Admirando la pulcritud de un monumento, un vitral o un órgano, el pequeño Plinio buscaba con avidez el arquetipo del cual toda esa belleza emana. Y lo encontró en su más tierna edad, mientras contemplaba una imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
Cuántas multitudes encontraron al divino Maestro andando por las plazas o por las estrechas calles de Jerusalén y Cafarnaúm, prodigando milagros y curando enfermos, por el simple contacto con la orla de su manto!
Dr. Plinio con 4 años, en París
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Los Apóstoles, sin duda, fueron los más privilegiados, porque vivieron tres años con Nuestro Señor Jesucristo y presenciaron las situaciones más emocionantes, viéndolo caminar sobre las aguas, multiplicar los panes y los peces, predicar a las multitudes, resucitar al hijo de la viuda, curar a diez leprosos de una vez, liberar de los demonios a los posesos, absolver a la mujer adúltera y confundir a los fariseos, perdonar los pecados al paralítico y ordenarle que se levante, coja su camilla y se vaya para su casa… Y también pudieron admirarlo, lleno de ira, trenzando un látigo y expulsando a los mercaderes del Templo, derribando las mesas de los cambistas y desparramando su dinero por el suelo. O contemplarlo, en la intimidad, almorzando en casa de Lázaro o estando con ellos a solas en el mar de Galilea y dormir en la barca, sin importarle que el cojín sobre el que se reclinaba hubiera sido usado por pescadores. Y después, durante la tempestad… verlo calmando los vientos y el mar con una sola palabra.
Aquella intensa convivencia les causaba, al mismo tiempo, asombro, admiración, cierto temor, pero ¡gran confianza! ¿Veían a Dios? No. Veían a un hombre, que no tenía personalidad humana, porque era el propio Verbo de Dios, la Luz del mundo, que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).
San Juan, en los versículos iniciales de su primera carta, afirma: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos” (1, 1-3).
Los Apóstoles, especialmente San Juan, tuvieron esa experiencia de poder acercarse a Dios, palparlo, sentir sus manos apoyándose en sus hombros y recibir el influjo de las gracias que de Él dimanaban. Sin embargo, esto que al discípulo amado le fue revelado hace casi dos mil años, un niño lo vio nada más cruzar las puertas del santuario del Sagrado Corazón de Jesús, de São Paulo, y sus ojos se detuvieron por primera vez en la imagen del Salvador. Nos encontramos, por tanto, ante uno de los espectáculos más bellos de nuestro tiempo: la historia de ese niño completamente fuera de lo común, Plinio Corrêa de Oliveira, que no vio a Nuestro Señor como muchos en Israel, sino que, siglos después de su nacimiento, vida y muerte en la cruz, lo conoció mirando una imagen.
Y cuando el Dr. Plinio disertaba acerca del Sagrado Corazón de Jesús, explicaba con impresionante propiedad lo que había “visto y oído”, como observaremos a lo largo de este artículo.
“¡He aquí a quien yo buscaba!”
A los cinco años, habiendo comprendido quiénes eran su padre, su madre, sus tíos, su institutriz y muchas otras personas, Plinio había hecho ya una clasificación de todos ellos, dándose cuenta de la jerarquía existente entre las almas: “Éste es diferente de aquel. Aquel podría ser un prototipo de éste porque es más que el otro, pero tampoco es completo…”. En cierto momento, ávido en su búsqueda de lo arquetípico, se le planteó un problema: “¿Quién está en el auge de esa clasificación? ¿Dónde está el pináculo que representa a todos los demás? Porque veo el bien en mamá, veo cualidades en los otros, pero esto ¿de dónde emana?”.
Después, admirando la pulcritud de un monumento, un mueble, un jarrón, un vitral, un órgano, se preguntaba: “Estos objetos son muy bellos, pero tiene que haber un punto de donde todo parte. ¿Dónde está el arquetipo?”.
La respuesta a esta pregunta la obtuvo cuando se aproximó a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que está en el altar lateral izquierdo de la parte delantera de la iglesia del mismo nombre, en São Paulo. Puede decirse que en este encuentro se dio el fiat lux, la chispa inicial, ya efectiva y no sólo afectiva, de su unión con Nuestro Señor.
