Arrodillado en el confesionario, el rostro bañado por un sudor frío, un hombre maduro relataba vacilante sus faltas y pecados delante del confesor…
En la penumbra del confesionario apenas se distinguía una figura imponente que infundía al mismo tiempo confianza y respeto. Era el ilustre Cardenal Mercier, Arzobispo de Malines (Bélgica). Después de oír la confesión, el Cardenal susurró al oído de su penitente:
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Cardenal Mercier
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— Me contaste los secretos de tu vida, ¡Ahora yo voy a contarte el mío!
¡El hombre quedó asustado!
— ¿Será que el Cardenal me va a confesar sus pecados…?
Aguzó el oído y prestó atención…
— Voy a revelarte un secreto de santidad y de felicidad: todos los días, durante cinco minutos, recoge tu imaginación, cierra tus ojos a todas las cosas sensibles, tus oídos a los ruidos del mundo, y recógete en el santuario de tu alma bautizada, que es templo del Espíritu Santo y habla así con Él: “Yo os adoro, ¡Oh Espíritu Santo, alma de mi alma! Iluminadme, guiadme, fortificadme, consoladme. Decidme lo que debo hacer y ordenadme que lo haga. Os prometo someterme a todo lo que deseáis de mí y aceptar todo cuanto permitiereis que suceda: hacedme siempre conocer solamente vuestra voluntad.”
— Pero… Eminencia, ¿será que eso servirá para mí?
— Si hicieres eso, tu vida trascurrirá feliz, serena y llena de consolaciones, incluso en medio de las penas, pues la gracia será proporcional a la prueba y recibirás fuerza para vencerla. Así llegarás a las puertas del Paraíso lleno de méritos; esa sumisión al Espíritu Santo ¡es el secreto de la santidad!
Y… para mí que estoy leyendo esta revista, ¿servirá este consejo? ¿Yo, que soy una persona común… que no tengo la virtud de los santos?
No olvide lector, que el santo es alguien como nosotros, que sólo fue coherente al llamado de Dios de acuerdo con su estado de vida, como decía nuestro querido Papa Juan Pablo II: “Hermanos y hermanas… ¡no tengáis miedo de ser santos! Construid una era de hombres santos de este siglo, que ya se dirige a su fin, y de hombres santos del nuevo milenio” (ACI, 16-6-99).
Pero, ¿cómo alcanzar una meta tan alta? La respuesta nos es dada por el Cardenal belga: “la sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad”.
Es al Espíritu Santo a quien se atribuye nuestra santificación. Su acción en nuestras almas es, por tanto, de primordial importancia para alcanzar el progreso en la vida espiritual.
El Espíritu Santo es quien nos concede los dones tan necesarios para nuestra santificación: la Sabiduría, el Entendimiento, el Consejo, la Fortaleza, la Ciencia, la Piedad y el Temor de Dios.
La Sabiduría es el don por el cual conocemos las cosas como Dios las conoce.
¿Cuántas veces leemos la Biblia, o alguna otra obra de vida espiritual y tenemos dificultad en entender el profundo significado de las palabras divinas? El don de entendimiento nos auxilia a comprender y vivir aquello que conocemos a través de nuestros sentidos.
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“En la penumbra del confesionario apenas se distinguía una figura imponente, que infundía al mismo tiempo confianza y respeto…”
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Cómo es útil un buen consejo… Pero, ¿cómo dar buenos consejos? El Espíritu Santo hace brotar el consejo en el corazón y en los labios de aquel que recibe este don. Es un don gratuito, que la persona recibe no para sí, sino para auxiliar al prójimo.
¡La Fortaleza es el don que nos sustentará en las duras luchas y aflicciones que nos esperan en las curvas de la vida!
El don de la Ciencia, es un conocimiento de la Creación por una infusión directa del conocimiento divino.
El don de la Piedad nos dará el gusto por las cosas espirituales. Y finalmente, el don de Temor de Dios, nos hace tener siempre presente el respeto debido a nuestro Creador, evitando así, que nos apartemos de Él.
Amigo lector, devoto del Espíritu Santo, guarde para sí este consejo de tan sabio y piadoso hombre de Dios.
Tal vez este secreto, que Ud. acaba de conocer, llegue a ser la llave de su perfección y el camino de su felicidad