El más precioso de los perfumes

Publicado el 02/05/2014

perfume

“Construirás un altar para quemar incienso”, ordenó el Señor a Moisés en la misma oportunidad en que le hizo entrega de las Tablas de la Ley. El propio Dios indicó cómo debería hacerse la mezcla de esencias odoríferas.

 


 

Quién no se regocija cuando, en las solemnidades litúrgicas, los turíbulos desprenden esas oleadas de suave perfume que impregnan todo el recinto sagrado? Perfecta y acabada imagen de la oración, que sube como una oblación de agradable aroma hasta el trono divino. Incienso y oración son términos empleados en las Escrituras revirtiendo uno sobre el otro: “Que suba mi oración como incienso ante ti” (Sal 141,2). En la misma línea se lee en el libro del Apocalipsis: “Vino después otro ángel que tenía un incensario de oro y se puso ante el altar; se le dieron muchos perfumes para que, junto con las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro que está ante el trono” (8, 3-4).

 

Una historia con más de tres mil años

 

El uso de esta esencia en el culto divino proviene de una prescripción del Señor hecha a Moisés, en la misma ocasión en que le entregó las Tablas de la Ley sobre el monte Sinaí. El propio Dios le dictó la manera de hacerlo:

 

“Toma aromas: estacte, uña aromática, gálbano e incienso purísimo. Aromas e incienso entrarán por cantidades iguales, y harás con ellos el timiama, compuesto según el arte de la perfumería, salado, puro y santo. Una parte del mismo redúcelo a polvo muy fino y coloca un poco ante las tablas del testimonio en el tabernáculo de la reunión, donde he de encontrarme yo contigo. Será para vosotros cosa santísima el perfume que hagas” (Ex 30, 34-36).

 

Dios no deja la menor duda de que esta esencia odorífera debería ser usada exclusivamente para el esplendor del culto divino: “Cualquiera que haga otro semejante para aspirar su aroma será borrado de en medio de su pueblo” (Ex 30, 38).

 

Así pues, acatando lo que Dios determinó frente a Moisés, el pueblo elegido quemó durante varios siglos, cada mañana y cada tarde, un incienso de suave fragancia en homenaje al Señor.

 

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En

el Nuevo Testamento, aparece desde los primeros días del Niño Jesús. Entrando los Reyes Magos a la casa donde se encontraba junto a su Madre, se postraron en tierra y lo adoraron, luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron oro, incienso y mirra. “El incienso era para Dios, la mirra para el Hombre y el oro para el Rey” , dice san León Magno (sermón 31). Por lo tanto, de los tres dones ofrecidos, el de mayor valor simbólico era el incienso.

 

Al servicio del esplendor liturgico

 

Debido a la costumbre pagana de quemar toda especie de perfumes en cultos idólatras, la Iglesia tuvo la cautela de tardar algún tiempo en admitir su uso en las ceremonias litúrgicas.

 

Pero tan pronto como la Iglesia comenzó a desarrollarse, el incienso hizo su aparición. Así, en los primeros decenios del cuarto siglo, el emperador Constantino ofreció dos incensarios de oro puro a la Basílica de Letrán, los cuales probablemente quedaban fijos en sus lugares y se usaban para perfumar el lugar santo.

 

El Papa Sergio I (687-701) mandó descolgar en la iglesia un gran de incensario de oro para que “durante las misas solemnes, el incienso y el olor de suavidad se elevaran más abundantemente hasta el Dios omnipotente” .

 

Más tarde apareció el turíbulo, pero al comienzo su uso se limitaba a ser llevado por el subdiácono frente al cortejo litúrgico, perfumando el trayecto del celebrante a la entrada y la salida en la misa, y en la procesión del Evangelio.

 

Con el correr del tiempo y el perfeccionamiento de las celebraciones, se instituyó la incensación al momento del Evangelio, después en el Ofertorio y por fin, en el siglo XIII, en la elevación de la hostia y del cáliz.

 

Actualmente la incensación durante la misa es voluntaria, pudiendo hacerse durante la procesión de entrada, al inicio de la celebración, en la proclamación del Evangelio, en el Ofertorio y en la elevación de la hostia y del cáliz tras la Consagración (Cf. Misal Romano, 235).

 

Efectos y finalidades

 

El celebrante añade incienso al turíbulo y lo bendice con la señal de la cruz. Esa bendición lo convierte en un sacramental, vale decir, un “signo sagrado” mediante el cual, imitando de cierto modo a los sacramentos, “son significados principalmente efectos espirituales que se obtienen por súplica de la Iglesia” (CDC nº 1166).

 

Uno de esos efectos puede verse en el motivo que explica la incensación del altar y de las ofrendas en la misa.

 

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Se inciensa el altar para purificarlo de cualquier acción diabólica, y las ofrendas para hacerlas dignas de ser usadas en el Misterio Eucarístico.

 

El incienso es primordialmente un acto de homenaje a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo, así como a los hombres y objetos consagrados al culto divino.

 

Según santo Tomás de Aquino, la incensación tiene dos finalidades. La primera es fomentar el respeto al sacramento de la Eucaristía, ya que sirve para eliminar con un perfume agradable los malos olores que pudiera haber.

 

La segunda, representar la gracia, de la que Cristo estaba lleno, como de un buen aroma.

 

Por fin, el carbón encendido en el turíbulo y el perfume que se desprende también sirven para advertirnos que, si queremos ver subir así nuestras acciones hasta el trono de Dios, debemos esforzarnos en tener el corazón ardiente con el fuego de la caridad y de la devoción.

 

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