquí y te llama. Pero Jesús me llama para que yo me modifique. ¡Si no cambio, ni voy caminando en su gracia, en determinado momento, Él me lanza al Infierno! Nuestro Señor me dará la gracia hasta el último instante. Si la recuso, tendré su rechazo eterno, entonces cargado de odio. Pues bien, voy a examinar ese odio.
Todos analizan el amor. Es fácil y gozoso examinar el amor que Él tiene por nosotros. Es tan gozoso que aprendemos rápido. Ahora, vamos a analizar ese odio. ¡Cuán pocas personas adoran su Odio al mal! ¡Cuán pocas personas adoran la divina intransigencia con la que Él tiene horror de nuestros pecados, aunque sean pequeños y leves!
Ahora bien, yo adoro esa intransigencia aun cuando lo siento detestando mis defectos. Le adoro, diciendo: “¡Señor, cómo sois perfecto al punto de detestar en mí eso que es detestable! ¡Señor yo adoro Vuestra justa cólera! Y no comprendería vuestra santidad infinita, si ella no tuviese también el matiz de vuestra cólera”.
¿Pero, cómo aproximarme? Yo me enlevé mucho, adoré mucho, comprendí cómo estaba cercano; en un segundo lance, comencé a entender cómo me encontraba lejos. ¿Y ahora, cómo hacer?: “¡Dios te salve Reina, Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, salve!”
¡Ah!, ¡ahora lo comprendo! Hay alguien que es Madre y Abogada, con esta misión de parte de Él: tocarme, conmoverme, aproximarme de Él y conseguir que Él me perdone. ¡Alguien que une mi imperfección irremediable a la celeste perfección de Él! ¡“Dios te salve Reina, Madre de Misericordia”! Si no fuese por eso, me desesperaría. Pero Ella es nuestra esperanza.
Tradición y modernidad
De ahí, yo consideraba la sociedad, el mundo. Por ejemplo, las fiestas y otras reuniones sociales de las cuales participé, en un mundo bastante diferente del de hoy, mucho más protocolario, más ceremonioso, más elevado. Entré, y percibí inmediatamente el contraste de dos influencias.
Una era la influencia de las buenas maneras, de la tradición, de la distinción, de la elevación y otra era la influencia de la Revolución, en la misma sala, las mismas personas, en las mismas actitudes. Entonces percibía –y podría contar cien pequeños episodios– que todo cuanto era bueno, elevado y ceremonioso provenía del pasado. Lo que era porquería –porque no hay otra manera de decirlo– provenía del presente. Y cuando era demasiado ruin anunciaba el futuro.
Inútil es decir que esas cosas intentaban envolver a cada uno de los que estaban dentro del ambiente, y que la contradicción marcaba de tal manera el ambiente, que exigía de cada persona una cierta cuota de tradicional y otra cuota de modernidad. Dando la cuota de la modernidad, se abría el alma a una especie de viento impetuoso que iba hacia adelante. Ofreciendo la cuota de la tradición, se abría el alma a una especie de calma, de templanza –quieta y ya sin vida- que cada día iba muriendo más…
Me pregunté: ¿De dónde viene esa tradición y esa marcha hacia adelante? Y la respuesta fue rápida.
En los tiempos en que los hombres eran católicos, nacieron reglas de educación maravillosas; esa marcha equivocada, del desatino y del desvarío, aún no existía. Y los hombres iban, cada día que pasaba, inventando nuevas fórmulas de cortesía, de distinción. La sociedad toda brillaba con actitudes en las que, cada vez más, el amor a las autoridades legítimamente constituidas, el amor al prójimo igual a nosotros y el amor al inferior a nosotros se iban destilando, y quintaesenciadas maneras que perfeccionaban el temperamento, expresaban y formaban el alma.
Hubo un cierto momento en el que entró un demonio en eso, y un torbellino en sentido opuesto se instauró. Lo análogo de la Liturgia con respecto a la sociedad civil, las reglas de etiqueta del pasado, la sociedad temporal toda ella marcada por la Iglesia, que estaba en la cumbre de la montaña, en los años 20, todo eso fue pereciendo.
Como un castillo que está derrumbándose, cuyas piedras van rodando por la ladera de la montaña, y algunas ya hundidas en el barro abajo, así estaba la sociedad civil. La Cristiandad, la familia de las naciones cristianas que la Iglesia Católica modelara, y con eso la cortesía, la distinción, la elegancia de la sociedad cristiana de otrora, todo se iba desmoronando.
La vida humana presenta grados de importancia desiguales
|
Teatro Municipal de San Pablo a inicio del siglo XX
|
Entretanto, en ese periodo aún se notaba mucho la tradición. Me acuerdo de las grandes soirées de gala en el Teatro Municipal de San Pablo.
No sé si los más jóvenes alcanzan a comprender el significado de la palabra “gala”. ¿Qué es un espectáculo, una ceremonia de gala?
Por detrás de la noción de gala y de pompa, existe el siguiente principio: la vida humana presenta grados de importancia desiguales. Y hasta en esto el mundo de aquel tiempo no era igualitario. Un acto, practicado por una cierta razón, tiene un determinado significado y una determinada importancia. El mismo acto realizado por otro motivo posee una importancia menor. Entonces, una familia en la que hay, por ejemplo, una matriarca, digamos que es una señora que tuvo quince hijos, y cada hijo otros quince hijos, y ella festeja –voy a imaginar una hipótesis que muy raramente se verifica, pero que puede acontecer y ha acontecido– cien años de edad, su cumpleaños, si la familia tiene medios, debe ser muy festivo. ¡Está claro! ¡Porque cumplir cien años es un acontecimiento insigne!
