Desde su origen, el cristianismo comprendió el valor de las artes y usó sus multiformes lenguajes para comunicar el inmutable mensaje de salvación.
La manifestación de la fe, en la Iglesia y por la Iglesia, no se restringe a una actitud interior. Se refleja también “a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra”,1 enseñaba San Juan Pablo II.
Aunque los actos litúrgicos, en cierto modo, podrían llevarse a cabo con dignidad en cualquier sitio, revistiéndose de ornamentos sencillos y usando paramentos de poco valor artístico, no obstante, “en el desarrollo de la Iglesia, como sociedad católica cultual, el tema artístico es muy digno de tenerse en cuenta, pues en toda manifestación externa del culto debe buscarse siempre la mayor dignidad y el máximo decoro”.2
A través de los objetos que se utilizan en el culto se puede fomentar la compenetración ante el misterio que se está viviendo, así como la piedad y la tan deseada participación plena, consciente y activa de los fieles. “El arte ha de ser un elemento expresivo, digno y funcional en el espacio y en el ambiente de la celebración”.3 Por eso es bueno y saludable buscar lo que podríamos llamar una obra de arte, puesto que en la celebración litúrgica “nada debe ser vulgar, precipitado, improvisado; todo requiere armonía, dignidad, reverencia”.4
Cabe subrayar, por tanto, la importante acción evangelizadora que la transmisión de la belleza ejerce a través de esos elementos, si las cosas destinadas al culto fueran “en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales”.5
Constante preocupación de los Papas
San Pío X, en el motu proprio Tra le sollecitudini, promovía la restauración de la música sacra, destacando el primordial papel del arte en la liturgia: “La Iglesia ha reconocido y fomentado en todo tiempo los progresos de las artes, admitiendo en el servicio del culto cuanto en el curso de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello, salva siempre la ley litúrgica”.6
También Pío XI, en la constitución apostólica Divinis cultus, afirmaba: “Importa, pues, muchísimo, que cuanto sea ornamento de la sagrada liturgia esté contenido en las fórmulas y en los límites impuestos y deseados por la Iglesia, para que las artes, como es deber esencial suyo, sirvan verdaderamente como nobilísimas siervas al culto divino”.7
Sublimando la dimensión litúrgica, decía Pío XII en la encíclica Mediator Dei: “todo cuanto pertenezca a los edificios sagrados, a los ornamentos y a las cosas del servicio de la liturgia, aparezca limpio y en consonancia con su fin, que es el culto a la divina Majestad”. 8 Y en la encíclica Musicæ sacræ el mismo pontífice aseguraba que el arte religioso “con sus obras no se propone sino llegar hasta las almas de los fieles para llevarlas a Dios por medio del oído y de la vista”.9
En su famosa Carta a los artistas, San Juan Pablo II mostraba los efectos del clima descristianizado de los últimos siglos, que “ha llevado a veces a una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe, al menos en el sentido de un menor interés en muchos artistas por los temas religiosos”.10 No eran otros los motivos que llevaron a la constitución Sacrosanctum Concilium a advertir con severidad que fueran rechazadas aquellas obras artísticas que “repugnen a la fe”.11
Un choque de tendencias
En este delicado tema, no fue pequeño el choque entre dos marcadas tendencias durante los trabajos preconciliares.
Unos estaban en contra de lo que podría suponer un mayor gasto en la construcción y ornamentación de las iglesias, en la confección de costosos paramentos sacerdotales o vasos sagrados de celebración, y pensaban, en definitiva, que sería mejor destinar a los pobres esos recursos. “Diferentes padres manifestaron el deseo de que la Iglesia suprimiese todo el lujo innecesario en el culto divino”.12
Otros, en sentido opuesto, alegaban que había que disponer de lo mejor para el servicio de Dios, y basaban sus argumentos en la respuesta que el Señor le dio a Judas Iscariote —a quien en realidad no le importaban los pobres, sino el dinero, porque era un ladrón (cf. Jn 12, 6)— en el episodio de la mujer que derramó sobre la divina cabeza un perfume muy caro de nardo puro y en el hecho de que Él no hubiera rechazado tan “lujoso” homenaje. Al contrario, Cristo, que se hizo pobre y pedía la pobreza a los Apóstoles, elogió ese gesto: “Jesús replicó: ‘Dejadla, ¿por qué la molestáis? Una obra buena ha hecho conmigo. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre” (Mc 14, 6-7). Por consiguiente, ¿no es legítimo —preguntaban los de esta corriente— practicar la virtud de la magnificencia en lo que atañe al culto divino? Esto en nada hiere el espíritu de pobreza.
Para eludir un enfrentamiento, la propuesta conciliar final, a respecto de la liturgia y el arte sacro, acabó recomendando a los ordinarios que “busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada”.13