La Iglesia, maestra de la vida, manifiesta su divina pedagogía sobre todo a través de la liturgia. Sus ritos prescriben gestos, objetos y símbolos que ilustran las ideas —a veces sintéticas, pero siempre densas— transmitidas por los textos sagrados.
Ahora bien, llama la atención que inmediatamente después de las alegrías cristalinas, pastoriles y despreocupadas de la Navidad, la fiesta de la Epifanía traiga a nuestra consideración un panorama marcado por la división. En efecto, al narrar la visita de los Magos a Herodes (cf. Mt 2, 1-9), San Mateo describe el encuentro de la fe con la incredulidad, de la humildad con la soberbia, de la veneración con la ferocidad. Para aquellos que les sorprenda el descubrir que los príncipes de los sacerdotes colaboraron con el tirano en su cruel proyecto, San Juan explica: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11).
En la raíz del odio de los judíos hacia Cristo se encontraba su inconformidad ante el testimonio que Él daba de que “sus obras son malas” (Jn 7, 7): el apego al gozo desenfrenado y el abandono a las pasiones desordenadas les llevaron a elegir como padre al príncipe de las tinieblas (cf. Jn 8, 44) a cambio del Rey de la paz. Ése es el “mundo” —tan azotado por San Pablo— que, entero, “yace en poder del Maligno” (1 Jn 5, 19). Por eso Jesús afirmó: “Yo no soy del mundo” (Jn 17, 16). Se equivocan, por tanto, los que pretenden lograr una reconciliación entre éste y Dios.
Al igual que le ocurrió al hombre rico de la parábola de los graneros —que se jactaba diciéndose: “tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente” (Lc 12, 19) —, el Maligno nos induce a creer que este mundo es eterno… ¡Peligrosa ilusión! Porque su ruina está profetizada en el Evangelio y retratada en el Apocalipsis: la tierra, el cielo y el mar, tal como los conocemos, desaparecerán y darán lugar a otros nuevos (cf. Ap 21, 1); de nada, pues, aprovecha el apegarse a las cosas de este mundo, ya que su apariencia es pasajera (cf. 1 Co 7, 31). El mundo de los frenéticos libertinajes, de los celos y las discordias, de las envidias y las ambiciones (cf. Ga 5, 19-21), enemigo de Cristo y dominado por Satanás, está predestinado a desaparecer. Sin embargo, por ese plato de lentejas, como nuevos Esaús (cf. Gn 25, 30-34), sigue habiendo tanta gente que vende su primogenitura espiritual al demonio.
Pero el fin del mundo no es el fin de todas las cosas. Dos realidades definitivamente irreconciliables (cf. Lc 16, 26) continuarán existiendo por toda la eternidad: el Cielo y el infierno. Tras una sentencia divina irrevocable, el destino de cada uno es sellado para siempre, y no pocos son los que acaban condenándose, porque en el Cielo no entra el que obra la iniquidad (cf. Lc 13, 23-30). Por consiguiente, aunque desconozcamos nuestro futuro inmediato en la tierra, elegimos libremente nuestro futuro remoto, en la eternidad, mediante nuestras obras.
Incluso antes de que la tierra sea abrasada por el fuego (cf. 2 P 3, 12), y aunque las almas naturalistas sigan obstinadamente aferradas a sus ilusiones, este mundo desaparecerá para cada uno de nosotros en la hora de la muerte. No quedará nada de él, ni de sus espejismos, con tanta habilidad preparados y mantenidos… En aquel terrible momento, sólo existirá una alternativa: Cielo o infierno. ¿Y adónde iré yo?