Doña Lucilia no concebía las alegrías del Cielo como un eterno prolongamiento de Hollywood. Pero sabía que los sufrimientos de esta vida terrena, soportados con paz y serenidad, preparan una eternidad donde todo se compensa, se ajusta, se arregla, y la axiología1 se satisface enteramente. Ella tenía un sentido del holocausto llevado hasta el máximo grado, y hacía todas las cosas para adorar a Nuestro Señor, comprendiendo que su actitud causaba alegría a su Sagrado Corazón
Para hablar desde el lado natural, Doña Lucilia contaba episodios de la vida de su padre que hacían ver que había algo hereditario en eso.
Doña Lucilia
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En aquel tiempo, la campaña electoral de un político se hacía a lo largo de un recorrido en tren, porque no había carreteras, y el político bajaba en una u otra estación y conversaba con quince o veinte personas. Así hacía un viaje político. En el trayecto entre Pirassununga y São Paulo mi abuelo tenía muchas relaciones e influencia electoral en varias ciudades. En una de esas ciudades había un opositor, de apellido Morais, que disputaba la influencia con mi abuelo, cuya señora se entendía muy bien con mi abuela. Ella le decía a mi abuela sin disimulos: “Mi marido no tiene juicio. Él debería ser amigo del Dr. Ribeiro4 y seguirlo. Yo tengo una confianza en el Dr. Ribeiro que no tengo con mi marido.”
Un día mi abuelo estaba viajando y el tren paró en una ciudad donde notó un bullicio y preguntó qué pasaba. Le contaron que Morais había sido acusado de un crimen en esa ciudad, había huido a São Paulo, había sido apresado por la policía y llevado de regreso al interior. Entonces los enemigos de Morais, amigos de mi abuelo, estaban esperando la llegada del acusado, que sería juzgado allá al día siguiente, para recibirlo con abucheos. Él ni siquiera tenía quién hiciese su defensa, pues los abogados se habían esquivado de defenderlo, por “respeto humano”, para no ser mal vistos en la ciudad. Y Morais estaba desesperado.
Mi abuelo les dijo: “Me sorprende que Uds. le estén haciendo eso a un enemigo vencido. Sepan que yo voy a esperar a Morais, y les pido que no lo abucheen, porque le voy a dar mi mano, y si Uds. lo abuchean, me estarán abucheando a mí. No permito que un enemigo mío, derrotado, sea tratado de esa manera.”
Llegó el tren que traía a Morais con los guardias. Mi abuelo se acercó, lo saludó muy cordialmente – y le dijo:
– Morais, ¿quieres ir conmigo hasta la prisión? Si vas conmigo, te garantizo que no habrá nadie que te abuchee.
– Ribeiro – respondió él –, en esta situación en que me encuentro, acepto.
Los dos fueron caminando hasta la prisión, que quedaba cerca de la estación del tren, en medio de los enemigos de Morais quietos, por causa de la presencia de mi abuelo.
Al llegar a la prisión, mi abuelo le dijo:
Dr. Antonio Ribeiro dos Santos
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– Estás sin abogado. Nosotros no nos llevamos bien, pero, si quieres, interrumpo mi viaje, hago aquí una parada y preparo tu defensa.
Morais aceptó.
Mi abuelo pasó la noche trabajando. Al día siguiente, por lo que contaba mi madre, había hecho una defensa maravillosa y encontró una forma de que Morais quedase libre. Era comprensible, por no tratarse de un bandido profesional, sino de un hombre de buena condición que de repente, por una cuestión electoral, cometió un crimen.
Esa forma en que mi abuelo trató a Morais no impidió que este después hiciese canalladas contra él, de lo cual aquí estamos seguros, porque la gratitud es muy rara.
… y lo socorre en la hora de la muerte
Años después, mi abuelo se mudó a São Paulo, perdió contacto con Morais y no pensó más en eso. En una noche fría, de llovizna – no había teléfono en São Paulo –, tocan la puerta de la casa. Alguien traía una carta de la mujer de Morais para mi abuelo, diciendo: “Dr. Ribeiro, estamos en la situación más atroz que puede haber. Mi marido se está muriendo de tuberculosis. Nos encontramos en pésimas condiciones; no tenemos víveres, ni cama, estamos durmiendo en un colchón sobre el suelo, y ni siquiera tenemos remedios. ¿Será que puedo contar todavía con su generosidad, para darnos dinero para alimentar a Morais, etc.?”
