Perdida la inocencia original, la lucha contra la concupiscencia de la mirada fue auxiliada misericordiosamente por el supremo Sastre que, dándonos vestidos, nos concedía el signo profético de la condición celestial.
La virtud del pudor está casi olvidada en nuestros días. Con el engañoso intento de ignorar la sana vergüenza experimentada por nuestros padres tras el primer pecado, el mundo moderno promueve maneras de vestir y de presentarse muy distantes del recato y de la modestia aconsejados por la Santa Iglesia, Madre primorosa y vigilante.
Entrada de los santos en el Cielo, por Giotto di Bondone Detalle del fresco de El Juicio Final, capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)
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A propósito de ello, cabe recordar la profecía que hizo Santa Jacinta Marto, una de las videntes de Fátima: “Los pecados que llevan a más almas al Infierno son los pecados de la carne. Vendrán modas que ofenderán mucho a Nuestro Señor”.1
La previsión de la tierna niña asombra por su clarividencia y su acierto… Sin embargo, ese vaticinio de 1918, cuando la indumentaria era tan diferente a la de hoy día, ¿no tendría acaso un sentido más profundo? Para que se entienda el alcance de las palabras de la pastorcita es necesario que consideremos algunos puntos candentes de la moral cristiana.
Castidad y pureza de la mirada
Antes de nada, hemos de exponer brevemente la doctrina católica respecto a la concupiscencia de los ojos, mencionada por San Juan en una de sus epístolas (cf. 1 Jn 2, 16).
La virtud de la castidad sólo reina en paz en los corazones que se protegen levantando el muro del recogimiento de las miradas. Sin esa barrera será destronada y la ruina del alma se volverá irremediable. Así lo demuestra la Historia, como lo veremos en algunos ejemplos.
David, el rey profeta, se precipitó en el abismo del adulterio y del homicidio porque se fijó con malicia en Bestsabé (cf. 2 Sam 11, 2-27). La mirada impura encendió en su espíritu una llama devoradora. Como dice el libro de los Proverbios: “¿Puede alguien meter fuego en su seno sin que así se le queme la ropa?” (6, 27).
En tiempos del profeta Daniel, dos malvados ancianos desearon en su corazón a la casta Susana e intentaron, en vano, pecar con ella, constriñéndola con amenazas. Al verse rechazados por tan íntegra mujer, la acusaron falsamente de adulterio, pero Dios fue en auxilio de su hija inocente. Por medio de Daniel, la salvó de las garras de esos hombres depravados y los condenó a la pena que habían intentado infligir a la víctima de su ánimo lujurioso.
Ambos viejos marchitos se merecieron oír del profeta esta increpación: “¡Hijo de Canaán, y no de Judá! La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón” (Dan 13, 56).
A esos dos miserables les hubiera sido útil haberse aplicado los sabios principios del Eclesiástico: “Aparta tus ojos de una mujer hermosa, y no te fijes en belleza ajena. Por la belleza de una mujer muchos se perdieron, y a su lado el amor se inflama como el fuego” (9, 8-9).
“La lámpara del cuerpo es el ojo”
También el patriarca José se convirtió en blanco de la concupiscencia de los ojos. Hecho esclavo por la traición de sus hermanos, fue vendido en Egipto a Putifar, jefe de la guardia del rey, el cual, admirado con la virtud de aquel hebreo le confió el cuidado de sus bienes.
Ahora bien, José “era de buen tipo y bello semblante” (Gén 39, 6) y la esposa de Putifar, asumida por la pasión desordenada, “puso sus ojos” (Gén 39, 7) en el criado de su marido y le propuso lo que no era agradable al Señor. Fiel a la ley divina, José rechazó la pésima solicitación de la mujer y recibió a cambio la calumnia y la prisión. La fidelidad del gran patriarca fue más tarde premiada por Dios, quien hizo que se ganara la confianza del faraón (cf. Gén 41, 42-44).
Estos episodios muestran el sentido profundo de esta enseñanza del divino Maestro: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; pero si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Si, pues, la luz que hay en ti está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!” (Mt 6, 22-23).
De hecho, la vista es la puerta de los deseos, de tal suerte que “todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28). La concupiscencia de la mirada proviene de la herida causada en el corazón humano por el pecado original, que afectó a todos los hombres y mujeres.
¿Cómo se puede ignorar, pues, la existencia de maneras de vestir peligrosas, que ponen en riesgo la pureza de los que ven y observan a quien así se presenta? En sentido opuesto, la indumentaria ideada con modestia y elegancia auxilian al casto recogimiento de la mirada.
El pudor de nuestros primeros padres
El Génesis narra con tierno candor la creación de Eva a partir de una costilla de Adán. Vino a ser la coadyuvante ideal para el primer hombre, hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gén 2, 23).
José y la mujer de Putifar, por Friedrich Oberveck – Alte Nationalgalerie, Berlín.
