Dios descendió a esta tierra de exilio atravesando las brumas del pecado sin dejarse tocar por él. Cargando sobre sí nuestras flaquezas subió con ellas al Gólgota para consumar allí su holocausto y restituir a los hombres la paz y la felicidad que habían perdido.
Era el templo restaurado por Herodes. Aunque “estaba adornado de hermosas piedras y ofrendas votivas” (Lc 21, 5), se encontraba bien lejos de poseer el esplendor y la magnificencia del anterior, erigido según la capacidad y la sabiduría de Salomón. En aquel día un matrimonio, que llevaba al más bello de todos los niños, atravesaba los umbrales del recinto sagrado con la intención de cumplir lo prescrito en la Ley a respecto de los primogénitos. Aparentemente aquella escena no tenía nada de extraordinario, pues era frecuente que las familias israelitas, procedentes de las más variadas ciudades, llegasen a Jerusalén trayendo a sus hijos para presentarlos al Señor y ofrecerle en sacrificio lo que la Ley ordenaba: un par de tórtolas o dos pichones (cf. Lc 2, 23-24). Casi siempre las madres preferían asociar esta ceremonia con aquella de su propia purificación, a la que estaban obligadas por las rígidas normas del Levítico.
No obstante, en esta ocasión el ritual de la presentación se revestía de dimensiones verdaderamente divinas y fue previsto con siglos de antelación por el profeta Ageo: “Henchiré de gloria este templo, dice el Señor de los ejércitos. Mía es la plata, dice el Señor de los ejércitos, y mío el oro. La gloria de este último templo será mayor que la del primero, dice el Señor de los ejércitos; y en este lugar daré yo la paz, dice el Señor de los ejércitos” (Ag 2, 7b-10). Y por Malaquías: “Y luego en seguida vendrá a su templo el Señor a quien buscáis, y el mensajero de la alianza, que deseáis” (Mal 3, 1b).
De hecho, aquel arrebatador infante, llevado en los brazos de su Madre para someterse humildemente a los preceptos de la Ley mosaica, era el Señor mismo, el Hijo Unigénito de Dios, nacido bajo el dominio de la Ley para rescatar a los que a ella se encontraban sujetos (cf. Gál 4, 5)
Día de júbilo y de gloria aquel en el que por fin las profecías alcanzaban su realización y el Divino Niño comenzaba a ser reconocido por “todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38).
“Una espada traspasará tu alma”
Entrando en el templo, María y José se encontraron con un anciano de venerable aspecto que, lleno de esperanza, se dirigía también hacia allí, inspirado por el Espíritu Santo (cf. 2 , 27). Al ver al Niño Jesús, el viejo Simeón, a quien se le podría llamar el “varón de la esperanza”, comenzó en seguida a bendecir a Dios y a profetizar a respecto de Él, dejando admirados a su padre y a su madre (cf. Lc 2, 33). Asimismo Ana, la profetisa, que en el mismo recinto se encontraba se puso a hablar sobre Él, convirtiéndose en una de las primeras anunciadoras de la misión redentora de Jesús. Los corazones de María y José se llenaban de gozo al oír todas estas palabras y constatar que Dios se había dignado comunicar igualmente a otras almas el inefable misterio del cual ambos eran depositarios y manifestarles la presencia de Cristo en el mundo.
Simeón cogió al Niño en sus brazos y, tras haber sido pagado el impuesto correspondiente, lo entregó a su Madre diciéndole: “Una espada traspasará tu alma” (Lc 2, 35).
¡Qué contraste impresionante! Ahí estaba ese matrimonio primero entre todos, dos criaturas escogidas por Dios para servir de arquetipo a la humanidad: María y José. En esos momentos de consolación, en los que la Luz que venía del cielo para revelarse a las naciones empezaba a difundir sus primeros rayos, ya se abría de una manera oficial la “vía dolorosa” que el Señor indicaba a su santa Madre. La alegría que María tenía por poseer un Hijo que es Dios y de pertenecer a un Dios que es su Hijo se transformaba en ese instante en tristeza. Auge de gozo y auge de aflicción se conjugaron en el corazón de la Virgen: ¡cuánta perplejidad en esa ocasión en la que todo debía ser júbilo y, sin embargo… “una espada traspasará tu alma”!
