Si quæris cælum, anima, Mariæ nomen invoca… – Invoca el nombre de María, oh alma, si deseas alcanzar el Cielo. Al nombre de María, las culpas huyen, y las tinieblas, el dolor, la enfermedad, las heridas”. Esta sencilla oración, cuyo origen se pierde en las antiquísimas tradiciones de la Iglesia, es una hermosa glosa de la exclamación del salmista, todavía más antigua: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo” (Sal 22, 4).
Virgen de la Confianza – Pontificio Seminario Romano Mayor, Roma
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Vemos cómo la vida de los santos está cuajada de estertorosas aflicciones, dolores y perplejidades. A decir verdad, el sufrimiento es la característica de la santidad. La vida de toda persona virtuosa acaba siendo, tantas veces, una sucesión de fracasos o incluso de tragedias. De esto nos da ejemplo Job, que ante los infortunios exclamó: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1, 21).
Llama la atención, sin embargo, que haya personas que en tales situaciones extremas encuentren fundamentos tan sólidos para mantener la calma y la serenidad, hasta el punto de que en su alma llegan a florecer esas conmovedoras expresiones de piedad y de fe. ¿De dónde les viene eso?
Se suele definir a la confianza como “la esperanza fortalecida por la fe”, y ésta, a su vez, es una gracia que ilumina “los ojos del corazón” (cf. Ef 1, 18). Las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero la certeza dada por la luz divina es mucho mayor que la dada por la luz de la razón natural. En esa seguridad sobrenatural el alma encuentra motivos que le alimentan la esperanza de alcanzar la eternidad feliz y el consuelo definitivo para sus males actuales.
La confianza es, por tanto, infundida en el alma por el Espíritu Santo y, como todas las gracias y dones, pasa invariablemente por las manos de la Virgen. Ella no se basa en conceptos teóricos, sino en una certeza interior puesta en el corazón del hombre que lo ordena por completo. Aporta en consecuencia una gran calma, una convicción de que la vida y el sufrimiento tienen sentido, por muy árido y tortuoso que sea el camino.
El que experimenta esa acción apaciguadora de la gracia conoce los efectos de una misericordia insondable, de una bondad que lo envuelve por entero. Siente en su interior la compasión de esa Madre que atiende a su hijo rebosante de pena, con una dadivosidad pacientísima e inagotable, dispuesta a ayudar en grado inimaginable en cualquier momento. Y adquiere la certeza de que la Virgen puede y quiere arreglar cualquier situación, siempre que hacia Ella nos dirijamos.
Esa misericordia insondable, que se multiplica solícita para atendernos, es el mejor fundamento para nuestra confianza. ¿Qué hemos de hacer para conseguirla? Al ser una gracia, no depende de nuestro esfuerzo; basta pedirla, y Ella nos la dará… porque quiere dar. Sólo espera nuestra petición…