A esa hora de la noche, mi abuelo mandó a venir un tílburi, un pequeño carruaje que existía antiguamente, a pesar de la llovizna, etc., fue a la casa de Morais, llevando víveres, cobijas y otras cosas, para Morais y su mujer. Al llegar allá, preguntó cuál era la fórmula del médico y fue a una farmacia. El farmaceuta dormía, pero él hizo que abriesen la farmacia y compró el remedio.
Residencia de la Familia Ribeiro dos Santos, en São Paulo, donde el Dr. Plinio pasó su infancia y juventud
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Poco después, Morais murió con la cabeza apoyada en una almohada, en los brazos de mi abuelo, que, si no me engaño, había llevado la almohada. Y Morais estaba con una enfermedad contagiosa, que en aquel tiempo era casi incurable…
Mi madre contaba esa historia con mucho entusiasmo por su padre. Y hacía eso evidentemente con la intención de que yo siguiese el buen ejemplo. Eso era patente. A propósito, ella hacía muy bien, estaba dentro de su papel de madre.
Ella me contó el caso de Morais más de una vez, y nunca manifestó ninguna acidez contra él. Mi madre explicaba muy bien cómo Morais era malo, para que yo comprendiese la generosidad de su padre. Si Morais estuviese vivo y necesitase ayuda de mi madre, ella haría lo que fuese necesario en ese momento.
Una señora rusa de alta condición social pide consejo a Doña Lucilia
Hubo también un hecho que se dio en un hotel en París. Cierto día, una señora rusa de alta condición social, tocó la puerta del cuarto de mi madre y dijo:
– Madame, ¿me permite? Yo veo en Ud. tanta bondad que, aunque no tenga ningún derecho de venir a expandir mi dolor con Ud., vengo a pedirle permiso, tenga paciencia conmigo. Voy a exponerle el sufrimiento que tengo, y voy a preguntarle si Ud. tiene un consejo a darme…
Pueden imaginar si el pedido fue atendido… ¡Ella era hecha para atender!
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– Entre, por favor, siéntese, conversemos. La señora contó que le habían detectado un cáncer. Era una enfermedad incurable, y ella estaba con pavor.
Aquí entraban los jeitinhos5 de Doña Lucilia. Ella tenía cierta experiencia de la enfermedad, como tiene una dueña de casa atenta a esas cosas para el cumplimiento del deber, pero no tenía un sentido clínico especial. Pero ella le daba una jeitinho a las cosas. Ella oyó todo y dijo:
– Mire, ¿el médico le dio la certeza de que eso es cáncer realmente y de que es incurable?
– Sí, Madame, el médico me la dio.
– Pero, vea, los médicos se pueden engañar. Yo le aconsejo que vaya al Dr. Fulano, que es un gran médico aquí en París y puede hacer un examen mejor. Le aconsejo mucho que vaya allá. Espere y tenga confianza en Dios que eso se arregla.
La rusa lloró, se terminó de secar las lágrimas y fue al médico. Y después no se encontraron más en el hotel. Pasado algún tiempo, mi madre recibió una carta de la rusa diciendo que no sabía cómo agradecer. Había ido a consultar al médico, y este le había dado un remedio que la curó, alejando de ella la pesadilla.
Archivo Revista La acción de mi madre es de una naturaleza que recompone, y el afecto que ella tenía para con los otros era desinteresado. Ella quería el bien de los otros porque es bueno, en sí, que los otros estén bien. El orden creado por Dios pide eso. Y, por lo tanto, lo hacía por amor de Dios.
Quería el bien de las personas sin esperar ninguna retribución
Por ejemplo, en ese pequeño episodio de los jóvenes que estaban leyendo en el hall poco iluminado, ella se inquietó porque era una tristeza, en su concepción oculista, que estuviesen comprometiendo la propia vista. Eso en sí es un mal, no solo por no estar de acuerdo con el orden de las cosas, sino también porque van a estar sufriendo, con perjuicio por perder algo que Dios les dio, que es una buena vista. Y ella quería el bien de ellos, sin esperar ninguna retribución. Se ve que en el fondo estaba la idea del amor de Dios.
Mi madre tenía una noción de orden muy clara, acompañada de la idea de que en esta Tierra esas cosas no tienen recompensa, pero que las grandes tristezas de la vida preparan en el Cielo alegrías nobles y serenas, así como esas tristezas eran nobles y serenas.