Por el pecado, el sufrimiento es inherente a la condición humana
¿Por qué ha querido Dios unir el dolor a la alegría en una auténtica paradoja, inevitable en la vida del hombre? Todos nosotros, a causa de las inclinaciones de nuestra naturaleza, propensa siempre a buscar la felicidad y huir de cualquier sufrimiento, somos incapaces de comprender esta maravilla si no fuese por especial auxilio de la gracia. Fuera de la filosofía cristiana iluminada por la fe, el problema del dolor ha sido constantemente algo difícil de resolver. Mientras que algunos lo conciben como un mal a ser evitado a toda costa, otros —yéndose al extremo opuesto— lo consideran imprescindible y llegan a hacer de él un placer malsano y amargo, única escapatoria para su falta de esperanza.
La Iglesia, por el contrario, ha tratado invariablemente este asunto de forma equilibrada. En virtud del pecado original, el sufrimiento se ha vuelto inherente a la condición humana y el hombre debe servirse de él para el servicio de Dios transformándolo en fuente de méritos y hasta de gloria.
A respecto de cómo los hombres, tantos los buenos como los malos, soportan las tribulaciones, escribe San Agustín: “Aunque los buenos y malos sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa. Porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y, con un mismo trillo se quebranta la arista, y, el grano se limpia… Así tambiéuna misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima”.1
Cristo quiso asumir nuestra carne en estado padeciente
Para que conozcamos a fondo todo el valor que se desprende del dolor aceptado santamente, nos basta con observar que ese fue el camino escogido por la Providencia para el propio Hombre-Dios y su Madre Santísima. Cuando nos acercamos a un altar de cualquier iglesia de la tierra, siempre encontraremos que está presidido un Crucifijo; y a los pies de esa Cruz, indisociable de su Hijo, imaginamos a esa Madre que llora: Stabat Mater dolorosa, juxta crucem lacrimosa…
Es sabido que en la teología que para rescatar al género humano habría bastado que Nuestro Señor Jesucristo ofreciese a Dios Padre un simple gesto, una corta palabra o, incluso, un abrir y cerrar de ojos, ya que sus actos tienen un valor infinito. 2 Por lo tanto, una única gota de sangre que hubiera vertido en la Circuncisión hubiera sido suficiente para consumar la obra de la Redención.3
No obstante, decretó el Padre Eterno que Él sufriese la Pasión y Muerte de Cruz, pues no podía permitir que a su Verbo —“resplandor de luz eterna, y un espejo sin mancilla de la majestad de Dios, y una imagen de su bondad” (Sab 7, 26)— fuese negada una gloria en plenitud y esplendor. Por su ilimitado amor a su Unigénito, Dios permitió las ignominias de la Flagelación, las humillaciones del Ecce Homo, la extenuación del Vía Crucis y los tormentos de la Crucifixión. El Hijo que por su naturaleza divina no era capaz de sufrir quiso asumir nuestra carne en estado padeciente y no en cuerpo glorioso como correspondería a su Alma, que se encontraba en la visión beatífica desde el primer instante de la Encarnación.
Actuando de esta manera, no tenía Dios en vista solamente obrar la Redención de forma más espléndida, sino que quiso proponerles a los hombres de todos los tiempos el modelo perfecto al que deberían imitar. Así se expresa al respecto de este tema el piadoso P. Andrés Hamon: “Cuando Dios, en sus eternos decretos, decidió la Encarnación del Verbo, se propuso presentar a los ojos de los hombres el modelo de vida nueva que debería salvarles. Como hombre, el Verbo Encarnado les mostraría el camino; como Dios, les daría la garantía de la perfección del modelo. Sus virtudes serían imitables, pues serían la acción de un hombre; y una regla segura, ya que serían la acción de un Dios”. 4
El misterio profundísimo de la Cruz
Ahora bien, cuando contemplamos al Hombre Dios nos topamos con este profundo misterio: Él, el Omnipotente, el Señor de la Gloria, a quien los ángeles adoran sin cesar, “habiéndose hecho semejante a nosotros en todo, a excepción del pecado” (Heb 4, 15), sufrió las contingencias de la condición humana como el hambre, la sed, el sueño o la fatiga.
Para la mentalidad del hombre moderno —invadida por la idea de un triunfalismo mal comprendido, de la que ha desaparecido casi por completo el verdadero sentido del dolor—, la figura de Nuestro Señor Jesucristo clavado en la Cruz, clamando al Padre la magnitud de su abandono, se presenta como la de un fracasado. “Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado” (Is 53, 4).
