Pienso en las innumerables dificultades de los católicos actuales, en la presión del ambiente, en la fuerza del mimetismo que lleva cada hombre a conformarse con lo que piensan y dicen los otros hombres, en la enorme seducción de esa civilización anti-cristiana que se agranda delante de nosotros, en el efecto desmoralizador que sobre los mejores producen tantas capitulaciones y, por que no mencionarlo, tantas traiciones …
Calvario – Museo de Bellas Artes, Dijon, Francia) |
Pero no puedo dejar de acordarme que hubo un augusto ejemplo de Alguien que, en circunstancias que no dudo en calificar de infinitamente peores, permaneció fiel, no se entregó, no vaciló, no traicionó, no retrocedió. E, incluso en la hora más tragica que hubo y habrá en la historia de la humanidad, continuó de pié como una antorcha de oración, de esperanza.
Sabemos que hubo un momento trágico en que el sol se toldó en pleno día, la Tierra tembló, las sepulturas de los justos se abrieron en la Ciudad Santa, y se levantaron los cadáveres de los hombres que habían muerto en la Ley Antigua en unión con Dios.
Y en medio de las tinieblas, en los estertores de la Tierra que temblaba, en el ruido de los edificios que caían, los gemidos de los heridos y de las personas que lloraban, el silencio de la naturaleza animal aterrorizada, ellos paseaban con los ojos cerrados, con sus cuerpos envueltos por aquellas tiras estrechas con que antiguamente amortajaban a los muertos, censurando aunque con la boca cerrada a los que habían crucificado al Salvador.
Era, como dijo Bossuet, el Padre Eterno haciendo las exequias fúnebres de su Divino Hijo. El templo tembló y su velo se rasgó. De él salieron los Ángeles, allí entraron los demonios. Todo aquello, hasta entonces objeto de la benevolencia de Dios, fue execrado y arrojado a un lado.
Al pie de la Cruz el horror, casi nadie era fiel. Nuestro Señor había exclamado su consummatum est en medio de un diluvio de dolores. Él estaba extenuado; no tenía nada más para ofrecer de su sacrificio.
En esta hora el buen ladrón se preparaba para dejar la Tierra, el centurión que había herido a Nuestro Señor poco después de muerto se golpeaba en el pecho. Algunas personas recogidas al pie de la Cruz lloraban. La alegría, mientras tanto, no había desertado de ningún alma.
El alma más inconforme con todo aquello, que más execraba todo aquello, que más odiaba todo cuanto se pasaba, que más amaba al Salvador muerto, que más esperaba, que más certeza tenía: ¡la certeza de todas las certezas! ¡Una Fe que contenía toda la Fe que debería haber en el mundo hasta el fin de los tiempos!.
Y esta era el alma celestialmente inconforme de Nuestra Señora: Stabat Mater dolorosa iuxta crucem, lacrimosa. En latín, stabat quiere decir estar de pie.
Por tanto, Ella se encontraba de pie con toda la fuerza de su cuerpo y de su alma, con los ojos inundados de lágrimas, ¡pero con su alma inundada de luz! María Santísima tenía la certeza que, después de las grandes tragedias, del abandono total, vendría la aurora de la Resurrección, de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, envuelta en gloria a partir de Pentecostés. Y de cruces en luces, de luces en cruces el mundo llegaría hasta aquel momento en que en Fátima Ella anunció: ¡“Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!”.
Mis ojos y mi alma se vuelven hacia Ti, Señora del Carmen, cuya fiesta se celebra hoy.
Tú que fuiste la fundadora de la gran veta de profetas que empezaron con el Profeta Elías, y que irá hasta el fin del mundo con el carisma de profecía en la Santa Iglesia Católica Apostólica, Tú que enseñaste incluso antes de existir, que fuiste el modelo de aquellos que creyeron en el Redentor que vendría, el apogeo de la esperanza de esos varones de Dios, puesto que Tú fuiste la nube de la cual llovió el Salvador, Tú que eres hoy el Arca de la Alianza, ¡de la cual vendrá la victoria para el mundo!
Llena, oh Madre mía, de esta certeza, de esta inconformidad, de este coraje para mantenerse de pie en la derrota y en la adversidad, esperando el día de la gloria, a tus hijos aquí reunidos. Es lo que te pido en esta oración final.
(Extraído de la conferencia del 16/7/1971) Revista Dr Plinio # 220