El asesino y la inocente

Publicado el 09/01/2015

La confianza de la joven Teresa en la Divina Misericordia le daba la seguridad de que el infeliz seria perdonado. Ella pidió a Dios una señal. Y le fue concedida.

 


 

Enrique Pranzini era un hombre en quien las cualidades naturales y los vicios se disputaban la supremacía. Hablaba a la perfección varios idiomas y conocía muchos países. Aventurero, se alistó en el Ejército Británico de las Indias para luchar en Afganistán, y del mismo modo ofreció sus servicios para luchar en Sudán.

 

En 1887 se instaló en París, donde trabó relaciones con la rica Regina de Montielle, de triste memoria. Deseaba apoderarse de su fortuna, y para lograrlo estranguló a sangre fría a la infeliz mujer, a su hija de 12 años y a una criada.

 

Arrestado por el triple asesinato, tuvo el cinismo de declararse inocente cuando la justicia lo procesó. Tras ser declarado culpable y sentenciado a muerte, pasó sus últimos días en prisión leyendo libros obscenos e impíos. Varios sacerdotes lo visitaron en la cárcel, pero fue en vano; en vez de mostrar algún arrepentimiento, se jactó de no temer la condenación eterna.

 

Jesús me hizo una pescadora de almas

 

El caso repercutió en toda Francia, y llegó al conocimiento de una adolescente de 14 años que vivía en la pequeña ciudad de Lisieux: Teresa Martin, la futura santa Teresita del Niño Jesús.

 

Coincidió que en esos días Teresa sentía en su alma una apremiante llamada de Nuestro Señor que ella nos describe así: “Jesús me hizo una pescadora de almas. Sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores […] Mirando una foto de Nuestro Señor Jesucristo crucificado, me conmovió ver la sangre que corría por una de sus manos divinas, causándome gran pena la consideración de que esa sangre cayera por tierra sin que nadie tratara de recogerla, y decidí mantenerme en espíritu al pie de la Cruz para recibir ese Divino Rocío y distribuirlo a las almas […] Me consumía el deseo de arrancar de las llamas del infierno las almas de los grandes pecadores”.

 

En esa disposición de alma estaba la santa “Pescadora de Almas” cuando Pranzini fue condenado a muerte. Ella se propuso trabajar para librarlo de la condenación eterna: rezó, hizo sacrificios y mandó celebrar una misa en su intención.

 

Su confianza en la Divina Misericordia le daba la certeza de que el infeliz sería perdonado, por más que no se confesara ni se mostrase arrepentido. De todas maneras, dice la santa, “pedí a Jesús ‘una señal’ de arrepentimiento, simplemente para consuelo mío”.

 

Y el Señor se la concedió.

 

Mi primer hijo

 

Al día siguiente de la ejecución de Pranzini, ella leyó en el periódico “La Croix” la descripción detallada de los últimos minutos del criminal:

 

“Faltando dos minutos para las cinco de la mañana, mientras los pájaros cantan en los árboles de la plaza y un confuso murmullo se oye de la gente […] la puerta de la prisión se abre, asomándose pálido el reo. El capellán, P. Faure, se le pone enfrente para consolarlo, pero lo aparta junto a los carceleros. Ya delante de la guillotina, el verdugo Deibler lo empuja. Un ayudante al otro lado del patíbulo le agarra la cabeza para sujetarla de los cabellos bajo la lámina a punto de caer. En ese momento un relámpago de arrepentimiento pareció atravesar la conciencia del asesino. Pranzini pidió al capellán el crucifijo y lo besó dos veces… Después cayó la guillotina. Cuando uno de los ayudantes del verdugo tomó por las orejas la cabeza cortada, concluimos que si la justicia humana se había cumplido, tal vez este último beso haya satisfecho también a la Justicia Divina, que pide sobre todo el arrepentimiento”.

 

La futura Patrona de las Misiones dio gracias a Dios por su primer pecador convertido, “mi primer hijo”, como escribió ella en sus Manuscritos Autobiográficos.

 

Santa Teresita, cada 31 de agosto, aniversario de la ejecución de Pranzini, utilizaba el dinero que iba reuniendo en un cofre para encomendar misas por el eterno descanso de su alma. Esta caritativa costumbre la conservó incluso cuando ingresó en el Carmelo, con el debido permiso de la superiora.

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