Debemos procurar discernir la sublime lección contenida en el Sacrificio del Calvario, cuya renovación incruenta se opera diariamente en todos los altares del mundo. En su poema El Triunfo de la Cruz, canta San Luis María Grignion de Montfort: “Es la Cruz, sobre la tierra misterio profundísimo, que no se conoce sin muchas luces. Para comprenderlo es necesario un espíritu elevado. Sin embargo, es preciso entenderlo para que nos podamos salvar. […] La Cruz es necesaria. Es preciso que suframos siempre: o subir al Calvario o perecer eternamente. Y San Agustín exclama que somos réprobos si Dios no nos castiga y nos prueba”. 5
Dios quiso que el hombre se sometiera a la prueba
La vida en el Paraíso Terrenal estaba exenta de cualquier incomodidad. El hombre estaba sumergido en la felicidad: la vegetación se encontraba a su disposición, los animales le servían, no existían las enfermedades ni el cansancio y, por especial favor del Creador, la amenaza de la muerte no le alcanzaba. También su alma vivía en paz, ya que gracias al don de la integridad la carne y el espíritu no entraban en conflicto y todas las pasiones se ordenaban a la luz de la Fe.
No obstante, en medio de aquella agradable existencia llena de delicias, Dios quiso que hubiese una prueba y consecuentemente un pequeño dolor: “Mas del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas: porque en cualquier día que comieres de él, ciertamente morirás” (Gén 2, 17).
Convenía que Dios, la seriedad infinita, exigiese al hombre un tributo de su sumisión mediante el cual le demostrase la autenticidad de las alabanzas y honores que prestaba a su Creador. La aceptación de esa prueba suponía una renuncia magnífica y un homenaje sin par que salía de la humanidad desde su mismo nacimiento y se elevaba hasta el trono de Dios.
El pecado y sus consecuencias
Adán y Eva, empero, sucumbieron a la tentación. Quizás les hubiera sobrevenido la idea, no explícitamente, de que no debería existir el más leve dolor en el orden de la creación y ante la prueba que Dios le imponía adoptaron una actitud de rebelión interior, impulsados a robar la propia honra de Dios.
Nuestros primeros padres pecaron. Y la caída trajo consigo el castigo, sentencia proferida por el mismo Dios: “Multiplicaré tus dolores […] maldita sea la tierra por tu causa; con grandes fatigas sacarás de ella el alimento en todo el curso de tu vida” (Gén 3, 16-17).
El pecado produjo una revolución en esa armonía interior y exterior en la que vivían antes: el hombre se encontró por sorpresa rodeado por miles de peligros de la naturaleza, los animales se volvieron hostiles, la tierra produjo espinas y abrojos, y se vio obligado a comer el pan con el sudor de su frente (cf. Gén, 18-19). Su alma se convirtió en víctima de malas inclinaciones, sujeta al error y a la rebeldía de los instintos contra los dictámenes de la razón. Y la Historia comenzó a registrar una ardua y dolorosa peregrinación de la humanidad en guerra constante contra sí misma, conforme dice el Libro de Job: “¿No es una lucha la vida del hombre sobre la tierra?” (Job 7, 1)
La culpa de nuestros primeros padres atrajo sobre ellos y sobre su posteridad la maldición y la pérdida de la amistad de Dios, reparable solamente por medio del Bautismo y de la gracia. Y alcanzó también al orden del Universo, del cual Adán había sido hecho rey: “Tú le has dado poder sobre las obras de tus manos; todo bajo sus pies lo has sometido” (Sal 8, 7).
Afirma San Pablo: “Ella [la creación] quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto” (Rom 8, 20-22).
Un Dios abrazado a la Cruz
A pesar de haber manchado a la Creación, el pecado no ha conseguido frustrar los planes de Dios, como pretendía el demonio. El Señor determinó, en sus insondables designios de misericordia, que establecería un orden del Universo aún más hermoso y esplendoroso, nacido de la Encarnación y del sacrificio de su Hijo Unigénito.
En la armonía de este nuevo orden tendría que predominar el papel del dolor. Habiendo sido mal correspondida la prueba en el Paraíso, la vida de la gracia, que la Redención trajo, no se podría concebir sin sufrimiento, de manera a que los “degradados hijos de Eva” reparasen la falta de sus padres.
Era preciso que los hombres adorasen a Dios abrazado a la Cruz, el Vir dolorum previsto por Isaías, clavado sobre el madero del oprobio y de la ignominia, tuvieran ante el Hombre Dios moribundo todas las ternuras y veneraciones de las que el corazón humano es capaz.
Él descendió a esta tierra de exilio, atravesando las brumas del pecado sin dejarse tocar por éste, y cargando consigo nuestras flaquezas, con las que subió al Gólgota para consumar allí mismo su holocausto y restituir a los hombres la paz y la felicidad que habían perdido.