Y como veía más las almas que las fisonomías, a causa del discernimiento de los espíritus y del profundo don de contemplación con los que la Providencia le había dotado, no percibió inmediatamente la escultura, sino que primero penetró en el alma del divino Salvador. ¡Allí estaba la síntesis, el modelo más elevado, que reunía toda la bondad y la verdad que veía en las demás almas, todas las bellezas diseminadas a su alrededor! Las virtudes que la gente debería tener y no tenía, o que algunas tenían de forma incompleta, encontraban su unum en Nuestro Señor Jesucristo. Los palacios, las catedrales, los órganos, los vitrales; en fin, todo el resto que admiraba, tenía un nexo lógico con Él porque sólo se explicaba en función de Él y estaba coadunado y armonizado alrededor de Él. Entonces llegó a la conclusión: “Ah, ¡aquí está el arquetipo de la humanidad y de todo lo que existe, el punto monárquico de todo el universo material y espiritual creado! ¡He aquí a quien yo buscaba!”.
Un discernimiento profundo de quién es y cómo es Nuestro Señor
No es que la imagen del Sagrado Corazón cobrase vida, se trata de resaltar el hecho de haber podido discernir el alma correspondiente a aquella imagen. Con el paso del tiempo, el Dr. Plinio se dio cuenta de que la propia configuración de la imagen era inferior a lo que veía, pues le había ocurrido, como con otros muchos objetos, que la “ ‘arquetipizó’ involuntariamente como resultado de su inocencia”.1 Así, el secreto no estaba en aquella obra de yeso concebida por un artista, sino en una gracia de contemplación infusa que le mostraba quién era Nuestro Señor.
Jesús y sus discípulos en el lago de Genesaret, por Carl Wilhelm Friedrich Oesterley – Colección particular.
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Para apreciar bien el valor y la sustancia de las explicaciones del Dr. Plinio y aprovecharlas mejor, nos será útil considerar aquí la doctrina clásica de la Iglesia sobre la contemplación, en la que actúan los dones del Espíritu Santo, sobre todo el de sabiduría, y aplicarla después al caso concreto del Dr. Plinio.
“De diversos artículos de Santo Tomás acerca de esta materia puede deducirse que la contemplación es una visión simple e intuitiva de Dios y de las cosas divinas, que procede del amor y lleva al amor”.2
Causa impacto la expresión “visión simple e intuitiva”, porque significa que es una percepción directa, que no procede del razonamiento, sino del amor, por la que se sienten las cosas sobrenaturales.
“Dios es quien llama al alma a la contemplación; porque, según confiesan todos los místicos, es ésta un don esencialmente gratuito. […] Sólo Él puede poner al alma en el estado pasivo o místico, tomando las potencias para obrar en ellas y por ellas con el libre consentimiento de la voluntad: es una especie de posesión divina; y, como Dios es el dueño absoluto de sus dones, interviene en el alma cuando quiere y como quiere”.3
Por lo tanto, Dios es quien toma la iniciativa, elevando al alma por esa experiencia interior, sin quitarle, no obstante, la libertad. Siempre hay que tener en cuenta que como existe el libre albedrío, el alma podría rechazar esa gracia.
En el caso de Plinio, Dios tomó su inteligencia y voluntad al comienzo de su infancia y, de hecho, esa “posesión divina”, para usar las fortísimas palabras del teólogo francés, es lo que se percibe en sus fotografías de pequeño. Veamos ahora, por su propia narración, cómo sucedió esto:
“Las gracias que recibí de pequeño en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, a pesar de ser todavía un niño, teniendo como una visión de quién era Él y de cómo era Él, fueron muy, pero muy profundas. Y en cuanto a amplitud de vistas, que luego me ayudarían a hacer más explicitaciones, fueron gracias de una profundidad tal que, salvo un fenómeno de la vida mística, que no tuve, dudo que pudiese conocer, en cuanto niño, más de lo que conocí entonces”.
