De Dios no se puede huir
Completa ilusión tiene quien piensa que sus acciones no son vistas por Dios, o que piensa que puede engañarlo, ignorando que Él penetra en las más recónditas intenciones del corazón humano. Vano también es el esfuerzo de quien trata de ocultarse de su divina mirada, viviendo como si Él no existiera.
La pésima actitud tomada por Caín, milenios antes de nuestro nacimiento, no fue ajena a ese estado de espíritu. Cuando su hermano más joven, Abel, ofrecía en sacrificio las primicias de su rebaño, Dios lo miraba con agrado. Las suyas, no obstante, eran rechazadas, pues el Creador no podía recibir con alegría los frutos mediocres que le ofrecía.
Al verse rechazado por Dios, Caín se quedó extremadamente irritado, y el Señor le dijo: “¿Por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?; pero, si no obras bien, el pecado acecha a la puerta y te codicia, aunque tú podrás dominarlo” (Gén 4, 6-7).
Caín no dio oídos a la amonestación divina. Pensando que era posible huir de la mirada omnisciente del Altísimo, llevó a Abel, su hermano, al campo y allí cometió el primer asesinato de la Historia. La sangre inocente clamó a Dios por venganza, que no tardó en castigar al culpable.
Aquellos que, como Caín, se resisten a oír la voz de Cristo que los llama a la conversión, tienden a caer en la desesperación: “Almas culpables, no tengáis miedo del Salvador; es principalmente por vosotras que bajó a la tierra. No renovéis nunca el grito de desesperación que pronunció Caín: ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla’ (Gén 4, 13). ¡Qué mal conocéis el Corazón de Jesús!”.5
A veces parece que Dios nos abandona
Cierta clase de personas se esfuerzan por alcanzar la virtud: rezan mucho, se confiesan con frecuencia, hacen buenos propósitos, pero recaen en sus faltas y tienden también a desanimarse.
La consideración de nuestra flaqueza debe, sin duda, ayudarnos a practicar la virtud de la humildad pero permitir que nos cause desánimo sería el peor de los males. “¿María Magdalena no había llevado una vida escandalosa? Sin embargo, la gracia la transformó instantáneamente. Sin transición, de pecadora se convirtió en una gran santa. Ahora bien, la acción de Dios no se ha acortado. Lo que ha hecho por otros, puede hacerlo también por vosotros. No dudéis de ello: vuestra oración confiada y perseverante obtendrá la curación completa de vuestra alma”.6
A veces nos da la impresión de que Dios ya no quiere hablar con nosotros. La voz de Cristo no se hace oír en nuestro interior y, peor aún, parece que tampoco Él quiere oírnos. Nos sentimos abandonados.
Esa terrible prueba exige uno de los más extraordinarios actos de confianza que alguien pueda hacer. A ella están sujetos tanto el justo como el pecador. Tanto en un caso como en el otro es necesario perseverar: “Que nada altere vuestra confianza. Desde lo más profundo del abismo gritad sin cesar hacia el Cielo. Dios acabará respondiendo a vuestro llamamiento y cumplirá su obra en vosotros”.7
Conocer la hora de Dios está por encima de la capacidad de los hombres. De una cosa, no obstante, podemos estar seguros: a cierta altura de nuestra existencia oiremos la “voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia” que resuena en el silencio de nuestros corazones, susurrando “en el fondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz”.8
Los santos supieron confiar y mirar a lo alto
Especialmente intensa es la prueba del abandono en el caso de los santos. Precisamente por ser justos, se reconocen deudores de la Providencia y al sobrevenirles alguna tribulación achacan a sus propias lagunas el motivo de tal abandono. Y responden entregándose con un amor incondicional a Aquel que los hiere, sin esperar ser correspondidos.
“En su juventud, San Francisco de Sales conoció una prueba de ese tipo: le daba pánico no ser un predestinado al Cielo. Pasó varios meses en ese martirio interior. Una oración heroica lo liberó. El santo se postró ante un altar de María: le suplicó a la Virgen Inmaculada que le enseñara a amar a su Hijo aquí en la tierra con una caridad tan ardiente como su miedo de no amarlo en la eternidad”.9
Todos los santos enfrentaron dificultades que exigían de ellos lucha y confianza, confianza y lucha. Pero en los momentos más trágicos de sus vidas, supieron mirar a lo alto, esperando el momento de la intervención del Señor, y así vencieron tempestades y llegaron al puerto de la salvación. Sus corazones estaban inundados de la certeza de que Dios y la Virgen jamás los abandonarían.