Bien es verdad que a lo largo de sus tres años de vida pública tuvo a los ojos del mundo un periodo brillante, durante el cual las multitudes iban en su búsqueda, ansiosas por oír sus enseñanzas y beneficiarse de sus milagros. En su entrada solemne en Jerusalén el gentío cantaba “Hosanna al Hijo de David” (Mt 21, 9). Hubo, incluso, aquellos que quisieron proclamarle rey (cf. Jn 6, 15). Mas en medio de todos esos éxitos el peor de los dolores se incrustaba en su Corazón, delineando su misión de Siervo Sufridor y proyectando una sombra sobre el futuro que le esperaba: la brutal falta de correspondencia de aquellos que más deberían reconocerle. “Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11).
Si en su trayectoria terrena Nuestro Señor hubiese recibido continuamente las glorificaciones que tuvo en el Tabor o el Domingo de Ramos, algo de esa bienquerencia suya por los hombres y su disposición de entregar su vida por ellos habría dejado de resplandecer a nuestros ojos y no comprenderíamos lo suficiente el misterio de amor que se discierne en la Cruz y en el Santo Sepulcro. “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Hemos sido llamados a colaborar en la obra de la Redención
Movido por su ilimitado amor a los hombres, Jesús quiso también que ellos participasen de su dolor. No necesita del concurso humano para redimirnos, ya que la Preciosísima Sangre derramada en la Pasión bastaba para borrar los pecados de infinitas criaturas, pero deseaba que nos asociáramos a sus sufrimientos y que fuéramos partícipes de sus méritos y de su gloria. Ese es el simbolismo del agua que el sacerdote añade al vino en la preparación del cáliz para el Santo Sacrificio. Nuestros dolores, de sí, valen mucho menos que unas pocas gotas de agua, pues la mayoría de las veces están contaminadas por imperfecciones y miserias; mas unidas al “vino que engendra vírgenes” se pueden convertir en una “misma y única bebida de salvación”.6
San Pablo mostró haber penetrado a fondo en ese misterio al escribir su epístola a los Colosenses en estos términos “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Este pasaje es comentado de este modo por Tanquerey: “Ciertamente, esta Pasión es, no solamente completa, sino abundante y superabundante. No obstante, como Jesús es la cabeza de un cuerpo místico, del cual todos nosotros somos sus miembros, la Pasión de este Cristo místico se completa cada día en sus miembros sufridores, y ella no estará terminada sino cuando el último de los elegidos haya sufrido su parte de los dolores de Cristo. […] Entonces el dolor tendrá un sentido, así seremos verdaderamente los colaboradores del Divino Salvador en la obra de la salvación de las almas”.7
Crisol donde Dios lanza a las almas muy amadas
Teniendo en consideración todo esto, el papel del dolor en la vida del hombre adquiere una perspectiva tan elevada que deja enteramente sin propósito cualquier queja o inconformidad de nuestra parte en relación a la cruces que Dios tenga por bien enviarnos.
En la aceptación total de la voluntad divina encontramos el mejor medio de restituir al Creador la gloria que le fue negada por la primitiva desobediencia, al manifestarle con un acto de conformidad a sus designios nuestro tributo de amor y reparación a su Majestad ofendida.
Al mismo tiempo, si echamos a andar en las veredas del dolor con ánimo resuelto, nos es ofrecida la ocasión de alcanzar preciosos beneficios para el progreso de nuestra vida sobrenatural. La tendencia innata al hombre hacia el egoísmo fácilmente le hace olvidarse de Dios cuando la felicidad y el éxito van detrás de las acciones que han emprendido. La adversidad es un poderoso auxilio para purificar al alma del apego excesivo a las criaturas, obligándola a considerar la futilidad de los bienes pasajeros y volverse a Dios, único Bien del cual todo se puede esperar.
Tal disponibilidad ante el sufrimiento confiere un carácter respetable a aquél sobre quien se abate, haciéndole digno de admiración.
En los días de hoy el sentido cristiano de la palabra “admirable” se va perdiendo, dando lugar a conceptos desfigurados, según los cuales el hombre que quiere alcanzar la plena realización de su personalidad debe tener éxito en la vida, andar de victoria en victoria, sin que jamás sea molestado por ningún revés o dificultad; sólo de esta manera se hará merecedor del aplauso y aceptación de los demás. La experiencia histórica nos revela lo contrario: los hombres sufridores, que a lo largo de su existencia han tenido que enfrentar peligros, angustias, incomprensiones e, incluso, aparentes catástrofes, pero que fortalecidos por la gracia divina acabaron venciendo, esos sí son verdaderamente dignos de la aprobación de los demás y el beneplácito de Dios.