Dios quiso manifestarse a Plinio como a Moisés en la zarza ardiente, pero con la particularidad de que esta visión, fruto de su vida mística, lo acompañó siempre. No había un momento, fuese en tiempos de aridez, o de consuelo, en que acercándose a esta imagen para rezar no viese el alma de Nuestro Señor. Estaba allí… permanentemente. Y, terminada su vida terrenal, se fue a la eternidad con ese discernimiento…
Analizando la mentalidad de Nuestro Señor Jesucristo
¿Qué veía Plinio en esa alma? Sabía que era el Hombre Dios, ya que su madre, Dña. Lucilia, se lo había explicado claramente, pero la noción teológica la tenía nebulosa. Sin embargo, esa convicción era suficiente para sus reflexiones de niño y a partir de ahí aplicaba el discernimiento de los espíritus y el don de sabiduría a Nuestro Señor para hacer un análisis psicológico respecto a Él y describir su mentalidad:
“Era de una elevación de pensamientos y de vías absolutamente excelsa, por la cual los criterios con los que Él consideraba todas las cosas eran de una superioridad que dejaba a cualquiera sin paralelo posible. Estaba, desde luego, a una altura inaccesible para el hombre”.
Interior del santuario del Sagrado Corazón de Jesús, São Paulo (Brasil)
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El primer elogio a Nuestro Señor que sale espontáneamente de los labios de Plinio es sobre la “elevación de pensamientos”. Por lo tanto, estas altas reflexiones, que llegó a discernir con tan corta edad, eran uno de los aspectos que más le atraían. Y también la elevación “de vías”, es decir, la práctica de la virtud con un amor íntegro, imposible de haber uno mayor, siendo el pináculo de los pináculos. Continúa el Dr. Plinio:
“Viéndolo en cuanto hombre, se comprendía lo que en el hombre resplandecía de divino. De hecho, yo entendía que aquella elevación era inherente a Dios y que su humanidad estaba en actitud permanente de contemplación y adoración de su propia divinidad y de las tres Personas de la Santísima Trinidad”.
Es una afirmación asombrosa, teniendo en cuenta que eran las impresiones de un niño: Jesús, perfecto en su humanidad, con inteligencia, voluntad y sensibilidad, refleja la Santísima Trinidad a través de la voz, la mirada y el porte, al mismo tiempo que presta un acto de adoración permanente a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
Llamado por la Providencia para contemplar la “arquitectonía” del orden del universo, Plinio trataba, sobre todo, de formarse una idea del todo de Nuestro Señor Jesucristo, en sus reversibilidades. Percibía que las más variadas virtudes, aparentemente contrarias, se conjugaban en su alma, revirtiéndose unas en las otras y centradas en un equilibrio armónico:
“Desde el punto de vista más profundo del cual yo podría comprenderlo, percibía una elevación prodigiosa, con la característica de ser una fusión armónica, en un nivel indeciblemente alto, de las virtudes más opuestas. Por ejemplo, una fuerza incomparable y una bondad también incomparable. Una severidad inquebrantable y un perdón de una dulzura sin fin. Una superioridad divina, pero al mismo tiempo, la posibilidad de abajarse no sólo hasta la última persona, sino hasta un perrito. Estoy seguro de que si un perrito se le acercase se alegraría con eso y beneficiaría al animal. […] Un poder para tranquilizar y, por otro lado, ¡mover a la lucha y a la batalla! Imagínense todo eso unido y formando una armonía. En esta armonía se encontraría lo mejor que mi percepción podía alcanzar a ver en su naturaleza humana en cuanto transparencia de la divinidad.
“No era capaz de explicitarlo completamente, pero lo que con fuerza había en mi cabeza es el hecho de que reunir virtudes tan diversas está por encima de la capacidad humana y que quien las conciliaba en tal grado de perfección y de un modo profundamente armónico no podía dejar de ser sino Dios”.
“¡Cómo Él es amigo del orden universal!”
