El episodio que fundamenta toda la religión católica
Los Evangelios registran cuatro pasajes en los cuales nuestro Salvador les hace con toda claridad a los Apóstoles esta previsión: el Hijo del hombre será rechazado por los ancianos, escribas y sumos sacerdotes, padecerá muchos tormentos, morirá, pero al tercer día resucitará (cf. Mt 16, 2; 20, 19; Mc 8, 31; Lc 9, 22). Se cumplió plenamente esa divina profecía. E incluso en la fijación del plazo —“al tercer día”—, vemos fulgurar su infinita perfección.
Como nos enseña Santo Tomás, convenía que la Resurrección de Jesús ocurriera al tercer día, es decir, después de una permanencia en el sepulcro durante un tiempo prudencial. Por una parte, para confirmar nuestra fe en su divinidad, era necesario que no resucitase enseguida.
Por otra parte, si la Resurrección se diera inmediatamente después de la muerte, algunos podían levantar dudas sobre si había muerto de hecho.1 Así pues, “para demostrar la excelencia del poder de Cristo, fue conveniente que Él resucitase al tercer día”.2 Incluso en este pormenor, se muestra claramente el objetivo de Dios Padre: dar a su divino Hijo la mayor gloria posible.
La religión católica se fundamenta en la autenticidad de la Resurrección del Hombre Dios. El Apóstol nos enseña: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe” (1 Co 15, 14). Para nosotros es un motivo de enorme esperanza, porque al ver a Cristo resucitado cabeza del Cuerpo Místico, del cual todos somos miembros—, esperamos también resucitar nosotros un día como Él.
Las puertas cerradas no son barreras para un cuerpo glorioso
También causa admiración el modo como el Señor entró en la habitación cerrada y se presentó a los Apóstoles (cf. Lc 24, 36-43). Nos lo explica así el Doctor Angélico: “No por un milagro sino por su condición gloriosa, entró donde los discípulos, cerradas las puertas, estando en el mismo lugar junto con otro cuerpo”. Y añade un poco más adelante, citando a San Agustín: “Las puertas cerradas no se opusieron a la masa del cuerpo en que se hallaba la divinidad, pues por ellas pudo pasar Aquel que, al nacer, conservó intacta la virginidad de su Madre”.4
Además del aspecto teológico, este hecho tiene un aspecto simbólico. Así como no hay paredes materiales capaces de impedir el paso del Señor, porque Él las traspasa sin destruirlas, no hay barreras que detengan la acción de la gracia en las almas. Es la gracia la que nos abre el camino de la virtud, haciendo posible en esta tierra la verdadera felicidad, la cual no nace del pecado, sino del equilibrio, de la austeridad y de la santidad.