El dolor es el crisol donde la Providencia lanza a las almas muy amadas, en quienes reposa una predilección especial de su parte, para recoger de ellas tan sólo la plata finísima, libre de impurezas. El Libro del Eclesiástico arroja una luz sobre esta atrayente temática: “Hijo, si entras al servicio de Dios, persevera firme en la justicia y en el temor, y prepárate para la prueba. Domina tu corazón, y ten paciencia; inclina tus oídos, y recibe los consejos prudentes, y no te impacientes en tiempo del infortunio. Aguarda con paciencia lo que esperas de Dios. Estréchate con Dios, y ten paciencia, a fin de que en adelante sea más próspera tu vida. Acepta todo cuanto te enviare. En medio de los dolores sufre con constancia, y lleva con paciencia tu abatimiento. Pues al modo que en el fuego se prueba el oro y la plata, así los hombres aceptos se prueban en la fragua de la tribulación” (Eclo 2, 1-5).
Dos actitudes ante la tragedia
Recibido con resignación o con sobrenatural entusiasmo, el dolor enaltece al hombre y le invita a una donación generosa de sí mismo, de la que en la prosperidad tal vez no se hubiera juzgado capaz. Pueden existir circunstancias infelices que, de modo inesperado, reducen a la derrota a alguien que antes había sido coronado por el éxito. Contemplando su propia tragedia podrá llorar lamentándose de su fracaso y hundirse en el abatimiento y en la rebeldía contra Dios; o bien, se erguirá con una grandeza de alma triunfal, comprendiendo la belleza de su desgracia, ya que esta le aproxima más a la Divina Víctima del Calvario.
En unas palabras dirigidas a los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el 1 de febrero de este año, así se expresó el Papa Benedicto XVI: “Jesús sufre y muere en la cruz por amor. De este modo, bien considerado, ha dado sentido a nuestro sufrimiento, un sentido que muchos hombres y mujeres de todas las épocas han comprendido y hecho suyo, experimentando profunda serenidad incluso en la amargura de duras pruebas físicas y morales.” 8
En el momento en el que el hombre se abraza a la Cruz y la acoge como un regalo de la espléndida generosidad divina, se manifiesta todo el poder sublime y a la vez misterioso del holocausto. Su dolor se vuelve fecundo y provechoso, más eficaz en el orden de la Comunión de los Santos y en la realización de los designios de Dios que en sus esfuerzos naturales o demás obras apostólicas suyas. Ofrecido el sacrificio, algo en el alma germina, nace y engendra frutos, elevándose ante Dios como oblación grata e inmaculada, y dando al hombre una alegría y una paz interior que todas la riquezas y glorias del mundo jamás podrán proporcionarle.
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Durante esta Cuaresma y, de manera especial, en los días llenos de imponderables serios y graves de la Semana Santa, acerquémonos a los pies de la Cruz donde está suspendido el Salvador, abandonado por casi todos —sobre todo en este siglo en el que tantas y tantas personas sólo buscan el placer y el bienestar personal— y pongamos en las manos de la Mater Dolorosa, cuya alma fue traspasada por una espada del dolor, toda nuestra entrega y disposición de padecer por Cristo y por su Iglesia. Las lágrimas de María purificarán nuestra ofrenda de las eventuales miserias que puedan mancharla y la harán útil para la edificación de su Reino y el triunfo de su Inmaculado Corazón.
1 AGUSTÍN, San. La Ciudad de Dios, l. 1, c. 8. 2 Cf. ROYO MARÍN, OP, Fr. Antonio. Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, p. 324. 3 Cf. DENZINGER-HUNEMAN, n. 1.025. São Paulo: Loyola, 2007. 4 HAMON, M. André-Jean-Marie. Méditations. Paris: Librairie Lecoffre, J. Gabalda et Cie, Éditeurs, 1933, vol I, pp. 55-56. 5 MONTFORT, San Luis María de. Carta circular a los amigos de la Cruz. Cántico “El Triunfo de la Cruz”. Trad. Maria Helena Montezuma Pohle. Rio de Janeiro: Santa Maria, 1954, pp. 67-68. 6 Cf. CANTALAMESSA, Raniero. Obediencia. Trad. por Ricardo M. Lázaro Barceló. 3 ed. Valencia: Edicep C.B, 2002, p. 71. 7 TANQUEREY, Adolphe. La divinisation de la souffrance. Paris-Tournai-Rome: Desclée et Cie, 1931, pp. IX-X. 8 Ángelus, 1/2/2009. |
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