DOS VISIONES, DOS ETERNIDADES… ¡UNA ÚNICA ALEGRÍA!

Publicado el 12/09/2015

Es de noche, una noche fría, una noche de invierno. La poca luz que hay en la ciudad, ahora desierta, proviene del confortable interior de las casas, que se filtra por puertas y ventanas muy bien cerradas tanto como es posible a la pobreza del lugar. Y por las calles vacías deambula un matrimonio cansado, en busca de alojamiento… Aparentemente, no hay nada más banal que esta escena.

 

Sin embargo, la joven embarazada está acompañada por ángeles bellísimos e invisibles, mientras los Cielos se inclinan sobre Ella embelesados: es la Reina del universo, “vestida de sol” y con “una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12, 1), que lleva en su vientre purísimo —por obra de un milagro, misterioso y altísimo— al Sol salvador que, momentos después, inundaría la tierra y la Historia con su luz redentora.

 

Esta maravilla, no obstante, los ojos humanos no llegan a verla, ya que los materialistas de aquella época le negaron hospedaje a esa luz: para ella “no había sitio” (Lc 2, 7) porque sus corazones no eran dignos de ella. Y en esa noche Belén prenunciaba a la Jerusalén que no supo reconocer el tiempo de su visita (cf. Lc 19, 44), ni reconocer al que podía conducirle a la paz (cf. 19, 42), y que acabó crucificando al Señor de la gloria que le fue enviado (cf. 1 Co 2, 8).

 

De modo que hay quienes, mirando al Rey de los reyes hecho niño, ofuscados por su humilde y despojada apariencia, tan sólo ven en Él al hijo del carpintero de Nazaret. Aunque también están los que, mirando al pobre, pero majestuoso, hijo de José, extasiados por su inocencia y sabiduría, reconocen en Él al Señor de los señores. El mismo niño, vestido con la misma ropa, presentando el mismo porte, usando el mismo lenguaje, suscita a su respecto, no obstante, dos puntos de vista diversos, antagónicos y —¡cuántas veces!— en lucha.

 

En la raíz más profunda de esa adversidad está el choque entre dos campos incompatibles: la ciudad del mundo y la ciudad de Dios, tan bien descrita por San Agustín. Y en función de esa oposición el divino bebé de Belén, Juez del universo, pondrá a unos a su derecha y a otros a su izquierda (cf. Mt 25, 33).

 

Así pues, dos visiones, dos mentalidades, dos mundos, dos eternidades se confrontan continuamente, casi siempre de manera velada, y Dios permite que las almas que pertenecen a ambos bandos crezcan juntas (cf. Mt 13, 24-30), porque no hay gloria sin victoria, y no hay victoria sin lucha.

 

A través de los ojos de la fe, vemos a una Virgen, dulce y recogida, caminando por las calles de Belén. En Ella, esperando para nacer, el Creador y Redentor — que todo lo sabe y todo lo puede— tiene en sus manos nuestra felicidad y nuestra paz. Su venida nos trae la alegría de la Navidad, como mero prenuncio del gozo de la salvación eterna y definitiva. Él nos está invitando constantemente a conquistar la gloria celestial, disfrutada con antelación aún en esta tierra por la alegría sincera del alma de los que caminan siguiendo sus sagrados pasos. Alegría que entraba en el mundo, en el rastro de los humildes viajeros que, rechazados, cruzaban una pequeña ciudad, en una fría noche de invierno.

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