Habiendo transcurrido 105 años de la tragedia, el naufragio del Titanic pone en evidencia un peligroso estado de espíritu frecuente también en nuestros días: juzgar “insumergibles” las obras de los hombres.
En la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912 hacía su viaje inaugural el mayor y más lujoso de los transatlánticos construidos hasta entonces. Con unos 270 metros de largo (eslora) y 30 de ancho (manga), llevaba a bordo a cerca de 2200 personas, entre pasajeros y tripulación. Sin embargo, nunca llegó a alcanzar su destino. El choque contra un enorme iceberg hizo que se hundiera en menos de tres horas. Se calcula que hubo más de 1500 muertos.
El naufragio del Titanic acabó siendo el más famoso de la Historia. Libros, filmes y canciones recordaron ese trágico acontecimiento, al mismo tiempo triste y lleno de enseñanzas. Museos y exposiciones presentan a los visitantes objetos recuperados después de 1985, cuando fue localizado a casi 4000 metros de profundidad. Un largometraje basado en su historia obtuvo uno de los mayores éxitos de taquilla de todos los tiempos.
Ya han transcurrido 105 años, pero la gran catástrofe no ha caído en el olvido, y el recuerdo de lo sucedido proporciona valiosas lecciones con respecto al estado de espíritu frecuente en nuestros días: juzgar “inhundible” lo que, más tarde, termina hundiéndose.
Rememoremos, con ese propósito, algunos aspectos de dicha tragedia.
¿Era realmente un barco insumergible?
Cuando el Titanic realizó su viaje inaugural, Europa vivía una época de despreocupación, placer y alegría. Al tratarse de tan prestigiosa embarcación, entre los pasajeros de primera clase se encontraban miembros de la nobleza, artistas de varios países y riquísimos empresarios. En los camarotes, salones y restaurantes, tenían a su disposición todo lo que podía haber de más suntuoso. El barco contaba también con salas de juego, baños turcos, gimnasio e incluso una pista de squash.
¿Habría sido dado al imponente transatlántico el blasfemo lema de Ni Dios lo hunde? La mayoría de los historiadores lo niega, no falta quien lo afirme, pero, como se verá más adelante, todo ocurrió como si fuera considerado de hecho insumergible.
El mismo día de la colisión con el iceberg estaba previsto llevar a cabo un simulacro de emergencia, pero fue cancelado, tal vez por el optimismo del capitán. El incendio de uno de los depósitos de carbón, que empezó antes de la salida de Southampton, no parece que preocupara excesivamente a los tripulantes, y los mensajes de alerta sobre el peligroso estado del mar que comenzaron a llegar a partir del día 12 no lograron influenciar en la navegación.
Ignorados todos los mensajes de alerta
En el atardecer del día 14 el cielo estaba sereno y el mar tranquilo. La orquesta tocaba en una atmósfera de fiesta y despreocupación. El más completo optimismo reinaba en el Café Parisino y en los demás ambientes del gigantesco buque.
Mientras tanto, el Californian, que navegaba en las proximidades del Titanic, telegrafiaba nuevas señales de alerta: “icebergs en el mar”. Nadie le dio importancia. Más tarde otro barco advertía: “bloques de hielo desplazándose”. El oficial de turno transmitió el mensaje al comandante, el cual se lo llevó al director de la empresa de navegación, que andaba paseando con dos damas por la cubierta, pero cuando recibió el aviso siguió su camino.
A la hora de la cena, los restaurantes estaban repletos. Entretanto llegaron tres mensajes más que avisaban de la proximidad de grandes icebergs. A las 22 h el capitán se retiró para iniciar el tranquilo sueño de quien considera imposible que su barco se pudiera hundir. Poco a poco los pasajeros se fueron recogiendo y las luces de salones y camarotes, apagándose. Mientras, los bloques de hielo se iban acercando.