Sin embargo, había un punto en el alma de Nuestro Señor hacia el que todas esas luces convergían, que encantaba al pequeño Plinio, porque era como un sol para las demás virtudes. En ese punto sentía una peculiar consonancia de su alma con la de Nuestro Señor Jesucristo, encontrando la plenitud substancial de lo que específicamente era llamado a reflejar, esto es, el orden del universo, resaltada, dentro de este orden, la grandeza sabia:
Imagen que preside la nave lateral del santuario
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“¿Cuál es ese punto? Me agrada pensar que es una grandeza que contiene todos los abismos de perfección de Nuestro Señor. Por lo que Él es grandísimo en su sabiduría al considerar toda la Creación y aquello que podríamos llamar el punto alfa de la Creación, el punto más alto, que, en última instancia, es Él mismo. Porque Él es Hombre Dios y, en cuanto Dios, está infinitamente por encima de la Creación; pero, en cuanto Hombre, es el pináculo de toda la Creación. Entonces, ¿cómo considerarlo? Él es la sabiduría, de seriedad infinita, que ve todas las cosas por sus aspectos más altos y más profundos, por el ordenamiento que ellas tienen entre sí y amándolas porque son así, porque deben ser así”.
Y, en una reacción de asombro maravillado, concluyó:
“¡Oh, oh! ¡Cómo Él es amigo del orden universal! ¡Cómo es coherente con el orden universal! Ama todas las cosas según el orden que les es propio y por el aspecto más bello que pueden dar de sí mismas. ¡Y con qué cariño las ama! […] Él es afín con todo lo que es recto y en lo que no hay pecado”.
Elevación de pensamientos, bondad, grandeza, seriedad, orden universal… Todo ello lo aprehendía en un vuelo de intuición. Tan rica era esa visión de Nuestro Señor Jesucristo que, contemplando su distinción y nobleza, lo consideraba no sólo como Dios, sino hasta como un aristócrata: “Yo pasaba delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, noble, en pie, sonriente, […] miraba y decía: ‘¡Cómo es bello! […] Si un día quisiera analizar la idea de belleza, vendría aquí a mirar su rostro porque bello, sólo Él. No hay nada tan bello. Éste es el patrón: su belleza es más de alma que de cuerpo. Pero, ¡qué cuerpo! Y detrás de ese cuerpo, ¡qué alma!’ ”.
“Todas las reglas estéticas del universo están contenidas en su rostro! […] ¡Sería inconcebible que Él no fuese hermosísimo! Pero éste es el cristal a través del cual se contempla el resto, mucho más elevado, que es una belleza de alma y un modo de ser extraordinario. Por ejemplo, estoy seguro de que en Él se manifestaban, con un relucir perfecto y reversible, el esplendor del razonamiento y la perfección de la intuición. Y de un modo armónico como no se puede imaginar”.
“Por otra parte, muy distinguido, fino, regio. No porque tenga la costumbre de mandar, ni porque los demás reconozcan en Él habitualmente ese derecho de mando, sino regio por esencia. Independientemente de lo que a los demás les parezca o deje de parecer, lo quieran o no, ¡Él es Rey!”.
El Dr. Plinio llegó a hacer una correlación entre la limpieza de la túnica y el alma. Se percibe, una vez más, que contempla mucho más de lo que en una visión común se pudiese vislumbrar, porque lo que comenta no se deduce a partir de una imagen:
“Estaba representado con un manto de un color que me atrae sobremanera: el rojo, con una discreta orla dorada que parecía indispensable a su grandeza. Sin ese oro, Él no habría sabido reverenciar su propia grandeza debidamente. Y la conciencia que Él tenía de su grandeza era algo que me encantaba. La túnica me daba la idea de que estaba perpetuamente limpísimo, sin mancha alguna, ni en el alma ni en la vestimenta. Esa limpieza se manifestaba todavía más en su cuerpo, que no sólo no tenía nada de sucio o enfermo, sino que parecía emitir luz. Y además, sus buenos modales: cómo está de pie con distinción; cómo la forma de tener el corazón es el de una persona bien educada; cómo la impostación de la cabeza es la de una persona que ha tenido buena formación; cómo la barba está bien arreglada sin presunción; ¡qué eminente y natural aristocratismo el de su cabello! Uno tiene la impresión de que ni siquiera ha pensado en su cabello pero no hay un solo mechón, no hay un solo cabello que no esté totalmente en su lugar para dar una idea perfecta de sí mismo”.
