Cuando el Dr. Plinio se enfermó, en 1967, el apartamento en el cual él residía con su madre pasó a ser frecuentado por algunos jóvenes miembros del Movimiento fundado por él, que iban a visitarlo.
El amor materno de Doña Lucilia, su modo de ser maternal, hacía que yo tuviese la impresión de que su alma esperaba no sé cuántos hijos espirituales, mil, más de mil, que estaban por llegar. Tal vez en su última oración, Doña Lucilia haya incluido esos hijos, de los cuales ella apenas comenzaba a tener una noción.
Doña Lucilia con su hijo Plinio
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Calma, tranquilidad y serenidad en la casa del Dr. Plinio
En efecto, hubo un contraste vivísimo en nuestra casa entre la soledad, la tranquilidad, la distinción, el modo de ser de todas las cosas que reinaba en el segundo piso de la Rua Alagoas1; y después, bruscamente, cuando me enfermé, el movimiento de mis entonces jóvenes discípulos, cuando comenzaron a frecuentar la casa.
Hasta el momento en el cual me enfermé, en 1967, con la enfermedad de diabetes, nuestra casa era la más calmada, la más tranquila y la más serena que se pueda imaginar. Era un apartamento bien dividido, con varios cómodos amplios, muebles que mi madre había tenido la vida entera, que traían consigo recuerdos del pasado. Por otro lado, también con algunos objetos – que yo había comprado en Europa para ella y para mí – que le hablaban a ella respecto al presente y representaban esperanzas del futuro, que ella sabía que yo guardaba en mi corazón. Todo eso constituía un solo todo del apartamento de la Rua Alagoas, en el segundo piso.
Bondad, firmeza y distinción de Doña Lucilia
Pero, cuando me enfermé, esa pared que yo mantenía erguida – más allá de la cual nadie pasaba, porque me parecía que el respeto debido a personas ancianas, como eran mis padres, suponía que ellos pudiesen tener una calma y un bienestar extremos en los últimos años de sus vidas – se rajó y comenzaron a aparecer algunos miembros de nuestro Movimiento, para visitarme.
La mayor parte de ellos no conocía a mis padres, es decir, me habían visto alguna vez en una iglesia con ellos, y a la salida los saludaban muy de paso. Pero nunca habían tenido una conversación, un entretenimiento con ellos.
Con mi padre, que iba a veces a mi oficina en la ciudad, ellos quizás tuvieron alguna conversación. Con mi madre, absolutamente nunca.
Cuando comenzaron a tener contacto con ella, noté con sorpresa – porque yo nunca había imaginado la eventualidad de ese contacto – que mis jóvenes hijos espirituales tenían una comprensión de los altos valores que habitaban en el alma de ella, de su bondad, de su firmeza, de su distinción y acogida, así como de su cariño y afecto, lo cual me dejaba verdaderamente pasmado.
Doña Lucilia en París, en 1912
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Estando en la convalecencia, yo acostumbraba a ir desde mi habitación hasta la sala de trabajo y allí pasaba el día entero, reclinado sobre un sofá, esperando que cicatrizasen los resultados de una complicada operación a la cual me había sometido.
Los días de cicatrización eran lentos y monótonos. Pero en cierto momento esa monotonía se rompía, porque comenzaba a sonar el timbre y entraban personas; y a toda hora era uno más que llegaba, saludaba, yo lo mandaba a sentar, conversaba, y, a veces, la sala de trabajo se llenaba de gente.
Yo notaba que ellos percibían que mi madre, siendo extremamente anciana, tenía la vista y la audición perjudicadas por lo avanzado de la edad. Los médicos habían dicho que ella sufría de catarata, una enfermedad que forma una especie de película que recubre los ojos, y naturalmente dificulta la visión; a pequeña distancia, ella ya no veía bien.
Por eso, mis jóvenes amigos hacían comentarios discretos. Uno le llamaba la atención a otro, haciendo una señal con un dedo, para hacer notar el modo de tal gesto de la mano de ella. A otro, cuando ella preguntaba, o decía algo, u ofrecía alguna cosa, le llamaba la atención la amabilidad extrema con la cual era hecho el ofrecimiento.
