Despunta la aurora de una era de pudor
La virtud del pudor,4 que enseña la práctica de la casta nobleza en el vestir y en el presentarse, ha sido fuertemente apreciada por los que nos antecedieron con el signo de la fe. Los primeros cristianos —a diferencia de los paganos marcados por el relajamiento moral que los llevaba a convertir en objeto de culto sus propios cuerpos con trazas de idolatría5— se caracterizaron por la elevada consideración de la pureza hasta sus últimos desdoblamientos.
En el acta del martirio de Santa Perpetua, en el año 203 de la era cristiana, se narra un detalle conmovedor. Expusieron a la joven junto con Santa Felicidad en el anfiteatro de Cartago, para que fueran ajusticiadas en el transcurso de los juegos y diversiones, según la primitiva y brutal costumbre. Una vaca salvaje muy agresiva debía poner fin a la vida de ambas. La primera en ser lanzada a lo alto por la embestida de la fiera fue Perpetua que “cayó de espaldas; mas apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió el muslo, acordándose antes del pudor que del dolor”,6 narra el cronista.
Y Santa Inés, mártir de la castidad, da un hermoso testimonio de fe, ante la certeza de que se mantendría en la integridad del pudor, cuando el magistrado romano la quiso inducir al pecado: “No creáis, le respondió Inés, que Jesucristo abandona tan fácilmente a sus esposas. Quiérelas demasiado, y las ama con mucha delicadeza, como para consentir que pierdan impunemente su pudor; y está siempre pronto a socorrerlas”.7
Ambientes desfavorables a la práctica de la virtud
La decencia de los cristianos se extendió a la restricción del uso de las termas romanas que, en los tiempos del cristianismo naciente, constituía una costumbre pagana varias veces secular, justificada por la necesidad de la higiene y el esparcimiento.
Santa Inés – Iglesia de Santa María, Waltham (EE. UU.)
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La vida de las ciudades giraba entorno a esos balnearios —hubo una época en que existieron más de mil en la ciudad de Roma—, de manera que no frecuentarlos significaba excomulgarse de la sociedad. Infelizmente en ellos reinaba un clima adverso al pudor enseñado por la Iglesia. En ciertos períodos de especial decadencia llegaron a ser tan escandalosos que preocuparon a los emperadores paganos, como Adriano, hasta tal punto que dictaron leyes para prohibir la frecuencia mixta en las termas oficiales del Imperio.
Para los cristianos, tales ambientes eran altamente desfavorables a la práctica de la virtud de la castidad, una peligrosa y seductora ocasión próxima de pecado. ¿Cómo reaccionar? Los Padres de la Iglesia, en su predicación, dejaron líneas admirables de celo y coraje, al exigir de la grey actitudes decididas e intransigentes. ¿No había dicho San Pablo que nada podría separar a los fieles del amor de Cristo?
¡No iba a ser el ambiente mundano y sensual de las termas el que hiciera capitular a los hijos de la Iglesia! ¡Un bautizado jamás se adentraría en aquel clima de molicie y de lujuria, abriendo su corazón al espíritu dominante, tan contrario al de su Señor!
En ese sentido, vale la pena recordar un fragmento del tratado de San Cipriano dedicado a las vírgenes: “¿Qué decir de las que acuden a los baños promiscuos, que exponen a los ojos curiosos y sensuales los cuerpos consagrados al pudor y a la pureza? […] Hacéis del baño un espectáculo; vais a lugares más indecorosos que el teatro. Allí queda excluida toda vergüenza; junto con el vestido, se despoja la honra y el pudor del cuerpo; la virginidad se desnuda para ser observada y contemplada. […] Frecuéntense los baños en compañía de mujeres entre las que el baño sea modestia para vosotras”.8
La valiente intolerancia de los pastores y las legislaciones de diversos concilios regularon y limitaron de tal manera el uso de los baños mixtos que terminaron cayendo en desuso. El influjo social del cristianismo había triunfado gracias a la intransigencia evangélica de pastores íntegros y virginales en la fe, fieles a las exhortaciones del divino Inocente: “Si tu ojo te induce a pecar, sácalo y arrójalo de ti” (Mt 18, 9).
“Revestíos del Señor Jesucristo”
El incentivo del pudor se extendió también a las modas mundanas y poco decentes. San Juan Crisóstomo, en una de sus Catequesis bautismales, increpa a la mujer inmodesta: “Vas acrecentando enormemente el fuego contra ti misma, pues excitas las miradas de los jóvenes, te llevas los ojos de los licenciosos y creas perfectos adúlteros, con lo que te haces responsable de la ruina de todos ellos”.9
Pero, además de enseñar la decencia y la modestia en el modo de presentarse, la virtud del pudor estimula la elegancia y el decoro en el vestir, porque siendo el vestido símbolo de la gracia santificante recibida en el Bautismo y signo de la gloria de la Jerusalén celestial, debe realzar la dignidad de los hijos de Dios destinados a reinar eternamente con Él.
En efecto, la gracia santificante es comparada por San Pablo al traje: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gál 3, 27). Tras haber exhortado a los cristianos de Roma a vivir con rectitud, lejos de los vicios y pasiones censurables, afirma: “Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos” (Rom 13, 14).10 Y para enfrentar los combates de la fe, les recomienda a los efesios que se revistan de las armas de Dios para resistir a las asechanzas del demonio (cf. Ef 6, 11-17).