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La Beata Ana Catalina Emmerick observó en sus visiones que la pareja, creada en la amistad con Dios y adornada con el don de la gracia santificante, emitía cierto resplandor: “Eva estaba de pie, delante de Adán, y éste le dio la mano. Eran como dos niños inocentes, maravillosamente hermosos y nobles. Estaban luminosos, cubiertos de luz como si fuera un vestido fluorescente”.2
Adán y Eva vivían en la intimidad de Dios, como lo describe el autor sagrado cuando narra que el Señor “se paseaba por el jardín a la hora de la brisa” (Gén 3, 8) para conversar con ellos en el Edén. Por eso mismo reflejaban en sus semblantes el brillo de la gracia espiritual que el Padre de todas las luces había impreso en sus almas.3
Además del esplendor de la gracia sobre sus cuerpos, las miradas de Adán y Eva eran límpidas. El Génesis hace hincapié en subrayar la pureza con que nuestros primeros padres se veían en el estado de inocencia en el que fueron creados, a fin de completarse y ser fértiles, según el mandato que el Señor les dio al bendecirlos: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra” (Gén 1, 28).
Pero tan feliz estado no duró mucho, viniendo a manchar horriblemente la potencia visiva, después de que ambos prestaran oídos al enemigo mortal de la raza humana.
Consecuencias del pecado original
La maldita serpiente, con su astucia, engañó a Eva prometiéndole que si comía del fruto del árbol de la ciencia —cosa que le había prohibido el Señor— se le abrirían sus ojos y tanto ella como su marido serían “como Dios” (Gén 3, 5).
No obstante, la realidad fue diametralmente opuesta: a causa de su desobediencia, la mirada humana recibió una herida profunda que no la hizo semejante a la clarividencia divina, sino a la acechanza siniestra del demonio. Contagiados por el pecado original, todos los desterrados hijos de Eva heredaron de ellos las vistas oscurecidas por la mancha de la codicia, del egoísmo y de la sensualidad.
Como resultado de dicha caída, su entenebrecida mirada se encontró con su propia desnudez, dando lugar al sentimiento de vergüenza —en latín pudicitia, de donde deriva el vocablo “pudor”—, lo cual los llevó a buscar deprisa una manera de vestirse: “Descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron” (Gén 3, 7).
Bautismo administrado por Mons. João Scognamiglio Clá Dias en la catedral de São Paulo (Brasil)
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Ya no se veían como hijos de Dios, hechos a su imagen y envueltos en luz. La percepción del otro quedó deslustrada, se perdió aquella refulgencia que volvía limpia su mirada, así como pulcros y diáfanos los trazos físicos del primer matrimonio.
El horror del propio envilecimiento experimentado tras la culpa simboliza no sólo un fenómeno exterior, sino sobre todo el apagamiento de la luz de la gracia en sus corazones. El hombre tiende en función de esto a considerar a su prójimo con sórdido interés, porque a partir del oscurecimiento de los espíritus es cuando se degradaron los sentidos exteriores, incluso el más noble, el de la visión, por su estrecha relación entre alma y cuerpo.
“Divino traje” hecho por el supremo Sastre
Sin embargo, Dios no los abandonó en su impericia y, compadecido por la precaria indumentaria con la que trataron de disfrazar su deshonra, Él mismo “hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió” (Gén 3, 21). Aunque no les curó la herida de su vergüenza, el Señor les dio un rápido y eficaz remedio.
Así actuaría la Providencia a lo largo de la Historia. La gracia concedida por Dios en el Bautismo no suprime las malas tendencias, fruto del primer pecado, como la concupiscencia de los ojos, sino que da las fuerzas para vencerlas mediante la ascesis, a fin de merecer un premio aún mayor en la gloria del Cielo.
El arte de vestirse con recato, modestia y elegancia constituirá no sólo la salvaguardia de las miradas, sino también un signo de esperanza en la salvación venido de lo alto, porque el traje con el que el Creador cubrió a nuestros padres es símbolo de la gracia que nos reconcilia con Él y de la gloria con que serán recubiertos nuestros cuerpos en el Cielo.
Esa estrecha relación entre el traje exterior y el revestimiento del alma por la gracia de la reconciliación se evidencia en el oráculo del profeta Isaías: “Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha puesto un traje de salvación” (61, 10).
En resumen, el “divino traje” hecho por el supremo Sastre fue, al mismo tiempo, una misericordiosa cobertura, remedio de la concupiscencia, promesa de Redención y prenda de la victoria definitiva en el Cielo.
1 DE MARCHI, IMC, João M. Era uma Senhora mais brilhante que o sol. 8.ª ed. Fátima: Missões Consolata, 1966, p. 291. San Alfonso, al comentar el sexto y noveno preceptos del Decálogo, hace una afirmación casi idéntica: “Este vicio [la lujuria] es la materia más frecuente y copiosa de las confesiones, y por el cual bajan más almas a los infiernos; y aún no dudo afirmar que por él solo o a lo menos no sin él se condenan todos los réprobos” (NEYRAGUET, Dieudonné [Org.]. Compendio de la Teología Moral de San Alfonso María de Ligorio. 3.ª ed. Madrid: Viuda de Palacios e Hijos, 1852, p. 230).
2 BEATA ANA CATALINA EMMERICK. Visiones y revelaciones completas. Visiones del Antiguo Testamento. Visiones de la vida de Jesucristo y de su Madre Santísima. Buenos Aires: Guadalupe, 1952, v. II, p. 16.
3 Esa misteriosa luminosidad volvería a manifestarse más tarde, de manera excepcional, en Moisés: “Cuando bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor” (Éx 34, 29). Y, en la plenitud de los tiempos, la veremos refulgiendo en la gloria incomparable del Hijo de Dios, que de modo perfectísimo se manifestaría en lo alto del monte Tabor: “Su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17, 2).