El Ángel de la Guarda, un príncipe celestial al servicio de cada uno de los hijos de Dios

Publicado el 10/02/2017

Todo bautizado es heredero de un trono principesco en la eternidad, dejado vacío por uno de los ángeles decaídos. Tal como hacen los reyes con sus herederos, nombrando un preceptor o ayo para educarlos y prepararlos para el trono, también Dios, en su infinita misericordia, pone un ángel junto a cada ser humano – un príncipe de la corte celestial – para protegerlo y guiarlo en el camino de la salvación.

Ese discreto y fiel guardián espiritual, que día y noche nos acompaña solícitamente, ávido de oír nuestros pedidos y de ponerlos a los pies de la Reina de los Ángeles, tiene con nosotros un vínculo mucho más estrecho de lo que imaginamos, no limitándose apenas a ser una especie de servidor, distante y anónimo.

Veamos cómo el Dr. Plinio infundía en sus seguidores más jóvenes la devoción a los Ángeles de la Guarda, y explicaba el papel de estos últimos en nuestra vida.

 


 

De acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, los ángeles se dividen en nueve categorías superpuestas: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, principados, Arcángeles y Ángeles.

 

Aunque todos esos espíritus celestiales contemplan a Dios directamente, no lo hacen con igual amplitud de conocimiento. O sea, los que se encuentran en un nivel superior tienen una visión más plena e inmediata de Él, discerniendo una serie de perfecciones divinas que los menores no alcanzan a distinguir. Sin embargo, esta diferencia de intelección es compensada por la infinita bondad del Creador, el cual dispuso que los primeros revelen a los segundos todo lo que consiguen aprender sobre Él. Y así, esas nociones con respecto a Dios van siendo transmitidas de un ángel a otro, y de una jerarquía angélica a otra, desde la más elevada, donde se encuentran los Serafines, hasta la menos excelsa, que es la de los ángeles.

 

Se admite que a esos espíritus puros Dios les confió el gobierno de los astros, de tal forma que cada estrella y cada planeta del Universo posee un ángel que lo rige, según los sabios deseos del Altísimo. De ahí la perfección del orden sideral.

 

Ahora bien, así como cada estrella del firmamento tiene un ángel designado para dirigirla, así también cada hombre cuenta con la tutela y la protección de una criatura angélica: su Ángel de la Guarda. ¡Tan esplendoroso, tan magnífico, que, a veces, cuando él aparece a su protegido, este piensa que está delante del propio Dios! Al mismo tiempo – creo yo – tan parecido espiritualmente con su pupilo que, si cada uno de nosotros conociese a su Ángel de la Guarda, quedaría pasmado al constatar cuánto él es conforme a sus buenos sentimientos y a sus voliciones ordenadas, y se sentiría como un pariente próximo de ese grandioso Príncipe Celestial…

 

Ejerciendo una de las misiones propias de los ángeles, de

ser mensajeros de Dios, San Gabriel anuncia a María que

Ella será la Madre del Verbo Encarnado. Pintura de

Fray Angélico.

Nuestros Ángeles de la Guarda no nos pierden de vista un solo instante, ni de día, ni de noche, pues aún cuando dormimos velan por nosotros. A todo momento ellos hablan a nuestras almas, susurran con cariño y bondad consejos que nos llevan por las sendas del bien; y cuando se ven obligados a hablarnos con vigor, lo hacen a la manera de un buen padre que a veces reprende a su hijo, justamente porque lo ama.

 

Nuestros guardianes celestiales se encuentran, por lo tanto, continuamente de bruces sobre nosotros.

 

Cuando nos sintamos solos, cuando estemos, por ejemplo, transitando por las calles de las ciudades contemporáneas, tan cercadas de inmoralidades, tan sucias, tan impregnadas de polución y de inmundicias de toda especie, roguemos la protección de nuestros angeles de la Guarda. Antes de salir de casa, digamos: “Mi Santo Ángel, acompañadme, venid conmigo, protegedme, habladme al alma y ayudadme a evitar las malas miradas, a las personas que quieran causarme daño, los accidentes que me puedan masacrar; ¡traedme, en fin, todo bien!”

 

Y cuando estemos en cualquier apuro, acordémonos de esa verdad reconfortante: un Ángel de la Guarda nunca abandona a su protegido. Por lo tanto, mientras caminamos y oímos resonar nuestros pasos sobre el cemento de la acera, pensemos: “Mi Ángel de la Guarda me está viendo”. Si sufriéremos una tentación, digamos incontinenti: “¡Mi Santo Ángel, protegedme, apartad de mí ese demonio que me tienta!”

 

Por disposición de Dios, los Ángeles de la Guarda –

espíritus puros – velan por los hombres, para

protegerlos y guiarlos por las sendas de la virtud.

Es interesante notar que, mientras vigilan así a los hombres sobre la Tierra, los Ángeles de la Guarda continúan contemplando a Dios cara a cara. Y ahí, en la presencia del Altísimo, permutan impresiones con respecto a lo que sucede en el mundo, a la lucha entre buenos y malos, al desarrollo del plan de Dios para la humanidad, etc. Aunque no tengan una noticia exacta de los designios divinos sobre la creación terrena, los ángeles, sin embargo, como están dotados de una inteligencia superior, levantan entre sí hipótesis y conjeturas acerca de tales designios. Y esa interlocución angélica sube al Trono del Creador como un extraordinario e indescriptible cántico de alabanza y de glorificación.

 

Sepamos, entonces, que cada uno de nosotros se beneficia de la tutela de uno de esos seres maravillosos. Sepamos, también, agradecer a nuestro Ángel de la Guarda la protección incansable que nos dispensa, y decir, todos los días, esta bella jaculatoria formulada por la Iglesia: “Ángel de Dios, que eres mi custodio, ya que la soberana piedad me ha encomendado a ti, ilumíname, guárdame, rígeme y gobiérname. Amén”.

 

(Revista Dr. Plinio, No. 5, agosto de 1998, pp. 21-22, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).

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