En sentido opuesto, el espíritu de las tinieblas alimenta sórdida simpatía por la desvergüenza. Es lo que nos revela el episodio del endemoniado de Gerasa relatado en el Evangelio: “Le salió al encuentro desde la ciudad un hombre poseído de demonios, que durante mucho tiempo no vestía ropa alguna ni moraba en casa” (Lc 8, 27). Después de la acción exorcista del Señor, el mismo personaje aparece cubierto con una túnica, sentado a los pies de su libertador, oyendo con atención sus divinas palabras (cf. Lc 8, 35). Queda patente cómo Jesús ama la casta vestidura y cómo el demonio incentiva la inmodestia.
Vestidos de boda blanqueados en la sangre del Cordero
Tal predilección divina por el traje se encuentra manifiesta en la parábola del banquete nupcial narrada por San Mateo. El Maestro ambienta sus enseñanzas proponiendo la escena de la fiesta de la boda del hijo del rey. Es una clara alusión a la reunión festiva de los santos en el Cielo, en torno a la gloria del Hijo.
Al banquete fueron convidados nobles y ricos, que declinaron su asistencia por motivos fútiles. De ahí que el soberano mandara a sus criados a los cruces de los caminos para reclutar a todos los que por allí pasaran.
Una vez repleto de comensales el salón del palacio, el rey entró para saludarlos y reparó en uno que no llevaba el traje de fiesta. Dirigiéndose a él, le preguntó: “ ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?’. El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: ‘Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes’ ” (Mt 22, 12-13).
El vestido de boda reaparecerá con todo su esplendor en el Apocalipsis de San Juan. De hecho, en la vida eterna se renovarán todas las cosas (cf. Ap 21, 5) y será abolida la concupiscencia de los ojos, así como el sentimiento de vergüenza de nuestros padres. Pero el vestido no desaparecerá. ¡Al contrario!
La adoración del Cordero Místico, por Jan Van Eyck Museo de Bellas Artes, Gante (Bélgica)
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El evangelista contempla, en una de sus grandiosas visiones, una muchedumbre inmensa que nadie puede contar, “de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (7, 9).
Continúa el apóstol virgen: “Uno de los ancianos me dijo: ‘Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?’. Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabrás’. Él me respondió: ‘Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos’ ” (7, 13-15).
Ciertamente la blancura de las vestiduras de los vencedores está vinculada a la costumbre militar romana de ver desfilar a las legiones después de un triunfo marcial, revestidos de túnicas blancas y palmas, signo de victoria. Sin embargo, a la luz del episodio de la Transfiguración descrito por San Marcos, también se puede establecer una relación entre la túnica blanca de los santos y las vestiduras del propio Jesús que, en la epifanía del Tabor, “se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo” (Mc 9, 3).
Un signo profético de nuestra condición celestial
Efectivamente, el acto de la creación del hombre y de la mujer en el Edén tenía, en su natural inocencia, el propósito de realzar la complementariedad de la primera pareja con vistas al sacramento del Matrimonio y a la multiplicación de la especie. Pero en el Cielo no será así, pues “cuando resuciten, ni los hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en matrimonio, serán como ángeles del Cielo” (Mc 12, 25).
He aquí el sentido de las vestiduras de los bienaventurados. No se tratará de cubrir la vergüenza, hija del pecado, porque ya no existirá. Será puesta de relieve, más bien, la nueva condición angélica de los hombres. El vestido en esta tierra es, por tanto, un signo profético de nuestra futura condición celestial.
De la esperanza en la vida eterna procede, en cierta medida, el buen gusto en el vestir que caracterizó a la civilización cristiana, rica en trajes nobles, sobrios y dignos, con los que se presentaban ricos y pobres. En nuestros días la vulgaridad, llevada casi al extremo de lo absurdo, domina las modas e impone de forma arbitraria el gusto por lo gastado, lo roto, lo simple. Se comercializan prendas degradadas, vendidas a precios exorbitantes, y mucha gente se sacrifica para no parecer anticuada…
Cómo sería más sensato y más católico volver los ojos hacia lo alto, donde está Cristo Jesús con sus ángeles, e, inspirándose en el anhelo de la vida sin fin, revestirse de decencia y de pudor, con discreta y casta elegancia.
4 El actual Catecismo de la Iglesia Católica, al comentar el noveno mandamiento de la ley de Dios, define el pudor en términos muy precisos: “Es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas. […] El pudor es modestia; inspira la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción” (CCE 2521-2522).
5 En cuanto a tributarle cualquier clase de homenaje al cuerpo, San Agustín es bastante incisivo: “Es un crimen rendir culto al cuerpo o al alma en lugar de al Dios verdadero, por cuya sola inhabitación es el alma feliz, ¡cuánto más nefario es rendirles culto de tal forma que el cuerpo o el alma del que lo rinde no obtenga ni la salvación ni la gloria humana!” (SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. VII, c. 27, n.º 2. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1958, v. XVI, p. 494).
6 RUIZ BUENO, Daniel (Org.). Actas de los mártires. 5.ª ed. Madrid: BAC, 2003, p. 437.
7 RUINART, Teodorico (Org.). Las verdaderas actas de los mártires. Madrid: Ioachin Ibarra, 1776, v. III, p. 24.
8 SAN CIPRIANO DE CARTAGO. A conduta das virgens, n.º 19; 21. In: Obras Completas I. São Paulo: Paulus, 2016, pp. 38-39.
9 SAN JUAN CRISÓSTOMO. Catequesis V, n.º 37. In: Las catequesis bautismales. 2.ª ed. Madrid: Ciudad Nueva, 2007, pp. 118-119. 10 El Apóstol de las gentes también aconseja a los colosenses: “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. Esto es lo que atrae la ira de Dios sobre los rebeldes. […] Os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador. […] Así pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” (Col 3, 5-6.9-10.12).