El intercambio de corazones con Nuestro Señor
Ahora, al discernir el alma de Nuestro Señor Jesucristo en aquella imagen, ¿cómo sería posible no amarlo? Es evidente que desde el momento en que tuvo conocimiento intelectual, Plinio también lo amó, y se entregó y unió a Él ¡por entero! Los labios humanos no consiguen expresar lo que es el amor de quien tuvo una experiencia mística del Bien Supremo; es indecible, inefable. Continúa su narración:
“A medida que iba observando, […] con la intuición de un niño, me sentía impregnado por todo aquello, desde fuera hacia adentro. Es decir, esas cosas no salían de mí, sino que era Él quien me las comunicaba. De ahí provenía el evidente deseo de unirme a Él. ¡Y no sólo de unirme, sino de vivir en Él!”.
El Dr. Plinio en Aguas da Prata, aproximadamente en 1920
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Plinio se iba transformando por estas gracias místicas y nunca impidió que sus efectos calasen en su alma. Debe haber ocurrido, probablemente, un fenómeno por medio del cual Nuestro Señor como que pidió permiso al pequeño corazón del niño y le dijo en su interior: “Hijito mío muy querido, te he elegido para que seas el reflejo del orden del universo creado, dentro del cual yo también estoy; que tu corazón ceda su lugar al mío, porque ahora quiero habitar dentro de ti”.
Conclusión: él hizo un intercambio de corazones con Jesús. No en un sentido físico, pero, siendo el corazón el símbolo de la mentalidad, El Dr. Plinio en Aguas da Prata, aproximadamente en 1920 Queda patente aquí cómo era el alma de un niño llamado a un altísimo grado de unión con Nuestro Señor Jesucristo Reproducción se puede decir que la mentalidad de Nuestro Señor fue infundida en él, y su corazón empezó a pulsar según Aquel a quien amaba.
Sabemos que cuando alguien abraza la vida sobrenatural suele atravesar tres etapas hasta llegar a la santidad: la purgativa, cuando se da cuenta de las miserias propias y se aparta del pecado mortal o venial, rompiendo con los malos hábitos del pasado; la iluminativa, en la que adquiere cada vez más luces y empieza a entender con más profundidad todas las verdades de la fe; y, por último, la unitiva, en la que alcanza un conocimiento y un amor hacia Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo presentes en su persona, como antes no tenía. Su oración no consiste ya en pedir ni en tener largos coloquios, sino que es la oración de simplicidad o quietud, que consiste en el abandono total en las manos de Dios.
Este final del proceso de quien ha recorrido las vías purgativa, iluminativa y unitiva y alcanzado la oración de simplicidad es lo que Plinio describe acerca de su relación con el Sagrado Corazón de Jesús en los primeros pasos de su existencia. Queda patente aquí cómo era el alma de este niño llamado a un altísimo grado de unión con Nuestro Señor Jesucristo y que creció dentro de esta perspectiva, desde el uso de razón, de tal forma que fue el substratum para resistir el recorrido hasta los ochenta y siete años. Aun cuando tuvo que pasar por los valles y montes de la aridez, no se desvió de esta visión y de este amor; se entregó sin reservas en aras de este modelo y por él sufrió. Así, fue caminando de plenitud en plenitud hasta alcanzar una cumbre que ya no estaba en el tiempo… ¡era la eternidad!
Extraído, con adaptaciones, de “O dom de sabedoria na mente, vida e obra de Plinio Corrêa de Oliveira”. Città del Vaticano-São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2016, v. I, pp. 233-256
1 Nota del editor: salvo indicación en contrario, las citas entre comillas corresponden a grabaciones realizadas por el autor durante sus conversaciones con el Dr. Plinio, o durante exposiciones hechas por éste para sus discípulos. Para conocer la ocasión y fecha exacta en que estas palabras fueron pronunciadas se puede consultar el libro original. Aquí omitimos por brevedad dichas referencias.
2 TANQUEREY, PSS, Adolphe. Compêndio de Teologia Ascética e Mística. 5.ª ed. Porto: Apostolado da Imprensa, 1955, p. 748.
3 Ídem, pp. 749-750.