Título para una fotografía: "Meditación"
Otras veces colocaban música por medio de esos aparatos de sonido que existen hoy, y ella era muy musical. Cuando comenzaba la música, Doña Lucilia paraba de conversar, y todo el mundo también paraba de conversar para que ella pudiese oír la melodía. Ella no conversaba durante la audición, sino que se quedaba prestando atención en la música.
Sentada en una poltrona, mi madre seguía bien la música y comenzaba, discretamente, a acompañar el ritmo de la melodía, aunque tuviese dificultad para oír y usase un aparato auditivo. A veces era difícil acompañar el ritmo de la música, y alguno de los presentes le llamaba la atención a los otros, mostrando que ella no se equivocaba e iba golpeando con los dedos el compás certero. Y con mucha seriedad, porque ella – al mismo tiempo muy afable, gentil – era muy seria en todo lo que hacía.
Una fotografía en la cual se nota mucho eso es la de Doña Lucilia en París. En esa foto, ella está con un vestido de gala, sentada en un banco de madera y con la mano colocada en el espaldar del mueble. ¿Haciendo qué? Pensando. Y pensando con tanta seriedad, con tanta compostura, que se tendría ganas de darle a esa fotografía el siguiente título: "Meditación".
Los cisnes de Wiesbaden…
Las cartas con las cuales mi madre respondía las que yo le mandaba, también eran cariñosas en extremo. Es decir, no se podía ser más cariñoso de lo que ella era, pero las cartas tenían mucha seriedad, no había una sola broma. Decían muchas cosas que se referían a mi infancia, y otras que, en el pequeño ámbito familiar, tenían sus aspectos pintorescos.
En una de las cartas ella escribió así: "Mi pigeon querido". En otra misiva me trató de "mi pimbinchen." ¿Qué quiere decir ahí pigeon y pimbinchen?
En Wiesbaden, en Alemania, había un lugar famoso por sus aguas minerales benéficas para la salud, la Kurhaus. Inmediatamente después de la operación que mi madre sufrió en Berlín, el médico recomendó que ella fuese a esas aguas de Wiesbaden, y que pasase allí el tiempo que pudiese al aire libre. Y ella hacía eso.
Y bastante más temprano que ella – como es natural en los niños de cuatro o cinco años – nos levantábamos, mi hermana y yo, y la Fräulein Mathilde también. Esta nos vestía y partíamos para el parque, que era maravilloso, con árboles estupendos, y jugábamos allá. Había una especie de cerca, un lugar reservado para que los niños entraran y que después era cerrado, donde se quedaban jugando. En ese local había un gran reservatorio de agua; los niños llevaban unos paqueticos, que allá eran vendidos, con pedacitos de pan muy bien cortados, y en el reservatorio había un buen número de cisnes. Los niños lanzaban entonces el pan dentro del agua y los cisnes venían majestuosamente en dirección a ellos.
El cisne levantaba la cabeza, ponía su pico amarillo dentro del agua, "puff" y cogía el pan. Pero después – era una cosa graciosa – el pan, mojado en el agua, evidentemente entraba ya muy blando en el pico del cisne, que tiene unos dientecillos minúsculos, casi como los de una sierra, y creo que no eran suficientes para que él masticase. El hecho concreto es que el cisne ponía el pan en el pico y por ese cuello, que es como un tubo largo, tenía que pasar el alimento. Él levantaba entonces la cabeza de nuevo, con la calma de quien no estuviese masticando nada, y continuaba nadando. A mí me gustaba mucha ver el cisne, con su aire aristocrático.
Jardín y fuente de la Kurhaus (Casa de las curas), en Wiesbaden (Alemania).
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Los encargados de guardar los cisnes veían que los niños eran inofensivos, y permitían que hiciésemos varias cosas. Nosotros entonces caminábamos gramado adentro, llegábamos hasta la vera del lago, y el cisne se quedaba allá esperando. Cuando lanzábamos el pan, él "¡pssit!". A veces le quedaba un poco de agua pendiendo del pico; él balanceaba elegantemente la cabeza y después continuaba nadando.