Ella no concebía la alegría en el Cielo con pandereta en mano, como un eterno prolongamiento de Hollywood. Sino una cosa diferente. Toda la paz, toda la serenidad que ella tenía aquí en medio de la tristeza, preparaba una eternidad donde todo eso se compensa, se ajusta, se arregla, y donde la axiología se satisface en sus últimos postulados. Es la fe católica, evidentemente.
Entraba mucho una adoración personal a Nuestro Señor, y, sabiendo que el Corazón de Él quedaría alegre con su actitud, ella lo hacía para adorarlo. Todas esas razones constituyen un sentido armónico y un sentido del holocausto llevado hasta el máximo grado. No vi a nadie llevar el holocausto hasta el punto al cual ella lo llevó.
¡Yo la conocí ya así, y ella fue de ese modo el tiempo entero!
Solo aceptaba cartas manuscritas
¿Se acuerdan de aquella historia cuando, de niño, yo pasaba de mi cama a la de ella y me sentaba encima de su pecho para despertarla? Abría sus ojos con mis manos. Yo me daba cuenta de que ella pasaba inmediatamente de un sueño profundo a una actitud de perdón. Tan pronto como ella notaba que era yo quien estaba allí, enseguida se sentaba. No era una actitud ambigua para ver si yo volvía a dormir dentro de poco.
Ella renunciaba a retomar su sueño. Abría un paréntesis en el sueño y jugaba conmigo, me decía cosas, me agradaba, etc.
Yo me sentía tan invadido por esa bondad, que las angustias de la noche huían. Me acordé de eso cuando, leyendo la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, oí hablar de las tentaciones que ella tenía durante la noche. Ella decía entonces que no comprendía por qué en el Oficio las carmelitas rezaban: “Para que huyan los malos sueños y los fantasmas nocturnos…” Eso era porque había angustias nocturnas.
Tengo la impresión de que yo me despertaba angustiado. Me sentía aislado, inseguro, mal, en una especie de naufragio. Además, era enfermo y débil. Entonces pasaba a la cama de ella, sin tener la más mínima duda. Yo sabía que iba a ser bien recibido a cualquier hora de la noche. Y cuando ella me hacía acostarme de nuevo en mi cama, yo me acuerdo que en más de una ocasión reflexionaba: “Propiamente yo me las arreglo con ella. ¡Con mi madre me las arreglo hasta el fin, porque ella no me niega nada!” Creo que eso me calmaba, entonces dormía bien.
Al día siguiente era más confianza, quererla más, más respeto, más admiración…
A propósito, ¡es preciso decir que yo la quería muy bien hasta donde me es posible querer bien a una persona! Naturalmente, Nuestro Señor y Nuestra Señora están por encima de toda comparación. Pero yo la quería totalmente bien, hasta donde podía querer bien a una persona.
Pero, vean bien, ella no tenía bondades relajadas. Ella insistía conmigo en las cosas más pequeñas. Cuando yo salía de São Paulo siempre le escribía cartas, y a ella le gustaba, las leía, las volvía a leer y las guardaba. Pero yo omitía poner la fecha, porque toda la vida tuve pereza de escribir. Y tenía un defecto cualquiera en la mano, por el cual me dolía un poco al escribir; además, tenía letra muy fea. Todo eso hacía que no me gustase escribir. Y ella solo quería carta escrita a mano, no aceptaba hecha a máquina. Decía que carta a máquina era inexpresiva, y que ella no me sentía en la carta escrita a máquina. Y tenía razón. Yo escribía a máquina rapidísimo y en cinco minutos salía una carta enorme, evidentemente desbordante de cariño. Pero ella no quería. Afirmaba que la tomaba como no recibida.
Yo cedía, porque ella tenía derecho a querer eso de mí. Pero, por pereza de escribir no ponía la fecha. En la respuesta, ella recordaba: “Filhão querido, cuando me escribas, no olvides poner la fecha arriba…” En la siguiente ocasión yo me olvidaba y ella insistía de nuevo. ¡Eso era hecho con tanta dulzura, que yo quedaba literalmente encantado!
(Extraído de conferencia del 31/8/1985)
1) Ramo de la Filosofía que estudia los “valores”, es decir, los motivos y las aspiraciones superiores y universales del hombre, las condiciones y razones que orientan su existencia, para los cuales él tiende por un impulso inevitable de su naturaleza.
2) Del portugués, aumentativo afectuoso de hijo.
3) Del portugués, diminutivo afectuoso de madre.
4) Dr. Antonio Ribeiro dos Santos, abuelo materno del Dr. Plinio.
5) En portugués, forma hábil e inteligente de resolver un problema o de salir de una situación difícil.