Y en ese cumpleaños lo que hay de insigne en la condición de matriarca brilla más. ¡Entonces, la fiesta debe tener pompa! La familia pone para el banquete los mejores manteles, las mejores vajillas, los mejores cubiertos. La casa está adornada con las más bellas flores. Sirven las comidas y bebidas mejores que pueden presentar.
Correlativamente, las personas se visten con los mejores trajes. Y en ese día, se tratan con una distinción y un mutuo respeto mayor que en los días comunes. ¡Es un cumpleaños de gala, conmemorado con una pompa jubilosa!
Si la familia es católica, esa pompa comienza por la mañana, en la iglesia, con una Misa solemne, a la cual todos se presentan con trajes de fiesta, en la que toda la familia comulga, y la matriarca es rodeada de especiales pruebas de respeto. Para ella se mandó hacer, en esta ocasión, un vestido excelente. Será uno de los vestidos más ricos de su vida, con el cual, probablemente, será enterrada.
Además ella se presenta aquel día, adornada con todo el esplendor de su condición. Todos la tratan con un respeto mucho más señalado. ¡Ella muestra mucho más su grandeza! ¡Qué cosa bonita es la gala! No es una cosa sin gracia, como quien festejase, por ejemplo, el septuagésimo octavo aniversario. ¿No es verdad que la vida necesita tener ocasiones como esa?
Bodas de plata o de oro de un matrimonio, veinticinco o cincuenta años de casados. ¡Gala, naturalmente! En las órdenes religiosas más sencillas, como la franciscana, cuando un religioso cumple veinticinco –o cincuenta años, no me acuerdo bien– de profesión, al menos en la provincia brasileña y en la alemana, se conmemoraba. Conocí frailes alemanes en Brasil que lo festejaban, aún cuando fuese un simple hermano lego: Misa de gala, con pompa litúrgica. Y si no me equivoco, ya durante la Misa, él estaba ceñido con una corona de flores, que dentro del convento, usaba todo el día. ¡Eso lo considero una belleza!
Conozco el caso de una antigua familia en la que revisando objetos viejos, se encontró el vestido de boda, finísimo y muy bonito, de la abuela ya fallecida. Se ajustaba tanto al cuerpo de la nieta que estaba por casarse que, poniéndolo al sol y arreglando una minucia, se casó con el vestido de la abuela. ¡Eso confirió a toda la ceremonia nupcial una pompa especial! Es natural. Son cosas bonitas, razonables, verdaderas.
Espectáculo de gala en el Teatro Municipal
También había espectáculo de gala, cuando venía una gran compañía a actuar en el Teatro Municipal. Artistas de fama mundial venían a la “São Paulinho do café”, para hacer una presentación. Por ejemplo, las mejores artistas de la Ópera de París, cuya lengua aquí se comprendía bien.
O entonces, en el campo de la música, pianistas, violinistas, orquestas célebres. Eran espectáculos de gala. En consecuencia, todas las entradas eran vendidas muy caras. Y era obligatorio el uso de traje solemne. Los hombres con frac, condecoraciones. Las señoras –a comienzos de los años 20– llevando puestos vestidos de cola, usando abanicos, con plumas, joyas relucientes, etc. Y era bonito estar en el vestíbulo viendo las familias llegar.
Los automóviles entraban en aquellas arcadas laterales, los conductores bajaban, abrían la puerta, se quitaban la gorra, el marido iba corriendo, daba la vuelta al coche, ayudaba a descender a su mujer. Ella lo hacía con aire amable, entraba, se encontraba con conocidos allí parados, todos vestidos solemnemente, que se saludaban. Mucho esplendor. Entrando en la sala, los palcos delanteros, los camerinos, todos ellos dorados, aterciopelados, se iban llenando de personas que se sentaban.
La familia no cabía entera en un palco delantero, ni era bien visto que un joven ocupara un palco delantero. Entonces, los más jóvenes se sentaban en la platea. Pero como eran parientes de los otros asistentes, antes de comenzar el espectáculo, se saludaban a distancia. Las señoras usaban bonitos binóculos, preciosos, para ver mejor. Era la pompa, la gala. Eso se acabó por completo. ¡Pero de tal forma, que estoy contando esto como si fuese una historia anterior al diluvio!
¡Cómo cambio todo, y cambió para peor! Fue el mundo de la Revolución el que entró. El neo-paganismo fue eliminando completamente los restos de cortesía de la Cristiandad, los cuales eran hijos de la Iglesia y de la Liturgia. La tradición fue muriendo y la modernidad fue pisando todo, como si una horda de vándalos fuese entrando por todas partes. Se habla de la invasión de los bárbaros que arruinaron el Imperio Romano de Occidente. Fue una cosa triste. Sin embargo, la entrada de la Revolución destruyó más que la invasión de los bárbaros.
(Extraído de conferencia de 7/1/1984)
1) Nota del traductor: Las traducciones de diccionario no dan toda la riqueza de pensamiento que el autor expresa con esta palabra. Veámosla explicada por Mons. Juan S. Clá Días en homilía del 9/5/2010: “¡Enlevo! La propia palabra ya nos dice que es algo que suspende, que pone en lo alto, que eleva, que hace que la persona levite, que hace que la persona salga de sí, para fijarse en algo que es superior a ella. El enlevo hace que, poco a poco, la persona se haga semejante, se haga parecida con aquello que es objeto de su enlevo. Por tanto, nada es más transformador que el propio enlevo. El enlevo lleva a servir, a ser obediente e incluso a ofrecerse como holocausto”.