…y los palomitos
Y también había palomos pequeñitos, gordiflones, con alas de color ceniciento, verde y plateado; el conjunto formaba una combinación muy bonita. Eran muy graciosos, muy inofensivos. Evidentemente no seríamos niños brasileros si no le llevásemos también pan a los palomitos…
Cierto día, en el hotel, prepararon palomitos para el almuerzo. Comí varios y manifesté mucha alegría por servirme los palomitos. El mesero, que entendía un poco el francés mezclado con portugués que nosotros hablábamos, comprendía más o menos lo que decíamos. Cuando él aparecía en la puerta del salón, yo estaba ya esperando para ver si venían palomitos. Cuando eso sucedía, le decía a mi madre:
– Mamá, mira el palomito, mamá, mira el palomito.
– Sí, hijo mío, está bien, deja que el palomito llegue, para que te lo comas.
El mesero, al llegar a la mesa, extendía su brazo con un plato lleno de palomitos asados y me decía, riéndose:
– ¡Pimbinchen!
Pimbin es paloma, conforme él traducía. Chen, en alemán, es diminutivo. Él entonces quería decirme: palomitos. Él hablaba un alemán medio atravesado, pero muy afectuoso, muy amigable, y Doña Lucilia quedaba contenta al ver al mesero agradarme.
A fuerza de gustarme los palomitos, comenzaron a hacerlos con frecuencia, y tan pronto llegaba ese plato ya iba a mi mesa, y el mesero decía: pimbinchen. Yo confundía qué era portugués y qué era alemán, y decía pimbinchen a mi madre:
– Mamá, mira el pimbinchen.
A mi madre eso le causaba gracia y no me corrigió; dejó que yo siguiese diciendo así porque a toda la familia le causaba gracia. Y cuando ella quería recordar ese tiempo de especial afecto, ella escribía en la carta "mi pimbinchen", para dar a entender que ella me seguía queriendo bien, con la misma maternalidad del tiempo en que yo tenía cuatro o cinco años.
Pero sucede que, en francés, palomito se dice pigeon. Estando en París – a donde fuimos inmediatamente después de Wiesbaden -, cuando venían palomitos el mesero decía pigeon. Por esa causa, mi madre comenzó a tratarme como pigeon, y en sus cartas venía escrito ora pigeon, ora pimbinchen.
Bien se ve el extremo afecto que ella ponía en eso, lo cual hace un hecho tan banal, tan pequeñito, lleno de recuerdos para mí.
En Colonia sólo debería haber "agua de colonia"…
No puedo olvidarme de ese y de otros hechos de mi infancia, que mi madre me contaba de vez en cuando. Yo los conocía enteramente, pero la narración de ella tenía para mí un sabor especial.
Uno de ellos sucedió en Colonia, una de las ciudades alemanas más famosas. Después de rodar un poco por Alemania, fuimos a dar a Colonia. Toda la familia entró en el hotel, nos llevaron a los cuartos que nos habían reservado, y el gerente mostraba una cosa y otra, en el fondo para agradar al cliente y tenerlo allí una vez más.
Mientras mi madre, mi abuela y mi padre se instalaban, yo abría y cerraba la llave del lavamanos. En cierto momento me volví hacia mi madre y dije indignado:
– ¡Mamá, esto no sirve de nada!
– ¿Qué pasa, hijo mío?
– Al abrir esta llave sólo sale agua común.
– ¿Y qué quieres que salga, hijo mío?
– ¡Agua de colonia! ¡La ciudad se llama Colonia, y al abrir la llave debería salir agua de colonia!
Risas, naturalmente, de parte de todos los presentes, y yo medio confundido: "¿Por qué se están riendo?" Ella intervenía con un agrado de su parte, yo me sosegaba y la vida continuaba.
Todas esas cosas ella las contaba con tantas saudades, de un modo tan encantador, tan menudo, que se tenía la impresión de estar de nuevo presente en aquellos días.
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1) Residencia del Dr. Plinio, Rua Alagoas, 350, en el barrio de Higienópolis, en São Paulo.
(Revista Dr. Plinio, No. 177, diciembre de 2012, p. 6-9, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de una conferencia del 23.4.1994)