A las 23:40 h el vigía de la cofa vio delante del barco al fatal iceberg e hizo sonar las alarmas. El oficial de turno dio las órdenes necesarias para evitar la colisión, pero… ya era demasiado tarde. El choque produjo un agujero de 90 metros en la parte derecha de la embarcación, por donde entraba agua en cantidades incontrolables. El Titanic se detuvo bruscamente. Mientras varios tripulantes percibían que la herida era mortal numerosos pasajeros, unos jugando, otros fumando, sintieron el golpe y vieron la inmensa masa de hielo, pero continuaron tranquilos.
¡El Titanic no puede hundirse!
Algunos pasajeros salieron de sus camarotes curiosos por saber qué estaba pasando, varios ya con los pies mojados. Aún así, no se estaban dando cuenta de que el barco se hundía. ¿Por qué? Sencillamente porque… el Titanic era inhundible. Después de todo, ¿cómo iba a sufrir un naufragio un barco de aquel porte, en una noche calma y hermosa como aquella? Esa era la mentalidad de los pasajeros, reflejo de la mentalidad de la época.1
Cuando la gravedad de los daños se hizo evidente, los telegrafistas empezaron a enviar llamadas de socorro, en tanto la tripulación preparaba los botes salvavidas. Los pasajeros no sabían cómo actuar en una emergencia de ese tipo. Se diría que esas barcas habían sido colocadas sólo a efectos decorativos…
Cuando el buque comenzó a inclinarse, algunos pasajeros entraron en pánico, otros seguían divirtiéndose. La orquesta se trasladó a la cubierta, donde los acordes de su música se mezclaban con los gritos de las órdenes de que la gente entrara en los botes de salvamento.
La mayoría de éstos se alejaba sin completar su capacidad. Uno que tenía espacio para sesenta y cinco personas sólo llevaba a veintiocho. A pesar de las evidencias en contrario, en la mente de muchos se mantenía fija una idea: el Titanic no puede hundirse.
Habían construido su casa sobre arena
A la 1:20 h del día 15, el pánico se había extendido. El agua continuaba subiendo, pero la orquesta no dejaba de tocar. Poco después de las 2 h los hombres empezaron a lanzarse al mar, tomados por la desesperación. Veinte minutos más tarde, el mayor transatlántico del mundo desaparecía en el océano.
Algunos centenares de pasajeros y tripulantes perecieron sepultados en el interior del casco; otros fallecieron por hipotermia en las heladas aguas del Atlántico, a unos grados bajo cero. Únicamente setecientas personas, menos de la tercera parte de los que iban a bordo, lograron salvar su vida.
El optimismo y el espíritu laicista de la Belle Époque los había embaucado. La confianza de aquellas personas estaba depositada en la fuerza y la pericia de los técnicos. Sus oídos se habían cerrado a la virtud de la prudencia. Quisieron dejar a un lado a Aquel que mide el mar con el cuenco de sus manos y a palmos el cielo (cf. Is 40, 12). En suma, fueron insensatas, construyeron su casa sobre arena (cf. Mt 7, 26).
En el 105 aniversario del naufragio del Titanic, no seamos como aquella gente. Tengamos una actitud diametralmente opuesta, de vigilancia, humildad y prudencia. Oigamos la Palabra de Dios, procuremos ponerla en práctica y así, por muy fuertes que sean las lluvias y los vientos, nuestra casa no se derrumbará. Estará edificada sobre la roca (cf. Mt 7, 24-25).
1 El sitio historyonthenet.com posee un interesante artículo dedicado a mostrar que en 1912 el común de las personas creía realmente que el Titanic era inhundible. Y, según el The New York Times del 16 de abril de 1912, el vicepresidente de la White Star Line, Philip A. S. Franklin, participaba de esa creencia. Al día siguiente del naufragio, declaró: “Pensaba que era insumergible. Y me he basado en la opinión del mejor asesoramiento de expertos. No entiendo qué pasó”.